Eliza
Apreté los ojos, intentando que el peso en mi pecho disminuyera, luchando contra la presión que Jonathan siempre había ejercido sobre mí, aun cuando él no tuviera idea. El pasillo estaba en silencio, y aunque sabía que debía regresar a mi oficina y continuar mi día como si nada pasara, mis piernas se negaban a moverse, como si mi cuerpo entendiera el impacto de esta nueva realidad mejor que mi mente.
El sonido de unos pasos me alertó, resonando como ecos pesados, y retumbando en mi aturdida cabeza. Eran pisadas seguras, lentas, el ritmo de alguien que sabe que tiene el control, que sabe dónde está parado.
No tenía que verlo para saber que, al girar la esquina, Jonathan sería la misma figura que conocí hace años, solo que ahora el poder era palpable en él, dueño del lugar, dueño de la situación... y si se lo permitía, dueño de mí una vez más.
Antes de que pudiera racionalizarlo, me refugié en el cubículo vacío más cercano, deseando que el momento pasara, cerré la puerta suavemente y me apoyé contra la pared, mi corazón enloquecido, el sudor frío empapando mi nuca. Mi respiración era errática y, en medio de ese pequeño espacio, traté de recordar todas las técnicas de respiración que alguna vez me enseñaron para calmarme.
Inhalar.
Exhalar.
Mantén la compostura.
Jonathan no arruinaría esto también; no le daría ese poder, no otra vez.
Mientras los pasos se acercaban, todos los recuerdos que creí haber dejado atrás regresaron, como un maremoto. Sus palabras y la manera en como se había referido a mí, tan despectiva y cruel, la amarga realidad de verme cada día lidiando con el recuerdo de alguien que había jugado conmigo, como si yo, no valiera nada. La voz en mi cabeza me repetía una y otra vez que debía ser fuerte, que no podía permitir que él me viera así, no ahora, cuando todo en mi vida estaba al menos organizado en una estructura que, hasta hoy, me había dado paz.
El eco de sus pisadas se detuvo frente al cubículo.
Contuve el aliento, temiendo que escuchara hasta el más leve sonido de mi respiración, y, a pesar del miedo y la frustración, me mantuve inmóvil, aferrándome a la pared para no desmoronarme.
Mi mente estaba dividida, una parte de mí quería salir y enfrentarlo, reclamarle todo el dolor que había causado, pero la otra, la que había luchado por reconstruirme, sabía que debía protegerme, y esta no era la forma.
Finalmente, después de lo que parecieron horas, sus pasos se alejaron, y el silencio volvió a llenar el pasillo. Sentí un nudo de alivio en el estómago, y poco a poco, me atreví a relajarme, apoyé la cabeza contra la pared, soltando un suspiro largo, y me obligué a recomponerme.
Sabía que ese encuentro era inevitable, que el momento de tenerlo cara a cara, llegaría pronto, pero al menos ahora, en este rincón, podría armarme de valor antes de enfrentar lo que vendría.
Respiré hondo antes de abrir la puerta de mi escondite, observando cómo los empleados comenzaban a regresar a sus puestos. La presentación en la sala de juntas había terminado y, con ello, la amenaza de un encuentro inesperado de nuevo.
Caminé con rapidez hasta mi oficina, tratando de pasar desapercibida, tomé mi bolso y me dirigí casi a paso de carrera al baño, donde por fin sentí que podía soltar el aire que había estado conteniendo.
Ya frente al espejo, abrí la canilla de agua fría y mojé un pañuelo, que presioné contra mi nuca, el frescor me ayudó a apaciguar el nerviosismo que me invadía. Había descubierto hacía tiempo que este simple gesto era como un ancla para mi ansiedad; una manera de centrarme y calmar el temblor en mis manos y la tensión en mis hombros.
Después de unos segundos, dejé el pañuelo a un lado y me miré detenidamente en el espejo.
Saqué mi pequeño estuche de maquillaje, dispuesta a recomponer mi aspecto. La mujer reflejada en el espejo parecía tranquila, aunque detrás de esa apariencia serena latía la inquietud que Jonathan había traído de vuelta. Retocarme el maquillaje era una especie de ritual, un escudo que me permitía enfrentar el día con más seguridad, asique, mientras pasaba la base sobre mi rostro, me recordé a mí misma que no iba a permitir que él desmoronara lo que tanto me había costado reconstruir.
Y eso debía ser como un mantra para mí.
Me miré fijo, encontrándome de nuevo conmigo misma, el reflejo, ahora, mostraba a una mujer profesional, segura, alguien que había conseguido más de lo que años atrás creí posible. Me sostuve la mirada, tratando de convencerme de que esos cinco años no habían sido en vano, a pesar de las cicatrices, había alcanzado mi propio lugar en el mundo, y nadie, ni siquiera él, me lo arrebataría.
Cinco años... Podía casi sentirlos pasar, cada momento en que, destrozada por dentro, me vi obligada a aprender a ser fuerte.
Las noches en las que lloraba hasta quedarme dormida, las mañanas en que me levantaba con una determinación renovada, las veces que me caí y tuve que obligarme a levantarme. Cada uno de esos momentos me había hecho más resistente, y poco a poco fui descubriendo mi valor.
La universidad fue una especie de refugio, el lugar donde todo se volvió a construir de cero, un espacio donde logré separarme de la Eliza que una vez él había dejado atrás.
Al obtener mi título de arquitecta, sentí que por fin cerraba un ciclo, que todo lo que había pasado con él, era solo un recuerdo lejano y que mi vida podía seguir adelante, libre. Con mi primer trabajo real, descubrí que no solo era buena en lo que había estudiado, sino que amaba lo que hacía, y ahora, con este puesto actual, sentía que había encontrado un hogar.
Aquí era donde mis ideas cobraban vida, y cada diseño, cada plano, cada proyecto, era una extensión de mí misma. Este lugar era mío, mi refugio, y ni Jonathan ni sus fantasmas tendrían cabida en él.
Volví a respirar, dejando que el aire fresco se asentara en mis pulmones, y me di una sonrisa pequeña pero firme.
Mi corazón había resistido antes, y lo haría de nuevo, Jonathan era el jefe, sí, pero yo era mucho más que una subordinada asustada, era una arquitecta profesional, una mujer que había trabajado incansablemente para llegar aquí y que había superado cosas que él ni siquiera podía imaginar.
Abrí la puerta del baño y caminé de regreso a mi oficina, cada paso resonando con más seguridad que el anterior.
Tenía que recordar, incluso en esos momentos en que la duda quería invadir mi mente, que estaba aquí por mérito propio, que había salido adelante a pesar de todo.
Jonathan podía ser parte de mi presente laboral, pero no de mi vida.
Entré en mi oficina y dejé el bolso sobre el pequeño sofá en la esquina, buscando centrarme en la rutina que me esperaba, me acomodé detrás del escritorio y encendí la computadora, lista para sumergirme en el trabajo. Justo al iniciar sesión, apareció un memo en la pantalla, confirmaba que conservaría mi puesto, pero también informaba que en breve sería convocada a una reunión con los nuevos directivos.
Suspiré al leerlo, intentando no darle más peso de la cuenta, aunque sabía lo que significaba. La empresa había atravesado una reestructuración importante; no solo habían cambiado a gran parte de la planta administrativa y directiva, sino también a los pasantes y nuevos talentos, renovando casi toda la base de recursos humanos.
Aquella renovación era una señal clara de que la llegada de Jonathan traía consigo cambios profundos, ajustes de rumbo en todas las áreas.
Apoyé los codos en el escritorio y cerré los ojos por un momento, dejándome rodear por el ambiente conocido de mi oficina. Este era mi refugio, el espacio donde me había probado una y otra vez, y pensar en que todo mi esfuerzo y dedicación se pondrían nuevamente a prueba no era fácil.
Me pregunté cómo sería ese primer encuentro formal, cómo me sentiría cuando entrara en esa sala de juntas y viera a Jonathan al frente, como un símbolo de autoridad y control en un lugar que hasta ahora había sido mi santuario profesional.
Respiré hondo, decidida a no dejar que ese pensamiento me agobiara.
Me enderecé en la silla, ajusté el cabello detrás de las orejas y le di un último vistazo al memo. Sabía que enfrentaría desafíos en esta nueva etapa, pero, como siempre, estaba dispuesta a darles batalla, porque rendirse para mí no era una opción.
Saqué mi block de notas y me dispuse a trabajar en un proyecto que me estaba dando más de un dolor de cabeza, un complejo habitacional cuya propuesta ya había sido rechazada dos veces por el inversor. Patrick, mi colega en este proyecto, aún no terminaba su primer boceto, y aunque lo entendía, la presión se acumulaba y me dejaba con una contractura en el cuello que no ayudaba en nada a mi concentración.
Casi al mediodía, mi teléfono vibró desde el fondo del bolso. Me estiré, liberando un poco la tensión en los hombros, y lo saqué. Era un mensaje de Lewis.
Hermanito [12:45]: ¿Por qué no me has llamado desde ayer? Lizi, tengo algo que contarte, cena esta noche en casa de papá y mamá. Es formal. Ponte un vestido bonito y péinate.
Sonreí ante su último comentario, recordando que, para Lewis, mi imagen todavía estaba congelada en la época de los diecinueve, cuando decidí cortarme el cabello en un estilo bob que me quedaba horrible y me negaba a peinar. Claro, no era la mejor decisión de mi vida, pero ¿qué se podía esperar a esa edad? Como todos, yo también tenía mis deslices estilísticos y, por suerte, esa etapa había quedado atrás.
No dejaba de intrigarme el tono de su mensaje, especialmente la parte de “es formal”. No era el típico encuentro casual en casa de nuestros padres; había algo más que mi hermano no me estaba diciendo.
Le respondí asegurándole que iría y, además, aclarando que estaba bien, sabiendo que así le daría un respiro a su tendencia a la preocupación.
Lewis siempre había sido protector, pero en los últimos años su preocupación había pasado de lo sutil a lo intenso, al punto de que, si no respondía sus mensajes en un solo día, me enviaba textos como si estuviera al borde de una emergencia.
Era entrañable y, aunque a veces excesivo, lo adoraba por estar siempre al pendiente.
Me quedé un momento con el teléfono en la mano, pensando en la noche que me esperaba. Aceptar una invitación a la casa de mis padres era adentrarse en un mundo de expectativas y de sorpresas, y el hecho de que fuera una cena formal solo aumentaba mi curiosidad y, aunque no quería admitirlo, también un poco mi ansiedad.
Cerca de las seis de la tarde, mi jornada laboral llegó a su fin, y, afortunadamente para mí, no volví a cruzarme con Jonathan. Era un pequeño triunfo que me permitía tachar este primer día en mi lista, asiqué, salí de la oficina y saludé rápidamente a Hannah mientras pulsaba el botón del ascensor.
Hoy no podía quedarme a conversar con ella como de costumbre; tenía solo dos horas para llegar a casa, ducharme, vestirme como me había pedido mi hermano, y salir rumbo a la casa de mis padres.
Cuando el ascensor se abrió, entré y presioné el botón del subsuelo, al llegar, me apresuré a salir y dirigirme a casa.
Al entrar, dejé mis zapatos de tacón en la entrada y suspiré aliviada. Rápidamente, me metí en el baño y tomé una ducha rápida, una vez terminada, me sequé y elegí un bonito vestido n***o de mangas tres cuartos, ceñido en la cintura, con cuello boté y un ligero escote en la espalda. Me llegaba por encima de las rodillas y tenía una pequeña abertura que añadía un toque de elegancia.
Me puse unos tacones a juego y opté por un maquillaje sutil, un poco de rubor, máscara de pestañas y un bálsamo labial con un toque de color y brillo. Dejé mi pelo, que caía a la altura de los hombros, suelto y le hice unas ligeras ondas.
Era lo más formal que podía conseguir en tan poco tiempo.
Tomé un bolso para poner las llaves, el teléfono y algún otro objeto esencial, y me fui.
Llegué a casa de mis padres pasada las ocho de la noche, saludé a papá y a mamá, quien me recordó que hacía dos semanas que no iba a cenar y a Lewis estaba allí con su novia, Carol, y los padres de ella.
Me senté en la sala con ellos, y papá enseguida me ofreció un aperitivo que tomé gustosa. Diez minutos después, miré a mi hermano, quien parecía ocultar algo importante.
― ¿A qué se debe esta reunión? ― pregunté, dando un primer sorbo―. Lewis, muero de hambre. ¿Qué está pasando? ¿Qué estamos esperando?
―Tranquila, hermanita― respondió, tratando de calmarme―. Solo falta un invitado más, y pasaremos a cenar.
― ¿Quién? ― inquirí, sintiendo una mezcla de curiosidad e impaciencia. Antes de que pudiera obtener una respuesta, el timbre de entrada sonó y Lewis se levantó para abrir la puerta. Los murmullos en la sala se intensificaron, y mi cuerpo se volvió rígido en cuanto escuché su voz.
―Buenas noches, lamento la demora― dijo, y ahí estaba él de nuevo, como una maldita plaga que aparecía por todas partes. Cuando levanté la mirada, deseé nunca haberlo hecho. Se veía más dominante e imponente que esta mañana, y a su lado, del brazo, colgaba una mujer que parecía la representación de la perfección en la tierra―. Ella es Natalie Wellington, mi prometida― anunció Jonathan, con una cortesía que me heló la sangre.
En ese instante, dejé de respirar.
La sala se llenó de murmullos, sonrisas y felicitaciones, pero todo lo que podía escuchar era el latido acelerado de mi corazón, que retumbaba en mis oídos.
La situación se tornó surrealista.
Allí estaba él, el hombre que había intentado olvidar, con una nueva vida y una increíblemente hermosa mujer a su lado, recordándome de nuevo que mientras yo, había pasado demasiado tiempo llorando por él, su vida había continuado perfecta y feliz como si yo nunca hubiera existido en realidad.
Y lo odie un poco más.