Capítulo 10

1114 Words
4 de febrero de 1920 Janet -Hoy son tulipanes. -¿Disculpe? Janet miró a Clara. -¿Hoy no hay carta? Rigurosamente, Clara le tendió la carta que acompañaba al ramo. Janet lo tomó y luego entregó el ramo para que lo dejaran en algún jarrón antes de poder leer la carta. El día anterior, independientemente de los hechos, no había recibido una. Realmente no le importaba no haberla recibido, pero no negaría la curiosidad que le daba saber lo que aquel pelirrojo habría escrito. Su ceño se frunció. -¿Por qué diantres está la primera línea borrada? Clara se acercó a ella y se inclinó cerca. A Janet no le importó y levantó más la carta para que la luz se reflejara en ella. -¿Tú consigues leer algo? Clara suspiró. -Me temo que no. Parece que el señor Hamilton la borró a conciencia y muy diligentemente. Eso la tuvo gruñendo. No entendía para qué le enviaba una carta que parecía no querer enviar. -Si no quería que yo la leyera, no debería de haberla enviado. Simplemente tenía que escribir otra nueva. -¿Quizá no le gusta gastar papel? -sugirió. -A ese idiota no le importa nada, dudo mucho que gastar papel lo haga -se quejó. No le dio más importancia a cualquiera de los motivos que pudiera tener Gideon, simplemente, se dejó caer sobre el respaldo del sofá y leyó cada una de las palabras que había escrito. De alguna forma, que le recordara que las cosas el día anterior no habían sucedido como lo previsto la tenía queriendo trepar las paredes. -No me lo puedo creer -vociferó-. ¡Quiere que vayamos a montar a caballo! Clara dejó escapar una risotada que no ocultó. -Parece que el señor Hamilton desconoce de su alergia a los caballos. -Definitivamente -concordó. Una idea vino a su cabeza. -Dame papel y un bolígrafo. Voy a escribirle una carta -decidió. Clara la miró con curiosidad. -¿No sería mejor llamarle? Lo resolvería más rápido. En efecto, sería más rápido. Se encogió de hombros. -Déjalo sufrir un poco. Con suerte la carta le llegará cuando lo tenga todo preparado. -Es usted malvada, señorita. 5 de febrero de 1920 -Señorita, el señor Hamilton se encuentra en la puerta preguntando por usted. Janet dejó caer el tenedor sobre el plato de huevos revueltos. Frente a ella, su madre alzó la vista con interés. -No sabía que te veías con uno de los hijos de la señora Hamilton. Su cuerpo se tensó, incómodo. Que ella supiera de la existencia de Gideon era algo que prefería evitar. -Sí, últimamente, coincidimos y hemos empezado a mantener una amistad -en realidad, ella no lo definiría exactamente como amistad. Los labios de su madre se curvaron con una sonrisa que expresaba su alegría y sus intenciones claramente. -¡Eso es fantástico! Los Hamilton son muy conocidos en Londres, estoy segura de que un matrimonio con él sería perfecto. Su mandíbula se apretó, no feliz con sus palabras. -Mamá, ya hemos pasado de esa época en la que las mujeres buscan matrimonios por interés y, en su lugar, los preferimos con amor de por medio. Su madre hizo un aspaviento con la mano. -¡Tonterías! Estoy segura de que el señor Hamilton estará más que encantado de tenerte como esposa. ¡Cualquier hombre sería afortunado de casarse contigo! Eres una mujer trabajadora y humilde. Ningún hombre en su sano juicio te dejaría escapar. Janet suspiró. Hablar con su madre era como pedirle al cielo de Londres que dejara de llover en su mayoría a lo largo del año. En su lugar, decidió levantarse. -Voy a hablar con Gi… con el señor Hamilton -se corrigió-. Terminaré el desayuno cuando regrese. -Pregúntale si quiere tomar algo. Su mandíbula se tensó. -Estoy segura de que ya habrá desayunado, mamá. No le dejó responder. Antes de que pudiera decir algo más salió corriendo hacia la entrada. Tal y como había mencionado la doncella, Gideon esperaba junto a la puerta. La visión de lo que encontró la tuvo tambaleándose. No era la primera vez que encontraba a Gideon con un ramo de flores, pero, por alguna razón, aquella mañana aquella imagen se quedó grabada a fuego en ella y la tuvo con el corazón saltando -incluso cuando en su rostro se encontraba una sonrisa tirante-. -Hola -se escuchó saludando. Él se giró, todavía embutido en su abrigo y le tendió el ramo de gladiolos rosas y amarillos. Ella los aceptó admirando la belleza de estos y le sonrió. -Gracias, son preciosos. -También hay una carta -gruñó. Su tono le borró la sonrisa. Ella suspiró, estaba segura del motivo por el que estaba así. El cartero había sido rápido en la entrega aquella mañana. -Leí tu carta. Ella tomó la carta de Gideon, pero no la abrió y le tendió el ramo a Clara, quien se había acercado a ambos en algún momento. -Lo he supuesto. -¿Alergia a los caballos? Se encogió de hombros. -Yo no decido las enfermedades que me tocaban padecer, Gideon. Tengo alergias, soy humana. Él resopló. -Podías haberme llamado por teléfono, no necesitabas escribir una carta que, seguramente, podría haber leído tarde. Tuvo el descaro de sonreírle. -Pero la has leído. -Por los pelos -resopló. -Siempre puedes ir con otra mujer, si todavía quieres ir -sugirió. En su interior, deseó que Gideon se negara. De alguna manera, aunque ella misma había sido quien había sugerido la idea, no le gustaba imaginar a otra mujer escuchando las malas bromas que hacía. -Sí, claro -ironizó-. Y, entonces, perdería la apuesta. Ese fue un duro recordatorio. Su cuerpo se tensó. -¿Qué propones, entonces? Sus ojos azules la miraron, decididos. Nuevamente, Janet sintió que su corazón daba tumbos. Se humedeció los labios, sintiendo la boca repentinamente seca. -No había pensado en ello, pero ahora que mi madre ha descubierto tu existencia, probablemente tendremos que cambiar nuestras “citas” -hizo una pausa-. A menos que quieras que mi madre venga como carabina con nosotros. Su mueca fue instantánea. -No, gracias. Prefiero que seamos solo nosotros. Ella le encogió de hombros. -Entonces, supongo que solo nos queda buscar otra forma. -Encontraré algo -concordó. Ella dejó escapar un suspiro. De repente, se sentía cansada. La carta en sus manos le recordó que debía de leerla, aunque bien podía pasar ya que Gideon ya se encontraba frente a ella. Rápidamente, una sonrisa se dibujó en su rostro. -Tengo la idea perfecta. Al instante, sospechó. -¿Qué estás tramando, Gideon? Lo vio reírse mientras una gran sonrisa iluminaba su rostro. -Espero que hayas terminado de desayunar, porque acabo de pensar en el plan perfecto.
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