Eliza
Anoche no había podido dormir en lo absoluto.
En mi cabeza aturdida, el sonido del vidrio rompiéndose, la expresión fugaz de culpabilidad en sus ojos, sus palabras tan frías, tan distantes, se repetían una y otra vez en mi mente, como una pesadilla de la que no podía escapar.
La hermanita de mi mejor amigo. La niña mimada.
Cada vez que recordaba esas palabras, sentía una punzada en el pecho, un dolor profundo que me robaba el aire y me dejaba, de nuevo, en ese vacío abrumador, intenso y asfixiante. No quería llorar más, pero las lágrimas eran imparables, aquel hombre al que amaba tanto, al que creía que podía confiarle mi corazón, me había destrozado sin un atisbo de compasión.
Al amanecer, me sentía aún más débil.
Los ojos me ardían de tanto llorar, y la fiebre comenzaba a subir. El desengaño no era solo una herida en mi alma; se había convertido en una enfermedad que invadía mi cuerpo lentamente.
La tristeza, la angustia, la decepción, todo había sumado un peso que mi cuerpo, finalmente, no pudo soportar.
Mi hermano tocó a la puerta más tarde esa mañana, la preocupación era evidente en su voz cuando preguntó si podía entrar. Supongo que, al no haberme visto en el desayuno, su inquietud como médico había aumentado al encontrarme tan pálida y débil en la cama.
― ¿Estás bien, Eliza? ― preguntó con tono suave, al abrir la puerta. Su mirada se posó en mí, y aunque traté de sonreír, sabía que mi esfuerzo era insuficiente.
―Solo un resfriado, Lewis― respondí, esforzándome porque mi voz sonara más firme de lo que realmente estaba. Pero sabía que mi aspecto no ayudaba a convencerlo. Las ojeras bajo mis ojos y el sudor frío en mi frente debían de hablar por sí mismos.
Se acercó y dejó una taza de té caliente con miel, en la mesa de noche, justo como siempre lo tomaba según él, aunque, la realidad era que, en este momento, no podía pasar ni un poco de agua.
―No parece solo un resfriado, lizi― murmuró, su ceño fruncido en preocupación. Su instinto protector estaba en plena marcha, y no podía evitar sentirme culpable por no poder confesarle la verdad. No podía decirle que era su mejor amigo el que me había roto el corazón y el culpable de que me sintiera así.
―Es solo un poco de cansancio― traté de minimizar, pero mis palabras sonaron vacías, incluso para mí.
Se sentó en el borde de la cama, acariciando suavemente mi cabello, como solía hacer cuando era una niña.
―Eliza, sabes que puedes hablar conmigo sobre cualquier cosa, ¿verdad? ― su voz era un bálsamo, pero al mismo tiempo me recordaba lo lejos que estaba de la verdad. Tenía tanto miedo de romperme aún más al hablar de Jonathan, de sus palabras hirientes, de lo insignificante que me había hecho sentir y de lo mucho que hacer eso arruinaría su amistad de toda la vida con él.
―Lo sé, Lewis― respondí, mirando hacia otro lado, evitando que su preocupación penetrara más profundo en mi corazón―. Solo necesito tiempo. A veces, la vida se siente un poco… complicada.
―Complicada― repitió, asintiendo, aunque su expresión dejaba claro que no estaba del todo convencido―. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? ¿Quieres que te lleve a dar un paseo? Un poco de aire fresco podría ayudarte, podríamos incluso ir por ese helado que tanto te gusta, ¿qué dices?
―Gracias, suena como un gran plan, pero, quizás otro día. Solo quiero descansar un poco― dije, con la voz temblorosa, tratando de que sonara convincente y acariciando la mano que él, había puesto sobre la mía. Agradecía su intento de distraerme, pero no había ningún aire fresco o sabores de helado, que pudieran deshacer el peso que llevaba dentro.
Se quedó un momento más, observándome con esos ojos preocupados que siempre habían intentado protegerme de las decepciones del mundo.
―Está bien, lizi. Solo recuerda que estoy aquí para lo que necesites, ¿de acuerdo?
Asentí, aunque en mi interior sabía que lo que necesitaba no era algo que pudiera encontrar en el exterior.
Él se levantó y me dio un pequeño beso en la frente antes de salir de la habitación, dejándome sola nuevamente. La puerta se cerró suavemente detrás de él, y de repente, el silencio en la habitación se sintió aún más abrumador.
Me dejé caer de nuevo sobre la almohada, sintiendo que el dolor que había estado ocultando se desbordaba en mi pecho, la imagen de Jonathan se coló en mi mente, y no pude evitar que las lágrimas volvieran a brotar.
Durante los días siguientes, mi estado empeoró.
La fiebre iba y venía, atrapándome en un ciclo de debilidad y desconsuelo que parecía interminable. Cada vez que cerraba los ojos, las palabras de Jonathan regresaban como un eco cruel, retumbando en mi mente hasta ahogarme, la incredulidad inicial se había transformado en un dolor punzante, casi físico, como si cada pensamiento sobre él fuera una espina clavándose un poco más en mi corazón.
Recordaba con nitidez el primer día que lo conocí, cuando yo era apenas una niña de cinco años y Jonathan apareció en nuestras vidas como el nuevo mejor amigo de mi hermano. Desde ese momento, vi cómo ambos se volvieron inseparables, pasando de ser compañeros de juegos a hermanos de elección, compartiendo cada aventura y cada secreto.
Con el tiempo, mis ojos infantiles comenzaron a percibir algo más en él, algo que en su momento no comprendía del todo, pero que me llenaba de una fascinación inexplicable.
A medida que yo crecía, esa admiración fue tomando otra forma. Jonathan se convirtió en alguien a quien respetaba y admiraba profundamente, un modelo de todo lo que me parecía noble y valiente, igual a como veía a Lewis. Sin embargo, cuando comencé a dejar atrás mi niñez y entré en la adolescencia, esa fascinación fue transformándose en algo mucho más intenso y personal.
Me sorprendía a mí misma mirándolo en silencio, apreciando la madures de su voz, la seguridad de sus palabras, y cómo su sonrisa iluminaba cualquier habitación. Con los años, esos pequeños gestos y miradas que a veces me dedicaba fueron alimentando un sentimiento que se arraigó profundamente en mi pecho.
A veces, en reuniones familiares o eventos, me miraba o me sonreía de forma cálida y yo, en ese enamoramiento en el que me había sumergido, me aferraba a esos momentos, los atesoraba en mi memoria, pensando que quizá, solo quizá, sentía algo similar por mí. Esos instantes furtivos habían sido todo para mí, la esperanza secreta de mi joven corazón. Con cada pequeño gesto, había alimentado mis ilusiones, construyendo una fantasía que ahora, en medio de mi fiebre y desilusión, se desmoronaba como un castillo de arena ante la marea.
Pensar que nada de eso era real, que para él yo no era más que "la hermanita de su mejor amigo", me partía el alma. Sentía que todo lo que alguna vez habíamos compartido se volvía ahora una cruel mentira, había creído en cada palabra amable, en cada sonrisa, incluso en la forma en que se había acercado a mí aquella noche especial, cuando finalmente había sentido que todos mis sueños con él, se hacían realidad.
Y ahora, al recordar el tono despectivo de su voz y la ligereza con la que había hablado de mí, se sentía como si todo lo que creía real entre nosotros se desmoronara en una vil mentira. Me dolía pensar en cómo me había dejado cegar por un velo de enamoramiento que había distorsionado la verdad, cómo había interpretado gestos que para él no tenían ningún valor.
Todo lo que pensé que había compartido esa noche especial no fue más que una fantasía mía, mientras que, para él, yo, no significaba nada.
En medio de mi malestar, me sentía arrastrada a un abismo de confusión, haciéndome revivir cada instante, cada palabra. Había soñado con él, con un futuro donde quizá él se diera cuenta de mis sentimientos, donde pudiera verme como la mujer en la que me estaba convirtiendo. Pero ahora, al sentirme tan desmoronada, comprendía que para él siempre sería solo una niña, una sombra sin importancia.
El dolor era tan profundo que a veces me resultaba difícil respirar. Me había entregado por completo a esos sentimientos, a él y ahora, descubrir que solo existían en mi mente me dejaba sin fuerzas. Lo peor de todo era que, aunque sabía que debía dejarlo atrás, no podía evitar recordarlo con cada pensamiento, con cada susurro de fiebre y sueños rotos que llenaban estas noches solitarias.
Había amado a Jonathan desde que tenía quince años, un amor inocente que creció con cada año, con cada gesto. Ahora, esa misma devoción me estaba destrozando, y yo no sabía si alguna vez podría volver a sentir algo igual.
Una tarde, mientras permanecía en cama, escuché la voz de Lewis, mi puerta estaba entreabierta. Hablaba con un amigo, y aunque sus palabras llegaban en susurros, no pude evitar escuchar lo que decían.
Fue así como me enteré de que Jonathan se había ido, que después de aquella noche, se había ido a estudiar al extranjero, no había sido capaz ni siquiera de despedirse. Mis ojos se llenaron de lágrimas, y en ese momento, lo único que pude hacer fue aferrarme a las sábanas, quebrándome en un sollozo silencioso que parecía no tener fin.
Se había ido, llevándose consigo los recuerdos, los sueños y el amor que tan ciegamente había depositado en él, dejándome sola, y con heridas que parecían imposibles de sanar.
Más tarde, mi madre entró en silencio, con una taza de té entre las manos y una preocupación apenas disimulada en sus ojos, intentó ofrecerme una sonrisa suave, y, me preguntó si estaba mejor, si quería salir de la cama. Quise responderle, pero apenas logré asentir; cualquier palabra que dijera corría el riesgo de romperse en otro llanto incontrolable.
Los días pasaron en una interminable sucesión de horas grises, donde cada amanecer traía consigo una mezcla de tristeza y resignación que parecía impregnarlo todo. Me aferraba a la esperanza de que, tal vez, cuando el verano llegara a su fin y comenzara la universidad, este dolor comenzaría a disolverse. Quizás el cambio de rutina, el conocer gente nueva y enfrentarme a experiencias desconocidas podrían ayudarme a escapar de este pozo en el que sentía haber caído, como si esa ilusión de nuevos comienzos pudiera hacer que, algún día, lo que sentía ahora fuera solo un recuerdo lejano.
Sin embargo, en el fondo, me sentía atrapada en una especie de sueño distorsionado, como una versión de mí misma que apenas reconocía. La alegría que solía sentir, la pasión que había albergado en secreto durante tantos años por Jonathan, ese amor profundo y sincero que había crecido en silencio desde mi adolescencia, se revelaba ahora como una farsa. Todo lo que yo creía real, las miradas, los gestos, la atención que pensé que me dedicaba... ¿cómo pude ser tan ingenua?
Solo yo había creído en algo que, para él, no fue más que un juego pasajero, y ahora el peso de esa traición me envolvía en un dolor que amenazaba con ahogarme.
Y que, concretamente, me había destruido.