Jonathan
El fin de semana había sido una completa mierda.
Desde que vi esa foto de mi hermano con Eliza, no pude sacarla de mi cabeza, no importaba cuánto ejercicio hiciera, cuántas horas pasara en reuniones o qué intentara para distraerme; su imagen seguía ahí, fija en mi mente. Había algo en esa foto, en la forma en que lo miraba, que me revolvía por dentro de una manera que no podía controlar.
El único alivio que tenía era que Natalie había regresado a Nueva York por unas semanas, dándome un respiro de esa tortuosa fiesta de compromiso que solo hacía crecer una duda constante y punzante. Aquello, todo el compromiso, toda la maldita actuación, había sido un error desde el principio y había pasado horas pensando en cómo podría terminarlo sin que todo se desmoronara, pero no encontraba la manera.
Sabía que cuanto más lo pospusiera, peor sería.
Eliot podía vivir su vida como quisiera, libre de las cadenas familiares, libre para tomar sus propias decisiones sin tener que rendir cuentas a nadie. Yo, en cambio, no tenía esa suerte, no cuando las órdenes de mi padre habían sido claras y precisas, como una sentencia de la que no podía escapar.
El compromiso con Natalie no era una elección; era una alianza cuidadosamente planeada entre nuestras familias, un pacto que servía a los intereses de todos… menos a los míos.
Había sido lo bastante ingenuo para creer que podía llevar a cabo ese compromiso sin cuestionarlo, cumplir con el papel que me asignaron y nada más. Pensé que era capaz de enterrar mis sentimientos, de reprimir ese anhelo latente que había intentado ignorar durante tanto tiempo y me convencí de que podía cumplir con mi deber, asumir la responsabilidad y seguir adelante.
Pero todo cambió en el instante en que volví y la vi.
En el momento en que Eliza reapareció en mi vida, todo aquello que creía seguro se desmoronó. Cada certeza, cada plan cuidadosamente trazado, se volvió un nudo imposible de desatar, porque, a pesar de todos los años, de toda la distancia que había intentado imponer entre nosotros, una sola mirada suya fue suficiente para encender todo lo que pensé que había dejado atrás.
Las puertas del ascensor se abrieron en mi piso y, sin detenerme, caminé directo a mi oficina. Mi primer impulso fue llamar a Eliza por cualquier excusa estúpida, solo para escuchar su voz, para tener algún pretexto que me permitiera verla, aunque fuera un segundo, quería ver cómo estaba, quería ver su nuevo look, sentir, aunque fuera por un instante esa conexión que había evitado por tanto tiempo.
Joder, solo quería verla.
Pero me contuve, sabía que yo era la última persona a la que ella esperaba ver en este momento. Su frase aún me perseguía como una sentencia: "Vuelve a hacerme invisible, lo has hecho bien los últimos cinco años", esa línea resonaba en mi mente una y otra vez, incluso en mis sueños.
No podía evitar pensar en todo lo que había hecho mal, no podía evitar lamentar todas las veces que elegí alejarme, creyendo que era lo mejor para ella.
¿Cómo podría explicarle que, para mí, ella nunca fue invisible? Ni en aquellos días en los que fingí no verla, cuando hacía todo lo posible por ignorar todo eso que me abrumaba, cuando me repetía que tenía que protegerla de mí y de los sentimientos que estaban quemándome la cabeza, por lo mal que me sentía por mirarla y desearla como lo hacía, sabiendo lo jodido que eso estaba.
Pero en ese desesperado intento por mantenerla a salvo, por apartarla de mi propio caos, cometí el peor error de mi vida. Pensé que distanciándome le daba la oportunidad de ser feliz, de encontrar a alguien de su edad, que pudiera brindarle lo que yo no podía, quise convencerme de que lo nuestro, era imposible, que, si me apartaba, ella podría ser libre, vivir una vida sin las complicaciones que yo inevitablemente traería.
Pensé que era la mejor opción… pero no entendí cuánto me estaba destrozando al hacerlo, no sabía que cada día sin ella se volvería una herida más profunda, que la soledad de pretender que no me importaba me consumiría de un modo que no había imaginado. Verla ser feliz sin mí era la idea a la que me aferraba al alejarme, pero ahora comprendía que no existía nada más devastador que fingir indiferencia hacia alguien que se convertido en lo que necesitaba para respirar bien.
Con un suspiro pesado, me senté en el borde de mi escritorio, mirando la ciudad desde el ventanal de mi oficina, mis manos se cerraron en puños mientras el deseo de verla se mezclaba con el arrepentimiento. Sabía que, si seguía en este camino, si no hacía algo ahora, probablemente la perdería para siempre, pero no estaba seguro de tener el valor para enfrentar todo lo que significaría darle una razón a Eliza para quedarse, para creer en mí nuevamente después de todo lo que le hice pasar.
Sin embargo, la necesidad de hacer algo era más fuerte que el miedo.
El día había pasado más rápido de lo que esperaba, dejándome un cansancio aplastante. Apagué todo en la oficina y, al salir, me encontré con el silencio de un edificio ya vacío, bajé al estacionamiento, me subí al auto y, después de abrocharme el cinturón, tomé la avenida principal rumbo a casa.
El tráfico estaba fluido, y por un momento me sentí en paz… hasta que vi un auto que pasó junto a mí con la música alta, y mi corazón dio un vuelco.
Era Eliza.
La reconocí en un instante, la forma en que movía la cabeza al ritmo de la música, completamente absorta en su propio mundo. Pero el momento se volvió una pesadilla en cuestión de segundos, antes de que pudiera reaccionar, al llegar al cruce del semáforo, otro auto apareció de la nada y la embistió de lleno, el sonido del impacto estremeciéndome hasta el alma.
Mi respiración se cortó y un terror gélido me paralizó, mientras mi mente intentaba asimilar lo que acababa de ocurrir.
No lo pensé dos veces. Salí del auto y corrí hacia ella, sintiendo cómo el pánico latía en cada uno de mis pasos, al llegar, vi que el cinturón la había sostenido, pero el golpe en su cabeza había dejado una fina línea de sangre en su frente. Su mirada estaba perdida, vacía, completamente en shock.
Golpeé suavemente el vidrio de su ventana, tratando de no asustarla.
―Eliza, ábreme, por favor― susurré, intentando mantener la calma, aunque por dentro estaba hecho un desastre. Cuando sus ojos, llenos de miedo, se encontraron con los míos, sentí que algo en mi pecho se rompía.
Ella negó con la cabeza al principio, incapaz de reaccionar, pero finalmente logró abrir la puerta, Me acerqué y tomé su rostro entre mis manos, limpiando con el pulgar las lágrimas que habían empezado a deslizarse por sus mejillas.
―Estoy aquí, Eliza… tranquila. Necesito desabrocharte el cinturón y que me dejes sacarte del auto, ¿de acuerdo? ― mi voz salió suave, tratando de darle la calma que yo mismo necesitaba.
Ella asintió lentamente, sin decir una palabra.
Desabroché el cinturón y la ayudé a salir con cuidado, sosteniéndola cerca, como si el solo hecho de alejarme pudiera romperla en mil pedazos. Sentía la tensión en sus músculos, la frialdad de sus manos, y la mantuve muy cerca, susurrándole palabras de consuelo.
Cuando las sirenas de la policía se hicieron presentes, un alivio momentáneo me recorrió, aunque el miedo seguía atenazándome por dentro.
El auto que la había chocado se había dado a la fuga, y mi impotencia se mezclaba con la rabia de no haber podido hacer nada. En ese momento, mientras la policía se acercaba, la atraje hacia mí, sosteniéndola con firmeza, como si abrazarla pudiera borrar el impacto de esos segundos aterradores y sentir ese aroma tan suyo, me permitió respirar de nuevo en lo que se sintió una eternidad. Ella temblaba entre mis brazos, y yo, sin decir una palabra, la aferré con fuerza, sintiendo el peso de la necesidad de protegerla, de no soltarla jamás.
Después de hablar con la policía, les di todos los detalles que pude, explicando lo que había visto, ya que Eliza seguía demasiado conmocionada para responder, la mantuve cerca todo el tiempo, sin soltar su mano, asegurándome de que no estuviera sola mientras el susto poco a poco iba dando paso al agotamiento. Cuando finalmente nos dejaron ir, la ayudé a subir a mi auto con cuidado, asegurándome de que estuviera cómoda.
Apenas puse en marcha el motor, me ocupé de llamar a mi mecánico de confianza, pidiéndole que fuera por el auto de Eliza y lo revisara completamente, quería asegurarme de que su coche estuviera en perfectas condiciones cuando ella decidiera volver a usarlo.
Eliza, sin embargo, permaneció en silencio durante todo el trayecto, mirando por la ventana con una expresión perdida, la dejé en paz, dándole el espacio que necesitaba, aunque cada segundo de ese silencio me pesaba, incluso en el cuerpo. Finalmente, cuando ya estábamos cerca de la clínica, escuché su voz, tan suave que casi fue un susurro.
―Jonathan…― me giré para verla, el tono de su voz era un susurro quebrado.
―Aquí estoy, cariño― respondí de inmediato, tratando de darle toda la seguridad que necesitaba en ese momento.
Ella tomó aire, y sus ojos buscaron los míos con un deje de vulnerabilidad que me atravesó.
―Llévame a casa, por favor.
Sentí un conflicto inmediato. Quería cumplir con su deseo, pero también sabía que necesitaba atención médica, aunque fuera una simple revisión para asegurarnos de que estaba bien después del choque.
―Vamos a ir a la clínica, Eliza― le dije con calma―. Si prefieres, también podemos ver a Lewis. Él puede revisarte en su consultorio, en privado― agregué, consciente de que la cercanía con alguien de confianza tal vez la ayudaría.
Después de un momento de vacilación, ella asintió.
―Sí… prefiero que Lewis me revise― murmuró, y en un acto impulsivo, casi automático, mi mano buscó la suya, sin pensarlo.
El miedo al rechazo me golpeó en cuanto nuestros dedos se rozaron, temiendo que apartara la mano. Sin embargo, para mi sorpresa y alivio, ella no se alejó, al contrario, dejó que mis dedos se entrelazaran con los suyos. Era un gesto pequeño, pero en ese instante, sentí como si el peso de todo lo ocurrido se aliviara solo un poco.
El silencio entre nosotros se volvió menos tenso, más llevadero, mientras me concentraba en la carretera, sin soltar su mano.
Apenas llegamos a la clínica, la recepcionista tomó rápidamente los datos de Eliza. No habían pasado ni dos minutos cuando Lewis apareció, caminando a paso firme hacia nosotros, podía ver la preocupación en su rostro, que solo se intensificó al ver a su hermana, aún algo aturdida y con el pequeño corte en la frente.
― ¿Qué sucedió? ― preguntó con seriedad, y en ese instante extendió los brazos para rodear a Eliza, apartándola ligeramente de mi lado.
―Un auto la chocó― expliqué, sintiendo una punzada de vacío cuando ella se alejó de mi lado. La había tenido cerca durante todo el trayecto, y ahora, la sensación de su ausencia me pesaba más de lo que hubiera imaginado―. Tiene un pequeño corte en la frente, pero debería hacerse algunos estudios para descartar cualquier daño.
Lewis asintió, visiblemente preocupado, se acercó más a su hermana y le tomó el rostro entre las manos con una suavidad que solo alguien tan cercano podía brindarle.
―Te llevaré a mi consultorio, lizi. Te haré los estudios necesarios y te aseguro que todo estará bien, ¿sí? ― dijo, mirándola con calma. Eliza asintió, respirando un poco más tranquila―. Luego, iremos por tu helado favorito.
Mientras Lewis la guiaba hacia el pasillo, Eliza giró un momento hacia mí, y nuestros ojos se encontraron, me sorprendió ver el agradecimiento en su mirada, y no pude evitar sentir un leve consuelo ante su reconocimiento, aunque fuera silencioso.
―Gracias, hermano― murmuró Lewis, rompiendo ese momento, y me dio una palmada en el hombro―. Yo me encargo desde aquí, Jonathan. Te llamo luego, ¿vale? Aún tenemos pendientes esos tragos.
Me quedé parado en el mismo lugar, observando cómo Eliza desaparecía junto a su hermano por el pasillo, sintiéndome extrañamente vacío, como si una parte de mí se fuera con ella.
Había pasado media hora, y sabía que lo lógico hubiera sido irme.
Cualquier otra persona habría entendido que su papel había terminado en el momento en que Eliza quedó bajo el cuidado de su hermano, sin embargo, algo dentro de mí se negaba a dar ese paso. Sentía una necesidad intensa y casi irracional de quedarme, de asegurarme de que estaba bien, de verla una vez más antes de irme.
Cada minuto que pasaba, mis pensamientos volvían al impacto, a su expresión de sorpresa y terror, a la pequeña herida en su frente. La idea de que estuviera lastimada, aunque fuera en lo mínimo, me inquietaba profundamente, sabía que Lewis haría todo lo posible para cuidarla, pero nada de eso aliviaba el peso en mi pecho. Por más que intentara convencerme de que estaba exagerando, de que ella estaría bien, me era imposible despegarme de esa silla en la sala de espera.
Un suspiro pesado escapó de mis labios mientras miraba el reloj, me sentía atrapado en una especie de limbo, en el que cada segundo se alargaba más de la cuenta. Sabía que, si me iba, probablemente pasaría la noche en vela, imaginando todo tipo de escenarios, con la incertidumbre clavada en mí como una espina.
La única manera de encontrar paz era verla salir por esa puerta, caminando, para poder convencerme de que estaba realmente bien.
Así que ahí seguía, esperando, con el corazón en un puño, como si ver a Eliza una vez más fuera la única manera de calmar la tormenta de emociones que llevaba por dentro.