“Cuando bebas agua, recuerda la fuente.”
Proverbio c***o.
—Los necesitarás —le aseguró él sin dejar de estar atento a la carretera y mirándola de vez en cuando—. Tu mano necesita sanar y puedo asegurarte que en estos tiempos ni el agua que bebemos está lo suficientemente limpia como para lavar tus heridas.
Salomé sacó algunos frascos, quedando helada al sostener en sus manos medicamentos sumamente costosos y desaparecidos del mercado. Pero algo andaba mal, arrugó el entrecejo al leer los nombres y saber de inmediato las indicaciones.
—Pero… yo no tengo asma —musitó, en un mar de incertidumbre—. ¿Por qué me has entregado medicamentos no indicados para mí?
—Porque sí lo están para tu padre —respondió él con calma y simpatía, ella no estaba entendiendo del todo la cosa.
—¿Cómo sabes que mi padre… —se interrumpió—. ¿Conoces a mi padre?
—El viejo John King fue mi maestro en la primaria —explicó—. Quizá no se acuerde, yo apenas era un crío que tenía 6 años, fue tu padre quién me enseñó a leer. Me he enterado de que está muy enfermo y en mis posibilidades estuvo ofrecer eso que te entregué —Salomé volvió a mirar las reliquias dentro de aquella caja—. A tu madre no la conozco tanto, no he tenido trato con ella, imagino que debe buscar estas medicinas en cielo, mar y tierra sin éxito alguno, es de esperar que no tenga éxito en su rastreo, puesto que no están en el dominio de los civiles este tipo de farmacéuticos.
—Mi padre nunca me habló de ti —dijo ella mientras un lado de su cara estaba de frente al cristal ahumado de la ventana a través de la cual se miraba el manchón borroso de las casas al pasar.
—Quizá no me recuerde —repuso—. Tu jubilado y anciano padre educó a muchos niños. Que ahora son adultos. Lo que no sabía hasta hace algunos días es que tú, la mujer que encontré con ojos asustados siendo amenazada por un crío drogadicto es la hija de mi viejo maestro de escuela.
—¿Cuánto te debo por esto? —rompió ella la burbuja, siendo realista.
Aquel hombre, sin dejar de tener el semblante que normalmente tenía con todos sonrió a medias.
—Eres muy lista —le dijo como un cumplido—. Sabes que todo tiene un precio —al mirar la tranquilidad con la que el hombre dijo aquello ella sintió un nudo en la garganta, así que tragó para disipar la sensación.
—Tengo que acostarme contigo —dijo ella con voz más resignada, analizando todo, aterrizando bruscamente en la realidad que a fin de cuentas sólo era parte de una paranoia. Asintió con decepción—. Lo imaginé.
—No —bufó el otro en una ligera burla—. No me interesas para eso. Aunque eres muy linda no tengo la intención de sacudirte contra mi cama —aseguró—. Seguramente puedas ser muy útil para otro tipo de cosas.
Salomé sintió un alivio inmenso, ya casi se decidía por lanzarse de allí con tal de mantener al extraño y persuasivo hombre a una distancia prudente.
—Llevo algunos minutos rodando este auto —volvió a hablar sacándola de sus cavilaciones—. ¿Me dirás a dónde te llevaré o prefieres que lo decida yo?
—Iré a mi casa —dijo ella sintiendo una punzada de miedo repentino que se disipaba nuevamente con cualquier aclaratoria por parte de él.
Estar con ese hombre era someterse a una tormenta de emociones que esta ocultaba a medias, como miedo, por ejemplo, una montaña rusa de ocurrencias locas que hacía espectáculo en su cabeza.
—Lamento no ser capaz de leer mentes —levantó un poco las manos del volante en señal de un “¿qué puedo hacer?” las devolvió a su sitio—. De modo que necesito especificación —pidió como si no conociera nada de ella.
Como si no supiera hasta el número de casa en la que residía la copiloto y la hora en que apagan las luces interiores en su respectivo hogar para irse a dormir, como si hace un día no hubiera averiguado la vida entera de Salomé Sahara King Lizcano. Aquel hombre fingía muy bien cuando se lo proponía.
—Puedes dejarme por acá —dijo ella sin querer llegar a las puertas de su casa en semejante automóvil, no tanto por los comentarios que crecerían como la espuma, sino por no querer darle su ubicación exacta a aquel hombre que por más atractivo y gentil que fuera, seguía siendo un completo extraño—. Gracias por todo —musitó refiriéndose a todo en realidad.
El uniformado no contestó nada y estacionó el auto oficial a una orilla de la carretera frente a una hilera de casas de no muy mal aspecto. Ella abrió la puerta y bajó, volviéndose hacia él al recordar algo.
—Entonces —dijo mirándolo con ojos ligeramente entornados—. ¿Cuánto te debo por esto?
El caballero mostró una sonrisa torva y sin responder a la pregunta le ofreció una tarjeta que en algún momento había sacado de alguna parte.
—Por si se presenta alguna emergencia —Salomé la tomó, mirando la serie de dígitos que conformaban el número telefónico, ella seguía con su actitud semejante al de una gata desconfiada y él tenía la expresión de un niño que por adelantado ha ganado la mitad del juego—. Otra cosa, señorita King —pronunció el apellido de ésta por primera vez—. Soy Zimmer, William Zimmer.
La mujer de suelto y largo cabello n***o balanceándose por la briza asintió bajo aquel sol que iluminaba su figura esbelta y cerró la puerta.
Él, para no hacerla sentir incómoda aceleró y ella caminó el corto trayecto que le quedaba para llegar a casa.