Capitulo 11

2444 Words
Jonathan Dejo caer la última carpeta de documentos sobre la mesa y me quito los anteojos, masajeándome el puente de la nariz. Mis ojos arden de tanto forzarlos y la mente me pesa por las horas que he pasado aquí, enterrado en papeles y sumergido en un mar de trabajo que parece no tener fin. Han sido cinco horas seguidas, dedicadas a cualquier cosa que pueda mantener mi cabeza ocupada y mis pensamientos lejos de ella. Cierro los ojos, buscando unos segundos de descanso, pero al instante, la veo. Esa mirada azul claro, esa intensidad que me esfuerzo por mantener lejos de mi mente, invade mis pensamientos como un huracán que se niega a disiparse. Es imposible. Ella siempre vuelve, irrumpiendo con la misma fuerza implacable desde hace cinco días, desde que la vi por primera vez en años, reviviendo un recuerdo que creía enterrado. Eliza. Inhalo profundamente y suelto el aire despacio, pero la sensación de vacío y frustración no se va. ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ella? Me esfuerzo, y aún así… su imagen está ahí, encendida en mi memoria, como una llama que nunca se apaga. Durante los últimos cinco años he intentado vivir como si ella fuera solo un fantasma del pasado, un error que quedaba en otra vida. Sin embargo, aquí estoy, y esos ojos vuelven a atormentarme cada vez que cierro los míos. Me levanto de la silla, incapaz de seguir en el mismo sitio. El cansancio no es nada comparado con la tensión que me consume, esa mezcla de arrepentimiento y deseo que he intentado apagar sin éxito. Me acerco al bar y tomo la botella de whisky, la noche anterior ya había hecho un esfuerzo por evitar beber, diciéndome que esta vez sería diferente, que encontraría una forma de sacar sus recuerdos de mi mente. Pero aquí estoy, sirviéndome un vaso a las once de la mañana, sin la menor intención de luchar contra ello. La botella se vacía un poco más y, en el silencio, el sonido del licor llenando el cristal parece resonar en toda la habitación, intensificando la quietud que me rodea. Mientras bebo un sorbo, la pregunta que llevo cinco días intentando reprimir aparece de nuevo, ¿Fue un error volver? Sabía que Londres me traería recuerdos, pero, pensé que podría enfrentarme a ellos. Que el tiempo habría hecho lo suyo. Me engañé a mí mismo creyendo que lo tenía bajo control, que era más fuerte que cualquier eco del pasado, pero ahora… todo parece estar colapsando. Sus ojos, su risa, el recuerdo de aquella última noche juntos, lo que creí olvidado, todo vuelve con más fuerza. El whisky quema al bajar, pero no lo suficiente para apagar lo que siento. Quizá no era Londres, quizá nunca fueron las circunstancias, quizá ella siempre ha estado ahí, como una espina que no se deja arrancar. O tal vez, admito para mí mismo, volver a verla fue lo peor que pude haber hecho, porque ahora que la tengo otra vez tan cerca, me doy cuenta de que nunca se fue realmente. Mi obsesión por olvidarla solo ha hecho que cada recuerdo sea más vívido, más real, como si formara parte de mi presente. El vaso en mi mano está casi vacío. Me sirvo un poco más, sin preocuparme por la hora ni por las consecuencias. Necesito calmar la tormenta en mi cabeza, el torbellino de pensamientos que se niegan a desaparecer, me acerco a la ventana, observando la ciudad bajo la luz tenue de una mañana gris. Todo se ve igual de opaco y vacío, un reflejo de cómo me siento. Porque, por más que lo intente, Eliza está aquí, presente en cada rincón de esta vida que he construido para evitar su ausencia. Y cada día que pasa me doy cuenta de que, después de todo, quizá no quiero olvidarla. O definitivamente, me he vuelto loco. Eliza sigue siendo tan imposible de olvidar como lo fue hace cinco años, aunque ahora parece aún más inalcanzable. La situación ha cambiado, yo he cambiado, o al menos me digo que debería haber cambiado, porque ahora tengo un compromiso, un anillo que se supone representa lealtad y estabilidad, dos cosas que he perdido de vista desde que volví y la encontré de nuevo. ¿Qué se supone que significa todo esto? Joder… Eliza. Su nombre resuena en mi mente como un eco, incansable, siempre regresando a mí, siempre ella. He tratado de olvidar esa última vez que la vi, pero la imagen de sus ojos se cuela en mi cabeza una vez más, con la misma intensidad de siempre, llena de tristeza y dolor. He pasado cinco años sintiéndome como un maldito hijo de puta por haberla lastimado, por haberme ido sin siquiera darle una explicación. Pero, ¿qué explicación podría darle cuando ni siquiera yo entendía el lío de emociones en el que me encontraba? Me sentía como un enfermo, un hombre atrapado en una contradicción imposible. Dios, ella tenía dieciocho y yo, veintiséis y la deseaba tanto, y la deseaba desde hacía mucho tiempo antes de aquella noche. Cada mirada, cada roce accidental era como avivar una llama que sabía que debía apagar. Eliza estaba prohibida. Era la hermanita menor de mi mejor amigo, prácticamente mi hermano, y el solo hecho de imaginarla de esa forma me hacía sentir que traicionaba su confianza en formas que me dolían. Pero, aun así, había algo en ella, algo tan vivo y magnético, que me hacía perder la razón. No podía evitarlo. Esa noche, cuando la vi en la piscina, me di cuenta de que todo lo que había estado conteniendo se rompió, fue como si, de un momento a otro, el peso de la represión se desplomara, y en lo único que pude pensar fue en tenerla cerca, en hacerla mía, aunque sabía que aquello solo traería consecuencias desastrosas. Me mantuve alejado por días, hasta que el peso en mi cuerpo fue demasiado. Recuerdo cada segundo de esa noche. El calor de su piel, el brillo en sus ojos cuando me miró sin reservas, la sensación de sus manos en mi cuerpo, la forma en que el suyo encajaba perfectamente con el mío, como si hubiera sido hecha para mí, y por un instante, todo el mundo dejó de existir, y solo quedamos ella y yo, con todas las palabras que jamás dijimos flotando en el aire. Y entonces, en el momento de mayor vulnerabilidad, sentí el peso de la culpa aplastarme. Todo el deseo, el anhelo, se transformó en una necesidad de alejarla, de protegerla de la tormenta que yo mismo había creado. Alguien se dio cuenta. Esa maldita chica, siempre entrometida, captó en una fracción de segundo lo que ni siquiera yo podía ocultar, el deseo en mis ojos, el conflicto en mi interior. Supe, en ese instante, que la única forma de proteger a Eliza, de protegerme a mí mismo, era poner distancia. Y así lo hice, aunque la única manera de lograrlo fue hiriéndola. Tuve que decir cosas que jamás había querido pronunciar, palabras que sé que llegaron a ella con toda la crueldad que ni siquiera merecía. La llamé "la hermanita de mi mejor amigo y una niña mimada”. Lo vi en su mirada, entendió cada palabra, cada rechazo, cada mentira que envolví en esa frase. Lo entendió, y la rompí, pero yo me rompí aún más. Porque al verla encerrarse en su habitación, quise seguirla, incluso, me acerqué a su puerta, levanté la mano para tocar, y sentí el dolor en mi pecho mientras pensaba en las disculpas que quería darle, las explicaciones que debía haber dicho. Y, sin embargo, me fui. Tomé la salida más fácil, la más cobarde, porque sabía que ella y yo nunca podríamos ser. Había límites, había promesas no dichas y una lealtad que creía estar protegiendo, pero ahora, después de tantos años, me doy cuenta de que me engañé a mí mismo. Ella siempre ha sido parte de mi vida, en mi mente y en mi corazón, sin importar cuánto me esforzara en negarlo. Me fui aquella noche, cerré esa puerta y dejé a Eliza atrás, pero ahora veo que nunca la dejé del todo. Y mientras sostengo mi vaso de whisky, veo mi reflejo en la ventana y no reconozco al hombre que soy ahora, un hombre atrapado en su propio engaño, condenado a vivir con el recuerdo de lo que pudo ser. Mi teléfono vibra sobre el escritorio y, sin ganas, lo tomo para ver de qué se trata. Es un mensaje de mi hermano. Eliot [12:01]: Hermanito… ¿Cómo has estado? No te vi anoche en la gala. ¿Acaso fuiste? Resoplo antes de contestar. La verdad es que ni me molesté en ir, la sola idea de ver a toda esa gente sonriendo falsamente me resultaba insoportable. Jonathan [12:03]: No, estaba cansado. Eliot [12:04]: Debe ser la edad, hermano, el cansancio y esas cosas. Papá quiere que vengas a cenar esta noche; dice que te manda mensajes y no le respondes. Aprieto los labios y siento una molestia familiar en la mandíbula. No responder debería ser respuesta suficiente, ¿no? Jonathan [12:06]: Tengo un compromiso, no puedo. Eliot [12:07]: Entonces respóndele y avísale, sabes que se pone intenso. Por cierto, tengo una sorpresa para ti. Adivina a quién me encontré el viernes. Veo cómo la descarga de la foto adjunta llega enseguida, y en cuanto la imagen aparece, siento cómo el aire se estanca en mis pulmones. No es solo Eliot sonriendo en un restaurante cualquiera, lo que me deja sin aliento es la persona que está a su lado. Ahí está ella, Eliza, sentada junto a mi hermano, ambos riendo como si no existiera un peso en el mundo. Mi mente se queda en blanco mientras fijo la vista en ella, agrandando la imagen para poder observar cada detalle. ¿Cómo es posible que Eliza esté ahí, con pel, tan... cerca? Miro más detenidamente, ignorando la expresión entusiasta de Eliot, mientras él le pasa el brazo por los hombros. Pero mis ojos solo pueden verla a ella, esa sonrisa que no ha cambiado, aunque ahora, parece incluso más radiante. Su cabello está más corto, un estilo que nunca le había visto, con ligeros reflejos que destacan cada matiz de sus ojos, esos mismos ojos azul claro que, aunque están en una simple foto, parecen mirarme directamente. Mis manos se tensan alrededor del teléfono, y siento una presión en el pecho que no había sentido desde la última vez que la vi. Se ve tan jodidamente perfecta, tan feliz. Más hermosa de lo que recuerdo, incluso más enigmática. ¿Y yo? Estoy aquí, atrapado en mí despacho, desmoronándome mientras trato de convencerme de que hice lo correcto al mantener la distancia, al dejarla ir sin una explicación, sin darle siquiera una excusa decente. Todo lo que había intentado enterrar estos años, todo lo que había tratado de no sentir, vuelve a la superficie con una fuerza incontrolable. Apago el teléfono con un suspiro frustrado, dejando que caiga sobre el escritorio. Mis pensamientos están hechos un caos, y en lo único que puedo pensar es en ella. ¿Cuándo, cómo, se supone que voy a dejar de desearla? ¿Cuándo se va a ir de mi cabeza, de mi vida? Gimo en frustración y me paso una mano por el cabello, tratando de calmarme, pero es inútil. Ella siempre está ahí, aunque me esforzara por años en dejarla ir. Sin poder evitarlo, vuelvo a tomar el teléfono y reviso la imagen una vez más. En esta ocasión, en vez de solo sentirme abatido, siento algo mucho más intenso, celos. ¿Por qué ella? ¿Por qué él? Cada segundo que paso mirando la foto, siento cómo la rabia y la desesperación se apoderan de mí. Miro el reloj. Las 12:10. Solo han pasado tres minutos desde que vi esa imagen, y mi día entero ya ha cambiado. La idea de que mi hermano esté tan cerca de ella, tan despreocupado, tan feliz... eso me enciende más de lo que quisiera admitir. Porque él, sí puede tener algo que yo no, y eso me enloquece. No, Eliza no. Puede tener a cualquier mujer que quiera; diablos, hasta le ofrecería a mi prometida si eso lo hiciera feliz, pero a ella, a Eliza, jamás. Apago el teléfono de golpe, como si con ese simple gesto pudiera cortar también los pensamientos que me torturan, pero es inútil, la frustración sigue ahí, creciendo en mi pecho como una rabia que no puedo controlar. Dejo el despacho, cerrando la puerta con un golpe seco, y subo las escaleras hacia mi habitación casi sin pensar, empujado solo por la necesidad de canalizar esta ira que me quema desde adentro. Abro el armario y tomo la primera ropa deportiva que encuentro una camiseta negra, pantalones cómodos y mis zapatillas, no necesito más. Ahora mismo, la única forma de aplacar el incendio que siento es moverme, exigirle a mi cuerpo tanto que el dolor físico logre eclipsar lo que siento por dentro. Salgo de mi habitación sin mirar atrás y voy hacia el gimnasio privado que monte en uno de los enormes espacios de mi piso. Empiezo directo con las pesas, pasando de un ejercicio a otro, casi sin descanso, aumentando el peso hasta que siento cómo mis músculos empiezan a arder, pero no es suficiente. No lo será hasta que haya drenado cada maldito pensamiento sobre ella, sobre esa foto, sobre lo que pudo ser. Mientras empujo la barra, siento que la imagen de Eliza con Eliot me persigue, clavándose en mi mente una y otra vez, incansable, brutal. Esa sonrisa, esos ojos… ella se veía tan feliz, tan en paz, y yo aquí, peleando contra demonios que me queman el alma, que no me han dejado vivir tranquilo ni un solo día desde que la dejé ir. Las repeticiones se vuelven cada vez más rápidas y descontroladas, el sudor empapa mi camiseta, y el ardor en los brazos apenas me distrae. Aprieto los dientes, y una parte de mí sabe que esto no es solo por ella; es por la impotencia de verla feliz con alguien más, de saber que quizá ya me haya olvidado, que siguiera con su vida mientras yo no consigo apartarla de la mía. Me detengo solo cuando mis brazos tiemblan, incapaces de levantar una repetición más. Me apoyo en la pared, respirando entrecortadamente, y cierro los ojos, pero ni así logro borrar su imagen. Eliza sigue allí, en mi cabeza, en mi pecho, en cada latido, desde siempre. Desde hace mucho tiempo antes, que cinco años.
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