Eliza
Cinco años después…
Siempre me había enorgullecido de mi puntualidad.
Llegar tarde no era una opción, y mucho menos al trabajo. Así que, cuando mis ojos se abrieron y vi la hora en la pantalla de mi teléfono, el pánico se adueñó de mí en un segundo.
¡No había escuchado la alarma!
Un dolor de cabeza punzante me atravesaba como si tuviera un ejército de tamborileros en mi cerebro. Me llevé una mano a la frente, intentando ahogar el lamento que brotaba de mis labios, y en ese preciso momento, sentí una ola de arrepentimiento profundo, me reprendí por haber aceptado la invitación de Emily para salir un domingo en la noche.
Lo había hecho mil veces, pero esta vez se sintió más como un suicidio lento que como un escape divertido.
"No más vino," me prometí a mí misma.
Parecía que dos copas eran suficientes para convertirme en una habladora sin sentido y, al día siguiente, en un cadáver ambulante. Apenas dos copas, pero la resaca que me invadía se sentía como si hubiese vaciado la bodega de un bar entero.
Ahora, tumbada en mi cama con la misma ropa de anoche, lamentaba profundamente cada sorbo.
Con la cabeza todavía palpitante, me levanté torpemente, tropezando con los zapatos que había dejado tirados en el suelo. Intenté despejarme, pero el reloj en la pared solo me recordaba que cada segundo que pasaba era uno menos para intentar salvar el día.
La sensación de urgencia me empujó a la ducha y, con un esfuerzo monumental, logré organizarme, aunque me sentía más como un náufrago que como la persona organizada que era siempre.
Mientras me preparaba a toda velocidad, me prometí a mí misma que esta sería la última vez. Definitivamente, la próxima vez que Emily sugiriera salir un domingo, le diría que no.
Bueno, eso… o al menos me apegaría a los refrescos.
Con todo listo, bajé al subsuelo de mi edificio donde tenía el auto aparcado. La cabeza aún martilleaba, pero, tras una pastilla y un respiro profundo, empezaba a sentirme algo más funcional. Subí al coche, me puse el cinturón y encendí el motor, enfocándome en la ruta hacia la oficina, hoy no era un día cualquiera, y lo último que quería era dar la impresión de ser una empleada irresponsable.
Cuando definitivamente, no lo era.
El viernes pasado, justo antes de finalizar la jornada, nos habían lanzado una bomba, la empresa había sido adquirida por una firma enorme, de esas que parecían impenetrables, frías y lejanas. Los detalles eran escasos; solo nos anticiparon que hoy conoceríamos a nuestros nuevos dueños y, claro, a los jefes que venían con ellos. La incertidumbre era palpable, y hasta los empleados con más años en la empresa habían intercambiado miradas llenas de preocupación y ansiedad.
Apreté el volante un poco más fuerte al pensar en el posible cambio que esto significaba para mí, llevaba menos de un año trabajando en ese lugar, y aunque me había esforzado mucho, aún me sentía como la nueva.
Si decidían hacer recortes para reducir costos, o traer nuevos empleados, era probable que yo estuviera en la lista. La idea de ser despedida era aterradora, y no solo por la estabilidad económica, porque eso no me afectaba, sino porque, amaba este trabajo, el equipo, los proyectos en los que había trabajado y el sentido de pertenencia que comenzaba a desarrollar.
Había invertido tanto en construir mi espacio allí que la idea de tener que empezar de nuevo en otro lugar, en otra empresa probablemente fría y distante, me desalentaba profundamente.
Las dudas y temores me rondaban como una nube espesa mientras avanzaba por las calles. ¿Qué clase de ambiente traerían los nuevos jefes? ¿Cambiarían nuestras metodologías de trabajo, el flujo creativo y la libertad que tanto apreciaba?
El nerviosismo no ayudaba a calmar el malestar de mi resaca, pero me obligué a inhalar hondo y poner en perspectiva cada cosa. Me había levantado, estaba en camino y haría todo lo posible por demostrar mi mejor cara.
Después de todo, esa era la única carta que podía jugar en este momento.
Cuando llegué a la empresa, apenas tuve tiempo de dar un saludo apresurado antes de prácticamente correr hacia el ascensor. Cada piso que subía era un recordatorio de los minutos que había llegado tarde, y traté de calmarme mientras respondía un mensaje de Emily, quien también sufría los efectos de nuestra noche de vino.
Me contaba, con ironía, que el dolor de cabeza la estaba destrozando y que, para colmo, tenía una sesión fotográfica en la tarde con una pareja que anunciaba su compromiso. Emily detestaba esas sesiones, siempre diciendo que eran un desfile de sonrisas forzadas, pero que las aceptaba porque, al final del día, eran las que ayudaban a pagar las cuentas.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, respiré hondo y salí con la misma prisa contenida. A lo lejos, pude ver a Hannah, la asistente del piso, quien me miró con una sonrisa amable, aunque hoy sus ojos delataban cierta tensión. Ella era, como siempre, la primera en recibirnos cada mañana, y ver su rostro amigable me trajo una breve sensación de calma.
―Buenos días, Hannah― le dije, abanicándome un poco con la mano para disipar el sonrojo que traía en las mejillas―. Por favor, dime que no he llegado tan tarde y que los nuevos jefes aún no se han presentado.
Hannah soltó una pequeña risa y agitó la cabeza, claramente divertida por mi nerviosismo.
—Tranquila, Eliza. Solo tienes cinco minutos tarde, y es la primera vez en casi un año, no creo que vayan a despedirte por eso― dijo con una sonrisa burlona que lograba hacerme sentir un poco menos ansiosa―. De hecho, los nuevos dueños y jefes llegarán en media hora. Están preparando el salón de juntas en el tercer piso para recibirlos.
―Dios, qué alivio. Pensé que llegaba al borde del caos. ¿Sabes algo de quiénes son? ― pregunté, entre preocupada y curiosa.
Hannah hizo un ademán de negación mientras se levantaba de su asiento.
―Nada. Todo ha sido un misterio; quieren evitar que cualquier información se filtre a la prensa, así que no hay detalles, ni siquiera un nombre.
El misterio sobre quiénes tomarían las riendas de la empresa aumentó mis nervios. La falta de información no hacía más que generar suposiciones y teorías entre los empleados, y por lo que veía en el rostro de Hannah, ella también estaba algo inquieta.
―Entonces, deben ser peces gordos, ¿no? ― dije, intentando sonar casual, aunque mi voz traicionó mi inquietud.
―Todo indica que sí― me respondió, notando mi nerviosismo―. Vamos, acompáñame al baño. Así nos retocamos un poco antes de que empiece todo esto. Y tú, por favor, intenta refrescarte; estás toda sonrojada.
Asentí, agradeciendo la distracción.
Hannah siempre tenía una manera de tranquilizarme y devolverme un poco de perspectiva. Caminamos juntas hacia el baño, hablando de cosas superficiales, tratando de alejar la nube de incertidumbre.
Cuando llegamos, me mojé un poco la cara con agua fría, dejé que el frescor me devolviera la compostura y traté de recordarme que podía con esto.
Con todo.
Esta empresa era mi espacio, y estaba decidida a enfrentar lo que viniera, aunque no tuviera ni idea de qué esperar.
Cuando la hora llegó, Hannah y yo, junto con todos en nuestro piso, subimos a la sala de juntas, que ya estaba abarrotada de empleados. El murmullo de conversaciones llenaba el ambiente, una mezcla de expectativas y teorías sobre quiénes serían los nuevos jefes.
El espacio se sentía más pequeño que de costumbre, y la inquietud era palpable.
Patrick, mi colega arquitecto, no tardó en unirse a nosotras. A diferencia de mí, él estaba muy bien consolidado en la empresa; su confianza era tan evidente que parecía inmune a la ansiedad que nos rodeaba.
― ¿Cómo están mis damas preferidas? ― dijo, colocándose entre nosotras con una sonrisa desenfadada.
―Nerviosas, Patrick― respondió Hannah, mientras él me dedicaba un guiño y la abrazaba, con una familiaridad que logró arrancarle una sonrisa a pesar de su tensión.
―No hay nada de qué preocuparse, Hanny Bunny― dijo, utilizando el apodo que siempre le ponía. Hannah resopló con fingida exasperación, pero en sus ojos había gratitud por su apoyo.
― ¿Sabes quiénes son? ― le pregunté, aprovechando la cercanía.
Patrick soltó a Hannah y me rodeó los hombros con su brazo, inclinándose hacia mí como si fuera a contarme el secreto mejor guardado de la empresa, pero, antes de que pudiera decir algo, las puertas de la sala se abrieron, y todos los murmullos se silenciaron al instante.
El cambio en la atmósfera fue inmediato.
Todo el mundo se giró hacia la entrada, donde tres figuras entraron y avanzaron con una seguridad casi intimidante hasta la otra punta de la sala. Desde donde estaba, apenas lograba ver sus espaldas, pero había algo en sus presencias que imponía respeto y hacía que el aire se sintiera pesado.
Esperé ansiosa a que se dieran la vuelta, con una sensación inexplicable de anticipación y ansiedad que crecía en mi pecho.
Finalmente, uno de ellos dio un paso adelante para presentarse.
El hombre que había estado al frente se giró, y en ese instante, sentí que el aire abandonaba mis pulmones, era como si el suelo se hubiera desvanecido bajo mis pies. Mis ojos se encontraron con el rostro de Jonathan Kingston, el hombre que había sido mi todo… y que cinco años atrás me había destrozado el corazón sin una palabra de despedida.
Cinco años.
Cinco años de intentar olvidar su sonrisa, sus ojos azules, esa manera que tuvo esa noche de hacerme sentir como si fuera la única persona en su vida. Cinco años en los que traté de borrar cada pedazo de él de mi vida, pero, allí estaba, mirando a mi jefe, con un aburrimiento notorio de todo el lugar.
Mi mente giraba, luchando entre las preguntas y los recuerdos dolorosos, mientras mi cuerpo apenas se mantenía en pie. No sabía si temblaba por la sorpresa, el enojo, o por la avalancha de emociones que estaba sintiendo en este momento a pesar de los años y de la distancia.
Patrick, a mi lado, me observó con extrañeza, susurrándome preocupado.
― ¿Estás bien? Pareces como si hubieras visto un fantasma― y no estaba muy lejos de aquello, realmente era en efecto como ver una aparición que volvía del pasado, un fantasma.
Asentí débilmente, incapaz de apartar la vista de Jonathan, mi corazón latía tan fuerte que temí que todos pudieran oírlo. Intenté recuperar la compostura, pero mi mente aún estaba atrapada en una espiral de recuerdos y emociones.
Mientras Jonathan comenzaba a hablar con voz firme, explicando los planes de la nueva administración, apenas pude escuchar lo que decía, cada palabra se sentía distante, como si el sonido se ahogara en la maraña de pensamientos en mi cabeza.
Me preguntaba si él recordaba nuestra última noche, o si había logrado seguir adelante sin una sola mirada atrás.
Dios, qué ilusa era...
Él había seguido con su vida en cuanto cruzó la puerta de mi casa aquella noche, hace cinco años.
El dolor de cabeza regresó, más fuerte y penetrante, como una daga que se clavaba con cada segundo que lo miraba. Sentí cómo el aire comenzaba a faltar y apreté los puños hasta sentir mis uñas hundirse en la palma, intentando contener el ataque de ansiedad que se iba gestando en mi interior. ¿Cómo podía estar aquí, en mi trabajo, en mi espacio seguro, en mi ciudad?
Era como si hubiera tomado el control del mismo aire que respiraba, invadiéndolo todo con su presencia.
Mis ojos eran incapaces de quitarle la mirada, analizándolo como si lo viera por primera vez. Estaba cambiado, tanto que me costaba asociar al hombre frente a mí con el joven al que había amado hasta romperme.
Más alto, más robusto, con esos hombros anchos que parecían llenarlo todo, y una postura de seguridad que imponía respeto. Sus ojos... esos ojos que alguna vez creí deslumbrantes, se veían diferentes. Más oscuros, más fríos, con un destello de dureza en ellos. Era un hombre ahora, un extraño en el que apenas reconocía vestigios del Jonathan que había conocido.
Y su voz... cuando empezó a hablar, su tono ronco y profundo resonó en la sala y en cada fibra de mi ser, arrancándome del presente y llevándome de vuelta a todos esos recuerdos que había enterrado a la fuerza.
Me obligué a apartar la mirada, pero él ya me había visto, por un segundo eterno, nuestras miradas se encontraron, y el tiempo pareció detenerse. Vi cómo sus ojos se dilataban, reflejando sorpresa, tal vez hasta incredulidad, y una chispa de reconocimiento que me desarmó por completo.
Mi respiración se volvió errática, y la ansiedad comenzó a dar paso al pánico.
Sentía como si el suelo estuviera por abrirse bajo mis pies, no podía soportarlo, no aquí, no frente a él. Tenía que salir de esta sala antes de que todos, y especialmente él, me vieran colapsar, de la misma manera en que había caído la última vez, cuando me rompió con sus palabras y se fue sin mirar atrás.
No podía dejar que eso volviera a suceder.
No después de cinco años.
Con cada segundo, sentía cómo la presión en mi pecho se intensificaba, y mi vista se empañaba. Me mordí el labio, reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban, y sin atreverme a volver a mirarlo, me excusé murmurando algo ininteligible y me deslicé hacia la salida. Mientras abandonaba la sala, sentí la mirada de Jonathan clavada en mi espalda, pesada y dolorosa, y un vacío absoluto en mi interior.
Atravesé el pasillo hasta un rincón apartado y me apoyé contra la pared, intentando calmarme, aferrándome a la única cosa que me mantenía en pie, el orgullo.
Mi corazón estaba latiendo tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho, y allí, en ese rincón solitario, me permití por fin soltar el aliento que había estado conteniendo.
Estaba claro, Jonathan Kingston había regresado.
Pero esta vez no iba a darme el lujo de desmoronarme por él. Esta vez, por mucho que me costara, iba a mantenerme en pie.