“Decir la verdad es como escribir bien, se aprende practicando.”
Proverbio ruso.
Por falta de razones suficientes para mantenerlo detenido la policía tuvo que liberar al joven de blanquecino cabello estilo caricatura japonesa, de un empujón lo habían echado del comando y sin entregarle el aerosol de contenido verde, cosa que lo molestó mucho, pero nada pudo hacer al respecto.
Esa mañana, todo hambriento después de tres días y dos noches dentro de un calabozo, consideró que mucho peor se comía tras las rejas, ya que su alimento había sido lo poco que le llevaba su madre toda preocupada, lamentaba darle preocupaciones a esta, de modo que ya empezaba a considerar que mejor era no buscarse tantos problemas.
Alexander Sotto era un joven con espíritu arisco que no cualquier cosa lo frenaba, su actitud de niño malcriado lo había llevado a meterse en varios líos callejeros por el simple hecho de mantener un ideal. Esa mañana los policías habían bromeado con arrancarle con un cuchillo carnicero la piel de los brazos sobre la que tenía todos esos tatuajes, su sólo contenido fastidiaba como lo haría una patada en el trasero mientras duermes. Pero el maltrato no pasó de un par de coscorrones, empujones y burlas.
La tarde dio su último bostezo y la noche de cielo estrellado saludó en silencio. Algunas farolas tenían su bombilla apagada y las que alumbraban lo hacían con una luz tan mortecina que parecía haber deficiencia eléctrica. El joven de lacio cabello bajo un gorro pasamontañas caminó como una sombra por la acera sin hacer algún ruido, aunque nadie en aquellas calles vacías lo vería en ese momento, igual mantenía un silencio semejante al de un ladrón al entrar en una casa.
Hizo uso del aerosol ésta vez de color blanco, sin remordimiento alguno y sin considerar lo que había pensado al salir del comando. Marcó entonces algunas palabras, escribiendo un mensaje en la gran pared frontal del restaurante, hecha de cristal semejante al blindado, la cual se encargó de estropear con todo gusto.
El silencio de la noche seguía reinando y él disfrutaba de su trabajo nocturno. Se detuvo en seco al ver a lo alto, no se sorprendió, más bien sonrió como quién logra empujar a un charco a quién le debe una disculpa, en una de las esquinas superiores el bombillo rojo de una cámara de seguridad lo saludaba, entonces, gracias al potente y firme disparo que arrojaba el frasco cuando se le presionaba el botón indicado, apuntó la cámara como un delincuente amenazando al intruso que se atraviesa en su camino, presionó. Cubriendo la superficie del aparato con tinta blanca, dejando una mancha adherida sobre el lente dificultando la posibilidad de seguir captando imágenes.
* * *
Esa mañana, tanto Salomé como sus padres madrugaron por obligación, desayunaron gracias al sueldo de la joven y cerraron las puertas bajo llave. Se adentraron a las calles aún en la frescura del amanecer y con mucho cuidado encaminaban al viejo John rumbo al lugar de campaña en la que dispondrían tatuarse.
—Esas medicinas que nos facilitó ese joven son la droga perfecta —opinó el viejo caminando lentamente ya con más ánimos que los días en los cuales no podía siquiera respirar con tranquilidad—. Desearía poder recordarlo, pero su imagen no me llega a la mente.
John era un hombre que algún día había sido robusto y fuerte, ahora sólo era alta estatura y delgadez. Su camisa negra de manga larga y su pantalón semi-formal lo hacía parecerse algún modelo marchito. La barba canosa poblaba su mentón y algunas greñas cubrían el espacio que queda entre el labio superior y la nariz haciendo de bigote.
En cambio su esposa, Sophia, sí parecía mucho menor que él, con algunas canas entre su cabello lacio y largo como el de su hija, su rostro no tenía tantas arrugas como las que se esperan en una mujer de cincuenta años. Ataviada con un vestido de corsé de color azul oscuro, cubierto en los hombros, de manga corta y bordes bajo las rodillas caminaba al paso del padre de su hija.
—Es esa la recompensa por haber sido un buen maestro —terció Sophia con cariño, tomando el brazo de su esposo como una doncella de un mozo.
Salomé los miró de reojo, apartando la vista y mirando la transitada calle por la que caminaban rumbo a su propia horca. La joven se ahorró una sonrisa tímida para sí misma evitando pensar en lo que debían hacer ese día y centrando su mente en los años que tenían juntos sus padres y aún se querían, fantaseaba con caminar algún día del brazo de algún caballero a la vista de la gente así como su madre lo hacía con su padre. Deseaba tener la valentía de John y la lealtad de Sophia, deseaba como hija llevar el honor a la familia así como Mulán lo hizo en aquella animación enfocada en la historia de China, lo que no sabía ella era que pronto llegaría la oportunidad de materializar su deseo.
* * *
Ese domingo Kinston acudió al llamado urgente que le hizo su secretaria, ahora estaba con la cabeza roja como un palillo de fósforo y la mandíbula apretada frente a la pared frontal de su restaurante.
—Le dije que la cosa era grave —habló la remilgada secretaria pelirroja a un lado de él—. Pero nada que no se pueda solucionar con alcohol y un pañuelo.
El buitre echo de billetes verdes
Hambriento de lo que no necesita
Sin piedad se come las tripas de una ciudad de huesos caída
A punto está de vomitar cada sonrisa que robó y devoró
Oh, teme.
Tus alas serán cortadas y atadas serán tus garras.
Kinston releyó una vez más el texto en la pared sobre la parte del cristal ahumado, el hombre de nervios sensibles estaba a punto de estallar, sabía que aquellas cuatro líneas escritas estaban dirigidas a él con la saña de un psicópata al acecho. Pues, no se podía ocultar el odio que le tenían ciertas personas por su fama de chupasangre, Kinston no era tan admirable y sus acciones no eran del todo venerables.
—Revisa las grabaciones —ordenó—. Quiero la cara del gracioso que tuvo el ingenio de ensuciar la pared, aunque el responsable de ésta obra poética no valdría lo que vale la bala que ansío colocar en medio de sus ojos —graznó con ironía—. Asegúrate de hablar con el personal de limpieza para que se encargue de esto.
—Prometo que mañana se encargará la señorita King —aseguró la mujer de rizado cabello atado en un moño tipo cebolla.
Pero Kingston se mostraba reticente.
—No quiero que ésta porquería permanezca sobre la pared de mi restaurante por más tiempo —protestó—. Si ella no puede, ofrece cheque a otro que sí pueda hacer el trabajo.
—Sí señor —asintió la sumisa secretaria.
—¡Pero ya mismo! —apuró, la secretaria se sobresaltó ante la brusquedad de la voz de su jefe—. No te veo en acción.
—Sí señor —volvió a decir en medio de apresurados asentimientos, caminando rápidamente hacia la oficina como una gallina huyendo de un zorro, dispuesta a buscar algún trabajador que quisiera firmar el contrato de un día.