“El lobo no teme al perro pastor sino su collar de clavos.”
Proverbio ruso.
Ese otro día, Salomé con varios puntos uniendo la piel separada en la palma de su mano, algunas placas mínimas cubriendo las hendiduras más pequeñas y los restos de algún líquido cicatrizante que guardaba su madre le ayudaba a curarse, ni por aquel motivo dejó de trabajar, aunque ésta vez apoyando cualquier cosa en su mano sana, tomando el cepillo de barrer y cualquier otra cosa con la mano derecha.
El guante le rozaba, pero ignoraba el fastidio que aquello le generaba, pues, dolía mucho más el estómago cuándo tenía hambre, y eso volvería a pasar si perdía el trabajo.
—Atención a todos —alarmó la voz del jefe que entraba a la cocina del restaurante—. Reunión en éste momento —dijo aprovechando que aún no era hora de abrir el negocio, de modo que hasta el vigilante debería estar presente—. Eso es, acérquense.
Todos caminaron desde sus ubicaciones hasta formar un grupo cuyo centro era el canoso hombre con aires de pavo real.
—Hasta donde supongo todos ustedes vieron ayer la transmisión del discurso presidencial —empezó—. ¿Cierto? —la mayoría de ellos asintieron, Salomé y Dafne simplemente escuchaban, a pelinegra con los brazos colgando a cada lado mientras la rubia los mantenía cruzados sobre su pecho en un inconsciente acto de un niño renuente—. No me gusta divagar, así que iré al punto —dijo mirándolos a todos—. No es asunto de ustedes, pero viene al caso; para poder formar este negocio de comida tuve que recibir ayuda del sistema de gobierno actual, de modo que lo que menos que puedo hacer es estarles agradecidos por ello —pausó, tragando saliva para proseguir con toda seguridad y comodidad—. Y bien, debo resaltar que este empleo, a fin de cuentas lo tienen gracias al subsidio que el gobierno me facilita, de otro modo no estuviéramos aquí ahora —se detuvo, mirando la hora en su costoso reloj pensando también en otros pendientes pero sin escapar del momento—. Mañana iniciará la campaña en la que tatuarán a quién disponga de tiempo y ganas para hacerlo, esto pasa a ser uno de los requisitos necesarios para continuar trabajando aquí —zanjó sin resentimiento—. No me avergüenza admitir que apoyo el partido político que gobierna actualmente y respeto a todo aquel que no lo haga, sin embargo, este es mi negocio, mi propiedad y por ende soy yo quien pone las reglas —todos los demás guardaban silencio—. La persona que no quiera hacerlo puede pasar desde ya mismo a la oficina de administración retirando sus papeles y el p**o de su tiempo. Supongo que hay muchos allá afuera que ansían tener el empleo que ustedes tienen ahora.
Dafne a pesar de su carácter impulsivo se mantuvo callada con perfecto semblante repleto de calma fingida, ganas no le faltaban de vaciarle encima el agua hirviendo de la olla que estaba muy cerca de ella, pero pensó que más convenía estar fuera que dentro de un calabozo siendo acusada de agravios físicos a un ciudadano.
Así que mientras tanto separó los brazos y comenzó a jugar distraídamente con aquel objeto que en varios momentos había captado la atención de Salomé, el encendedor plateado cuya llama flameaba de momento y a propósito era apagada para luego su rosca ser girada por el dedo de Dafne, nuevamente aparecía el fuego y después volvía a sacudirlo en su mano hasta ser apagado, desde otro punto de vista era una actitud casi psicótica, sin embargo la gente promedio no se fijaba en esas cosas y mucho menos Kinston, el jefe.
—Sin más que decir —habló de nuevo—. Creo que es momento de iniciar la jornada diaria. Me retiro —se despidió—. Que tengan buen día.
Salomé lo vio alejarse, odiando todavía más aquella actitud tan hipócrita y deliberada, pero no podía hacer nada, estaba claro que estaban todos ellos en jaque. Todo por un chantaje, porque tampoco es que fuera un agraciado sueldo que le transfirieran a su cuenta bancaria por su trabajo, era una mísera paga, a pesar de que el negocio tuviera varias entradas de dinero en moneda extranjera que superaba sin duda alguna la devaluada moneda nacional.
Al terminar la media jornada del sábado a causa de la reconstrucción que se llevaría a cabo en el restaurante el resto del día por albañiles y otros trabajadores incluyendo un diseñador de espacios, Salomé caminaba rumbo a casa bajo la luz del sol que iluminaba la pálida piel de sus brazos, cargaba en una mano una bolsa con la poca comida que pudo comprar aprovechando el p**o de la semana, ni siquiera le alcanzó para comprar líquidos antisépticos para la limpieza de su herida.
Era una completa ironía de la vida, ella sudando sangre para mantenerse junto a su familia y su jefe aprovechando mucho dinero que seguramente vendrían de fuentes dudosas, rediseñando con ello los espacios del restaurante, ampliando el establecimiento.
La briza le mecía los cabellos sueltos mientras no detenía su caminar, fue entonces cuando el zumbido de un motor se escuchó, ella no dio reparo de aquello hasta que el Land Cruiser modelo corto de color n***o como el ala de un cuervo disminuyó la velocidad a un lado de ella, el ahumado vidrio de la ventana bajó.
—Señorita King —la llamó el conductor, ella giró su rostro hacia el autor de la voz—. Hace mucho sol a estas horas, eso la puede enfermar si se expone por mucho tiempo. Me ofrezco a llevarla.
Salomé reconoció al instante a quién le hablaba, sonrió con modestia sin dejar de caminar mientras el auto seguía rodando al ritmo de ella.
—Puedo llegar sola, pero gracias —respondió su orgullo antes que ella misma.
El hombre supo al instante que Salomé era un tanto complicada de manejar.
—Verás —buscó otra forma, esforzándose por ser simpático—. La escoria de la cual me encargué el otro día anda aún suelta por allí, resultó ser un crío y ya te sabes todo el rollo con la ley que protege a los menores de edad, no había motivo suficiente como para enviarlo a algún reclusorio —recordó—. En fin, debe estar en alguna esquina esperando a que cualquier buen ciudadano camine desprevenido y así conseguir a punta de arma el dinero necesario para comprar su vicio.
Ella suspiró, deteniéndose y volteando a verlo.
—¿Siempre consigues lo que te propones? —bromeó.
—A veces —se encogió de hombros al responder, pisó el freno—. Tienes la fortuna de tener a un hombre que honestamente se ofrezca a llevarte. Otros por allí lo harían con el interés de lo obvio.
—¿Y cuál es tu interés? —inquirió Salomé clavando su verde mirada en los ojos azules de él.
—Ayudar —dijo sin más.
—¿Así no más? —repitió—. ¿Sin ningún interés en particular?
—¿Tantos hombres te han decepcionado de ese modo como para pensar que soy igual que ellos? —respondió con otra pregunta, eso la dejó callada—. No puedo decir que soy un santo, pero al menos tengo principios.
—Y parte de mis principios son no confiar en extraños —refutó ella sin ofenderse, prosiguiendo su caminata mientras el oficial de n***o uniforme le seguía el ritmo.
—Inteligente dama —le hizo un cumplido libre de malas intenciones—. No es mi intención alardear de los favores que hago, pero sí pretendo hacerte entender que no deberías desconfiar mucho de quién te salvó de un robo, quizá también de algo más, un adolescente de esos, con las hormonas alborotadas es capaz de violentar a una mujer sin dar reparos en los principios que esta tenga.
Salomé volvió a detenerse, volteándose a míralo con un contacto visual inocente.
—Quiere decir que me pasas facturas de lo que hiciste por mí —dijo ella lo que había interpretado.
—No —respondió antes de una sonrisa a labios cerrados, frenando nuevamente sin dejar de ver hacia ella al otro lado del asiento copiloto—. Proteger a cada ciudadano inocente es mi deber, supongo que me pagan para eso —se quedaron mirándose, él dentro del auto de grandes neumáticos y ella de pie bajo el inclemente sol de verano—. Venga, no soy mala persona —insistió amigable.
Salomé entornó los ojos y sin poder negarse accedió. Minutos después rodaban dentro del auto, ella con la sensación de estar metida en la garganta del diablo cuyo anfitrión era un amable caballero uniformado que afortunadamente no le susurraba cosas sensuales mientras guiñaba un ojo, más bien se mostraba como el más desinteresado de los hombres hacia una mujer que muchos piropeaban al pasar por las calles.
—¿Cómo va tu mano? —quiso saber el hombre.
Salomé, al asiento del copiloto miró las vendas que cubrían la piel de la zona.
—Está mejorando, gracias —respondió con cortesía.
—Ten —le ofrecía una pequeña caja de cartón con gasa de plástico, la pelinegra lo miró, luego a la caja y después nuevamente a él—. Es para ti.
—¿Qué es eso? —preguntó cautelosa sin recibirlo aún.
—Revisa —la convenció.
Dejó la bolsa con comida que cargaba con sigo a un lado y abrió la caja. La impresión que se llevó la dejó con la boca seca.
—Esto… no puedo… recibirlo —anunció al ver el contenido de la caja.