Prólogo
“El crimen existe o en la impunidad de un gran culpable o en la persecución de un inocente.”
Francisco de Miranda.
El noveno golpe a puño cerrado atestado en la cara del periodista Edgar Montalvo hizo que todo a su alrededor diera vueltas desde su perspectiva. La sangre continuaba destilando desde sus fosas nasales y los labios le palpitaban con violencia en una muda súplica de auxilio y clemencia. Tres guardias vigilando la parte exterior de la oscura e inhóspita habitación, dos vigilando adentro, más otro (el del interrogatorio) y el verdugo que disfrutaba del trabajo que supone lastimar a quién esconde información que podría hundir a las más respetadas figuras del gobierno nacional.
—¿Dónde lo tienes escondido? —volvió a preguntar el guardia al otro lado de la mesa ante la que estaba Edgar, apoyando las dos manos sobre la madera e inclinándose hacia la víctima con actitud amenazante, como si pretendiera tragárselo de una embestida—. Habla —exigió con voz nasal.
Hubo un silencio prolongado, únicamente se escuchaba el respirar agitado del periodista que miraba la mesa sin fijarse en ningún instrumento de tortura en particular, simplemente estaba tan agotado que sus pocas fuerzas no alcanzaban para levantar la mirada y ver a la cara a quién hacía la pregunta.
—¡¿Qué dónde lo tienes escondido?! —rugió el guardia golpeando la mesa con el puño cerrado. Haciendo que se estremecieran los objetos de metal salpicados de sangre.
—No... sé... de qué hablas —respondió Edgar con voz forzada, luchando por mantenerse consciente y tener los ojos abiertos a pesar de la inflamación que amenazaba con oscurecer su visión —no escondo... nada.
—Escúchame bien, pedazo de porquería —gruñó nuevamente el guardia mientras el verdugo tomaba de un vaso con agua fresca fingiendo un gesto descuidado—. Tú, yo y todos aquí sabemos que tienes algo que nos pertenece —pausó, mientras clavaba esa mirada de color verde en la empapada cara de Edgar— ¿Por qué hacerlo más difícil? Te ayudaré si colaboras. Simplemente entrega eso que te pido y serás libre.
El periodista no habló. Debía permanecer fiel, se le había confiado material que solamente saldría a la luz en el momento apropiado. Mientras tanto, debía soportar un poco más, pues, en sus manos estaba la tijera que cortaría la venda de los ojos a cada persona que aún seguía adorando un gobierno sumergido en la cloaca de la corrupción. Edgar Montalvo valía oro por aquello que silenciaba, no sólo mantenía oculto eso que pedían los oficiales del gobierno, había aún más.
Edgard Montalvo tosió con fuerzas, atragantado con la sangre que se deslizaba desde la boca hacia la garganta. Todo allí era tenue, casi oscuro, no se podían divisar dónde quedaba cada esquina puesto que sobre su cabeza estaba el único bombillo que alumbraba lastimeramente la estancia, dejando a la vista al hombre herido, la mesa y el guardia que hacía las preguntas.
Las manos del cautivo estaban atadas por atrás del respaldar de la silla de madera con alambre de púas, las muñecas le sangraban y con cada tirón en un inútil intento de soltarse sentía la sangre quedarse estancada en las venas sin poder circular bajo la piel, la presión le hacía poner los dedos morados, igual que los pies también sujetos. Las puntas de acero se incrustaban en él y la sangre que recién salía caía en hilos rojos sobre las manchas secas que ya estaban sobre el suelo desde varios días antes.
—Golpéalo hasta el desmayo —le ordenó el guardia al verdugo, hombre musculoso de piel oscura y cabeza rapada—. Pero asegúrate de no dejarlo morir —prosiguió.
Caminó alrededor de la mesa como un león ante una presa ya muerta.
—Dentro de unas horas traeré al doctor que lo repondrá hasta que esté capacitado para soltar la información.
El verdugo, ataviado con un pantalón de uniforme militar, botas en conjunto y una camiseta blanca, asintió ante la orden dada, posterior a eso volvió su ensangrentada mano derecha en un puño, y luego de un golpe seco en la nariz al secuestrado terminó de oscurecer la visión de éste, empujándolo a una temporal inconsciencia.