¿Corazón o cabeza? (3era.Parte)

2198 Words
Tres días después Rabat, Marruecos Hospital Mehmet Mi padre siempre me veía como un enigma sin resolver, un joven atrapado entre dos mundos, dos versiones de mí mismo que no podían coexistir. Desde su perspectiva, esa dualidad era una fuente constante de conflicto, y él culpaba a la libertad que me concedió de conocer tanto Oriente como Occidente. Sin embargo, en su momento, sus intenciones eran claras: quería que yo adquiriera una perspectiva más amplia sobre los negocios, que aprendiera de ambos mundos para algún día asumir las riendas de la empresa familiar. No se percató de que, en el proceso, también me estaba dando la llave para explorar mi propia identidad, fuera de las expectativas y las tradiciones. A medida que crecía, me veía a mí mismo desafiando esas mismas expectativas. Aunque no fui el "mujeriego empedernido" que mi padre temía, es cierto que tuve mis aventuras, discretas y sin mayor relevancia, pero suficientes para alimentar los rumores. Cada encuentro, cada relación pasajera, era un pequeño acto de rebelión, una afirmación de que podía controlar al menos una parte de mi vida, aunque sabía que las manecillas del reloj avanzaban con una precisión cruel, recordándome constantemente que mi destino ya estaba escrito, porque la presión de continuar con el legado de la familia y de asegurar la línea de sucesión no me dejaba descansar. Y así, la idea de casarme con la hija de Ali Yavuz, el viejo amigo de mi padre, se convirtió en una sombra que siempre estaba presente. Desde que éramos niños, ese matrimonio estaba predestinado, un pacto entre dos familias que se cerró antes de que yo siquiera pudiera entender su significado. Y mientras esa boda se acercaba cada vez más, no podía evitar preguntarme si estaría haciendo lo correcto, si podría enamorarme de esa mujer que apenas recordaba. Para mí, ella era poco más que una imagen borrosa en la memoria, una sombra de la infancia. Estaba caminando a ciegas, confiando en los instintos de mis padres para elegir mi esposa, y la presión aumentaba aún más al saber que mi padre estaba enfermo. Su última voluntad recaía sobre mis hombros, y eso me empujó a aceptar un matrimonio que, en el fondo, nunca deseé. A pesar de todo, me casé. Pero ahora, lo único que quisiera es saber más sobre la mujer con quien comparto mi vida. Y eso es imposible. No recuerdo nada, ni siquiera cómo llegué a este hospital. Me desperté desorientado, con la mente en blanco, intentando entender por qué estaba en esa cama, con un dolor tan intenso que parecía haber sido aplastado por miles de elefantes. Mi cabeza latía, como si se partiera en mil pedazos. Delante de mí, un doctor revisaba mis signos vitales, pidiéndome que siguiera sus instrucciones mientras me explicaba lo sucedido: un accidente en mi auto. Su voz se mezclaba con mis pensamientos mientras hablaba de las cirugías a las que me sometieron y de mi estado actual. Fue entonces cuando lo dijo: amnesia retrógrada. Incapacidad de recordar el pasado. Todo cobraba sentido de repente. No recuerdo haberme casado, ni siquiera el rostro de mi esposa. Solo sé su nombre: Fatma. Y lo más extraño es que aún no la he visto, pero mi madre asegura que ha estado pendiente de mi estado de salud, que cada noche, mientras duermo, ella está a mi lado cuidándome. No obstante, no puedo evitar llenarme de dudas: ¿Me odia Fatma? ¿Me detesta tanto que no quiere verme? ¿Tenemos un matrimonio de apariencias, donde cada uno sigue su vida sin importarle la del otro? ¿O quizás no quiere hacerse cargo de un enfermo? ¿La lastimé sin darme cuenta y la perdí por mi propia idiotez? Tal vez ninguna de esas hipótesis sea correcta, pero cada una me consume lentamente. Sin embargo, me urge verla, recordar lo que fue nuestro matrimonio, lo que fuimos juntos. No quiero seguir viviendo en este vacío, porque siento que ella es la clave para recuperar mi pasado. En fin, miro a mi madre, su rostro afable y animado, pero es compresible. Debe haber sido un calvario para ella estos días, sin saber si volvería a ser el mismo Mehmet. El doctor dice que he evolucionado bien, pero mi memoria sigue siendo un misterio, como si estuviera de vacaciones indefinidas no queriendo volver a su trabajo. De repente, su voz interrumpe mis pensamientos, mientras ella se acomoda en una de las sillas cerca de mi cama. –Hijo, como sé que detestas los hospitales, hablé con el doctor y te dará el alta, siempre que sigas todas sus instrucciones te quedarás en casa o el lugar donde quieras guardar reposo. Podría ser la propiedad que tenemos en la costa. También me adelante y ya contraté un enfermero personal para que cuide de ti, y por la empresa no te preocupes; Hakim se ofreció a ayudarnos– comenta con su voz amable, pero yo frunzo el ceño, desconcertado. ¿De quién habla? ¿Hakim? ¿Es un asistente, un socio? La incertidumbre me golpea. ¿Habré perdido la empresa? ¿Tendré a un extraño dándome órdenes o, peor aún, auditando cada movimiento que hago? Mi padre se debe estar revolcando en su tumba si he perdido nuestra fortuna y yo mismo lo haría, ¿Será por eso que tuve el accidente? ¿Quería matarme? –No es lo que piensas, Mehmet– corrige mi madre, como si pudiera leer mis pensamientos. Pero mi cara de desconcierto lo dice todo. –Hakim es el hermano de Fatma, tu cuñado. Tiene mucha experiencia en los negocios y confío plenamente en él– aclara con una voz cargada de urgencia. Respiro aliviado. –Mejor que sea alguien de la familia quien nos ayude en la empresa– digo, aunque mi voz revela la inquietud que no puedo ocultar. Aclaro la garganta, como si así pudiera despejar la nube de preguntas que se agolpan en mi mente. –Ya que mencionas a mi familia, ¿dónde está Fatma? ¿Por qué no ha venido a verme? ¿Qué me ocultas? –insisto, con el rostro tenso, observando cómo mi madre esquiva mi mirada, lo que solo incrementa mis sospechas. –Mehmet, no te oculto nada– responde mi madre con rapidez, casi tropezando con las palabras, como si el mismo acto de pronunciarlo fuera una carga que quisiera sacudirse de encima lo antes posible. – Fatma ha tenido que ajustar su vida por tu accidente. Ha pospuesto compromisos de trabajo y, como cualquiera, también necesita descansar. La pobrecita ha pasado días enteros en el hospital, preocupada por ti, esperando cualquier señal de mejoría. Es todo... –su voz se desvanece, dejando un eco de incertidumbre que se instala en la habitación como una sombra, mientras yo, atrapado en la sensación de que algo más se oculta detrás de sus palabras, apenas puedo procesarlas. Sin embargo, antes de que pueda volver a presionar el tema, la puerta se abre con un suave chasquido, revelando la figura de una mujer joven que hace que mi respiración se detenga por un instante. Ella es... deslumbrante. De unos 28 años, con una belleza que me deja perplejo. Su cabello castaño oscuro cae en ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando un rostro de piel clara y rasgos delicados. Sus ojos marrones, tan expresivos que parece que podrían hablar por sí solos, me atrapan en un hechizo silencioso. Los labios color carmín, perfectamente delineados, me llaman con una invitación tácita, y la sonrisa que se dibuja en su rostro, aunque forzada, emana una serenidad que confunde mis sentidos. Es esbelta, quizás de unos 1,70 cm de altura, y viste de manera casual, con una blusa negra y un pantalón oscuro que resaltan su figura elegante. Por lo que me dice mi intuición, esta mujer es Fatma... mi esposa. –Buenos días. Nuestro paciente está despierto. ¡Bien! –espeta la mujer, con una sonrisa tensa que no llega a sus ojos, mientras me observa detenidamente, como si buscara algo en mi expresión, algo que no logra descifrar. –Hija, llegaste en el momento perfecto. Mehmet estaba preguntando por ti– interviene mi madre, levantándose con un suspiro de alivio mal disimulado. Se saludan con un par de besos en las mejillas, un gesto tan mecánico como si se tratara de un ritual obligatorio. Fatma me sigue mirando de reojo, quizás buscando en mí algún rastro de reconocimiento, alguna chispa que desmienta el diagnóstico del doctor y demuestre que no he perdido la memoria. Fatma da unos pasos hacia mí, sus movimientos deliberados, casi calculados, y me ofrece una sonrisa cortés que, a pesar de su intento de amabilidad, me sabe a amargura. Me siento como un desconocido frente a mi propia esposa, alguien que, por lo que parece, no evoca en ella más que una formalidad incómoda. Me esperaba un cálido beso, un abrazo reconfortante, pero en lugar de eso, me encuentro con una barrera invisible que no logro comprender. –Hola, Mehmet. Soy Fatma, tu... esposa– pronuncia finalmente, con una ligera vacilación en su voz que no se me escapa. Lo que más me desconcierta es cuando estira su mano hacia mí, como si fuera una simple conocida, un gesto frío y distante que me provoca una punzada de dolor. Frunzo el ceño, tratando de disimular mi herida. –Hola, Fatma– respondo, tomando su mano con suavidad, pero no puedo ignorar la frialdad en su gesto. –No estamos en una junta de negocios para ser tan formales. Tampoco necesitas tratarme como si fuéramos dos extraños. Estamos casados, felizmente casados, ¿verdad? –añado, intentando sonreír para aliviar la tensión entre nosotros. Sus ojos se abren un poco más, sorprendidos, y hay algo en su mirada que no consigo identificar, pero antes de que pueda responder, mi madre, con una inquietud apenas disimulada, interviene con rapidez. –Chicos, los dejo solos para que charlen. Voy a hablar con el doctor, permiso– indica, su tono nervioso rompiendo el silencio incómodo. Asiento, observando cómo sale de la habitación, dejándome solo con mi esposa. Fatma me suelta la mano con una suavidad y se sienta en la silla junto a mi cama. Sus ojos se encuentran con los míos, y aunque intenta mantener una fachada de serenidad, veo en ellos una mezcla de resistencia y... ¿amor? Si, un amor que lucha por no dejarse ver, como si intentara ocultarlo deliberadamente por alguna extraña razón que no entiendo. –Mehmet, sé que esto es difícil para ti– comienza Fatma, su voz calmada, pero no puede ocultar la tensión que la acompaña. –El accidente ha cambiado muchas cosas, y sé que recuperar tus recuerdos llevará tiempo. Debes tener un millón de preguntas, sintiéndote extraño y perdido. Pero debes ir a tu propio ritmo, sin forzarte, porque a pesar de las cirugías y el trauma de perder la memoria, estás vivo, y eso es un milagro– comenta, sus palabras envueltas en una amabilidad que me hace torcer la boca. –¿Extraño? –repito, intentando mantener mi frustración bajo control. –Fatma, no recuerdo nada de nuestra vida juntos, y lo único que me dicen es que te preocupas por mí. Pero tu actitud... no sé, esperaba algo más– confieso, notando cómo mi voz tiembla levemente, cargada de amargura. Ella baja la mirada por un segundo, tal vez sopesando sus palabras, pero ese segundo se siente eterno, lleno de expectativas rotas. Finalmente, vuelve a mirarme, y aunque su expresión sigue siendo cortés, hay una sombra en sus ojos que me deja intranquilo. –Perdón, Mehmet– dice, su tono más suave, como si estuviera retrocediendo ante mis emociones. – No quería hacerte sentir incómodo. Sé que esta situación es difícil para ti… para nosotros. –Difícil es quedarse corto– murmuro, sintiendo cómo la rabia comienza a arraigarse en mí. –Me despierto en un hospital, sin recordar nada de mi vida, y la única persona que debería hacerme sentir en casa me trata como si fuera un desconocido más…. Lo siento, eso sonó a reproche, pero es lo que menos quiero. Quisiera tronar mis dedos y recordar la maravillosa vida que tenía junto a ti, lo locamente enamorado que estaba de ti. Incluso me preguntaba por qué no tenemos hijos, ¿queríamos esperar? –mi voz tiembla, cargada de sinceridad, mientras sus ojos me observan con una mezcla de sorpresa y....algo más que no logro descifrar. –Mehmet, no puedo responderte ahora. ¿Por qué sigues siendo tan…? –su voz se quiebra, cargada de frustración y rabia contenida, pero deja la frase incompleta, desviando la mirada como si no pudiera soportar la mía. –Quiero conocer a mi esposa, a esta bella mujer que aceptó sujetar mi mano. Te propongo irnos unos días a la casa de Tarfaya, donde debimos haber pasado nuestra luna de miel. También será una forma de ayudarme a recordar. ¿Te arriesgarías a viajar con este desconocido? –exclamo, mi voz llena de una sinceridad que busca aferrarse a la oscuridad de sus ojos, entrelazo nuestras manos mientras su silencio me confunde y me sumerge en mis pensamientos.
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