Janet
1 de febrero de 1920
Su humor trinó.
Janet estaba que hervía por dentro con cada minuto que pasaba.
Gideon no se había contactado con ella desde aquel día y, aunque eso debería haberle hecho sentir más tranquila, no podía evitar sentir que había formado parte algún estúpido juego maquinado por él.
Otra vez.
Gideon Hamilton era un hombre que no se tomaba las cosas en serio. Conocido por sus aventuras vespertinas, el juego y las fiestas. Claramente era un hombre que no se tomaba nada en serio.
Eso debería de haberle servido como un indicativo de que no debía tomarse sus palabras al pie de la letra. No obstante, no había podido evitar caer ante ese pelirrojo de ojos azules que la miraba siempre con esa sonrisa arrogante. Por una vez, quiso ser ella la que le cerrara la boca.
-Ni siquiera sé cómo he caído en esto -murmuró en un quejido molesto.
La puerta sonó; un rato después una doncella entró al salón llevando un ramo de flores entre sus brazos. Ella lo miró, aturdida, mientras la mujer se acercaba hacia donde se encontraba.
-Esto es para usted, señorita.
Janet se acercó, confundida y observó con detenimiento el ramo de lavandas. Junto al ramo, la doncella sostenía una carta.
-¿Venía con el ramo? -preguntó tomando lo que la joven le ofrecía.
-Así es, señorita.
Janet las observó una última vez antes de buscar al remitente en la carta; desgraciadamente, este no estaba escrito por ningún lado.
Llena de curiosidad, caminó hacia el sofá e hizo a un lado el ramo. Luego, se dispuso a abrirlo; normalmente, habría utilizado un abrecartas, sin embargo, en cuanto vio el ramo, solo pudo preguntarse si el autor detrás de esto era Gideon.
No debería de sentirse emocionada.
Lo sabía y no dejaba de repetírselo en su cabeza. No obstante, algo dentro de ella se emocionaba al imaginar que había ido él. Al momento, lo detestó por hacerla sentir así. Debería de estar enfadada con él por gastarle aquel tipo de bromas absurdas, no feliz de recibir noticias suyas.
Leer las primeras líneas de aquella carta fue algo que se le tornó difícil. Ni siquiera había leído la mitad y ya sentía que le dolía la cabeza.
-Esto no puede ser posible…
-¿Señorita? -la voz de la doncella que todavía continuaba ahí, observándola, le aseguró de que había leído correctamente.
Debería de golpearlo con un canto en los dientes o, mejor aún, no dar noticias de ella hasta pasado el mes completo. Una lectura a las siguientes líneas le aseguraron que estaba condenada a participar en aquella condenada apuesta en la que ahora se encontraba con Gideon Hamilton.
-Llama a Clara y dile que suba a mi habitación. Voy a salir esta noche y tendré que arreglarme.
-¿Qué debería hacer con el ramo?
Su atención se desvió hacia el ramo que había abandonado a un lado sobre el sofá. La idea de que fuera un regalo de Gideon le producía escalofríos, pero tampoco quería simplemente tirarlo. Puede que las lavandas no fueran sus preferidas, pero al menos había tenido la intención.
Dejó escapar un suspiro agotado. Todavía no se había encontrado con él y ya se sentía cansada.
-Mételas en un jarrón con agua y ponlas en algún lugar de la casa. Estoy segura de que m madre les encontrará un buen lugar dónde ponerlas.
-¿Debería decirle a la señora que es un regalo?
Ni siquiera necesitó pensarlo.
-No -fue contundente-. Y si te pregunta, dile que yo las encargué.
-Por supuesto, señorita.
No fue hasta que la chica salió, que pudo relajarse. Podía hacerse una idea de lo que tramaba Gideon con las flores. Seguramente, sería parte de su plan para cortejarla. Comenzaría con unas flores, unas citas aquí y allá y se mostraría con sus mejores galas y su mejor conducta solo para satisfacerla.
Una sonrisa se dibujó en su rostro.
Sería divertido verlo perder en su propio juego.
****
Gideon
Janet llegaba tarde.
Trató de que aquello no se le notara en el rostro.
Se suponía que habían quedado para cenar, sin embargo, ella había decidido aplazarlo descaradamente, haciéndolo esperar. Por un momento, llegó a pensar que ella no vendría, sin embargo, se negaba a creer que existiera alguien que pudiera a resistirse a sus encantos.
Aunque, claro, si alguien pudiera hacerlo, y, quiere decir, en el hipotético caso de que esa persona existiera, probablemente, esa sería Janet.
Una mujer capaz de volver locos a los hombres, en más de un sentido, solo podría ser ella. La señorita Dawnson tenía un don especial para hacerlo enloquecer, aunque tampoco es que negara que le encantaba enojarla. Había algo retorcido y divertido en hacerlo. No obstante, aquello no era lo único que quería hacer en ese momento.
Habían hecho una apuesta y, si ella no llegaba, entonces todos sus planes se desmoronarían y, entonces, ya no existiría apuesta. Ni recompensa. Ni Janet.
Eso no podía permitirlo.
Esperaría un poco más y luego, si ella para entonces todavía no había aparecido, iría a buscarla. Conociéndola, seguramente trataba de hacerse la difícil. Bien, él también podía jugar a eso.
Haría que no fuera capaz de resistirse a él.
-Siento llegar tarde.
Gideon gimió, frustrado y se giró para verla.
-Al fin estás aquí, pensé que nunca llegarías… pero ¿qué diablos llevas puesto?
Trató de no mirar esa sonrisa arrogante que lo observaba acompañando a sus enormes ojos grises.
-¿Te gusta? He pensado en innovar un poco.
Su boca cayó abierta mientras la miraba. Sabía que Janet estaba llena de sorpresas. Se había preparado para cualquier cosa que aquella mujer pudiera haber preparado, pero nunca, habría esperado ver eso.
Una sonrisa se dibujó en su rostro.
-Eres increíble.
Janet pestañeó, evidentemente aturdida.
-¿Eso es todo lo que tienes que decir? -cuestionó-. ¿Sin gritos? ¿Exclamaciones de sorpresa o comentarios alarmantes sobre mi ropa?
Su sonrisa creció aun más, si eso era posible.
-Janet, me encantan las mujeres, pero, sobre todo, las que no tienen miedo de usar un par de pantalones.
Ella miró hacia abajo y arqueó una ceja de vuelta hacia él. Parecía confundida por su reacción.
-Yo… Eh… -se aclaró la garganta-. Es bueno saberlo.
Gideon soltó una carcajada.
-Esperabas que me escandalizara, ¿verdad?
Sus mejillas se sonrojaron, haciendo que se viera adorable. En momentos así, Gideon olvidaba lo irritante que a veces podía ser Janet cuando abría la boca.
-Un poco -admitió-. Esto no es algo que pase muy a menudo.
En eso debía de estar de acuerdo.
-Janet, no me importa lo que lleves, mientras eso te haga feliz. Si quieres llevar pantalones, hazlo. Y si te preocupa lo que digan, los demás pueden meterse su opinión por…
-¡Gideon! -exclamó, antes de rectificarse-. Señor Hamilton, por favor, contrólese.
Él volvió a reír.
-Has dicho mi nombre, ¡no puedes rectificar ahora! -bromeó-. Además, estás usando pantalones, ¿qué más da utilizar mi nombre?
Ella alzó la barbilla, con confianza. Sus ojos brillaron desafiantes.
-Acaba de decir que puedo usar lo que me haga feliz, pero resulta que decir su nombre no lo hace.
Dulces palabras las de la señorita…
-Dame tiempo, haré que cambies de opinión -prometió.
Janet pestañeó y pareció pensar en sus palabras antes de asentir lentamente.
-Buena suerte con eso.
Sus palabras alentaron a su corazón a latir con más fuerza. Janet suponía un reto en sí. Los dedos de sus manos se cerraron, anhelando tocarla. Era extraño. Nunca había sentido tantos deseos por tocar a una mujer, como lo sentía por ella. Aunque, claro, tampoco había deseado ahorcar a una hasta que la conoció. Janet a veces podía ser exasperante, pero también lo divertía. Una sonrisa cruzó sus labios mientras le ofrecía el ramo de lavandas que había traído como regalo.
Ella las aceptó y, oh, Dios, esa mirada. Miró el ramo como si fuera la cosa más hermosa que alguna vez había visto. Si tan solo pudiera poner sus labios sobre los suyos y…
Ese pensamiento lo asustó.
No. Se suponía que sus intenciones hacia aquella mujer eran puramente carnales. Nada de flores, poemas y canciones llenas de amor. Janet iba a caer por él y él la iba a hacer caer sobre su cama.
Punto.