“La más dulce vida consiste en no saber nada.”
Sófocles.
Rodeada de animales marinos, sentada sobre una roca y alzando una concha marina sobre sus manos que rezaba “El mar te espera”, estaba una sirena conformando lo que se suponía como una estatua al inicio de la autopista que conducía a la playa. A su alrededor agua salía en distintas direcciones cayendo sobre la piscina que completaba la fuente con piedras de colores en el fondo.
En la asfaltada autopista los autos ululaban en direcciones distintas y a lo alto del cielo el sonido de una avioneta avisó su paso por aquel lugar, alejándose pronto.
La mañana aún estaba fresca, la anestesia y los analgésicos del día anterior ya habían dejado de surtir efectos en su brazo, las suturas seguían allí, secas por encima y aún húmedas por dentro, la piel de la zona había adquirido un tono violeta y los ásperos hilos negros parecían los del rostro del famoso muñeco diabólico de las películas. El tatuaje estaba bien dibujado y apenas tenía recuerdos como destellos en los que se manifestaban aquel par de ojos color miel que vio antes de sumirse en un sueño profundo. Por otro lado la herida de su mano ya estaba casi curada por completo, recordando que durante la noche anterior después de cenar extrajo lenta y cuidadosamente los hilos de la sutura y ahora solo quedaba la muestra de una cicatriz bajo la concha típica que cubre la carne viva. No había sido tan grave, ya podía cerrar la mano al menos.
El claxon de un auto la hizo salir de su ensimismamiento, captando su atención. Salomé instantáneamente levantó la cara en torno al origen del sonido muy distinto al que provocaba el agua de la fuente que tenía detrás. Las ventanillas del oscuro auto Land Cruiser bajaron y detrás se pudo ver el rostro de William Zimmer.
—¿Todo está bajo control? —preguntó él como saludo.
Salomé, ataviada con un jean n***o, botas oscuras y una franela gris asintió, evitando entrar en detalles.
—Vamos —la llamó él arrimándose hasta poder abrirle la puerta a la dama sin tener que bajar del auto.
La joven subió casi de un brinco y se situó al lado de él, cerrando la puerta a continuación.
—Hola —saludó ella al tiempo que el hombre aceleraba.
Desde su asiento subió el vidrio de la ventana en la puerta del copiloto y respondió.
—Me alegra que hayas decidido bien —habló sin rodeos—. Aunque eres libre de arrepentirte antes de entrar en el tema profundamente. Ya que no hay vuelta atrás una vez que te proponga la solución a tus problemas, a partir de entonces la única opción será aceptar.
Una vez más la estaba dejando en un mar de incertidumbre.
Salomé se fijó en las cosas al otro lado del parabrisas, las casas, edificios y algunos árboles se hacían borrosos a los lados del auto que corría a una velocidad casi ilegal.
—Tú necesitas medicina, alimentos, seguridad para ti y tu familia, entre otras cosas —reconoció el hombre de ojos azules—. Eso en un parpadeo puedo adquirirlo, cualquier oficial puede —Salomé lo miró, prestando atención—. Y yo necesito algo de ti, algo que mi intuición militar dice que puedes darme.
—Parece muy buena la oferta, lo suficiente para pensar que el precio debe ser algo peligroso —murmuró ella.
—Y lo es —concordó él.
—¿Acaso traficas con drogas o niñas? —bromeó ella.
Él resopló en una muda carcajada teñida de sarcasmo.
—Yo no lo hago —aseguró—. No soy un criminal de esa índole.
Se mantuvieron después de esto en un hosco silencio mientras rodaban sobre la autopista.
Salomé comenzaba a considerarlo, mirando la carretera y luego el arma colgada de la cadera de él.
—Supongo que una vez que sepa de qué va todo esto y no acepto, moriré —planteó tragando saliva con fuerza, sintiendo la lengua pegada al paladar.
El hombre continuaba con las manos apretadas al volante, hubo otro silencio y luego afirmó.
—Sí. Me temo que de saberlo y querer retractarte de la aceptación tendría que hacerlo.
—Matarme —susurró ella.
El silencio le confirmó aquello, Salomé imaginó en cámara lenta una bala acercarse girando velozmente, justo hacia el medio de sus ojos, disparada desde el arma sostenida por Zimmer.
Cerró los ojos, intentando disipar cualquier pensamiento sangriento. Era fácil saber que, en algún momento podría morir, en algún momento alguien querría asesinarla y seguramente podría hacerlo sin ninguna dificultad. Algún accidente, algo podría acabar con ella incluso el hombre que conducía el Land Cruiser. Ya estaba lo suficientemente interna en la decadencia y la miseria ¿Qué más podría hacerla descender? Durante los últimos años había tenido que chapotear en la superficie para mantenerse a flote en aquel pozo séptico que suponía ser su país. Después de todo para Salomé su prioridad no era ella misma sino sus padres.
—Supongo que nunca tuve otra opción —logró decir luego, sin mirar la cara del piloto. Simplemente pellizcaba sus uñas—. Adelante —habló sintiéndose de pronto chantajeada, aunque sin culpar al hombre al lado de ella, sino con su alma y su fuero interno queriendo asesinar al presidente de la república, causante de todo aquello.
William disminuyó la velocidad para doblar en dirección a otra calle en forma de bulevar a orilla de playa. El mar se extendía frente a sus ojos al otro lado del cristal parabrisas.
Buscó el lugar adecuado y luego de estacionarse apagó el motor y desactivó los seguros de las puertas abriendo entonces la más cercana a él.
—Vamos —le instó él en un susurro.
Ella le siguió. Bajó casi de un salto del auto con grandes neumáticos sintiendo la briza chocar contra su rostro, sacudiendo su cabello e inundándola de un aroma salado y fresco. El sol aún no estaba muy a lo alto y la playa estaba casi vacía, era inicio del día.
Inevitablemente pensó en su empleo del restaurante, ya estaba echado por la borda, ni loca se le ocurriría regresar a mirarle la cara de tonto a Kinston, de modo que ya no había nada que hacer, así que cerró la puerta tras ella y siguió los pasos de aquel hombre cuya estatura y porte en conjunto eran imponentes.
Ambos caminaron uno al lado del otro con el azul del despejado cielo sobre ellos y el sonido de las olas acariciando sus oídos. Las gaviotas sobrevolaron el agua ligeramente inquieta y algunos pescadores se veían a lo lejos en sus botes a motor a una distancia prudente de los yates al final del muelle.
—Hace unos días pude notar el aprecio que le tienes al actual presidente de Las Minas Negras —pronunció el uniformado hombre haciendo gala de su sarcasmo—. ¿La mano ya ha sanado? —quiso saber.
Salomé pudo recordar aquel trance del cual había sido presa en aquel momento.
—Sí. Por supuesto —le siguió la corriente en un sarcasmo simple—. Lo amo con toda mi alma. Tanto así que quisiera darle a su cabeza unas cuantas caricias bruscas con un martillo.
William lanzó una corta carcajada ronca con humor, estaban llevándola bien hasta los momentos. Caminaron sobre la madera del suelo del muelle.
—Verás, Salomé —pronunció su nombre como el canto de una poesía—. No debería, pero deseo dejarte sin opción.
La mujer supo que volvía a referirse a aquel tema.
—Te advierto que sé nadar —respondió ella imaginando que éste pudiera intentar semejante tontería—. No te serviría de mucho arrojarme al agua.
William volvió a sonreír, ésta vez mostrando una perfecta hilera de dientes blancos y relucientes, sus líneas de expresión se marcaron por aquel motivo.
—¿Siempre haces ese tipo de suposiciones? —demandó—. He de admitir que es tierno de tu parte.
Esto sonrojó a la joven mujer que daba pasos tranquilos a un lado de él, mientras el oficial la imaginaba de momentos como una niña por la ingenuidad con la que a veces hablaba. Pero en el fondo, allá en el punto más profundo de su intuición sabía que ella era valiente, quizá un poco despistada, algo torpe y tosca; pero casi podía jurar que era bastante inteligente.
—La mitad o casi todos en Las Minas Negras no tenemos el privilegio de llamarle vida a esto, estamos viviendo a medias en un riesgo constante —empezó un corto parlamento—. En algún momento algo nos matará, la inseguridad por delincuencia, una enfermedad —pausó antes de añadir—. O el hambre.
Zimmer se mantuvo callado, invitándola a continuar con su hipótesis.
—De modo que ya no importa si me meto en otro lío por alguna imprudencia de mi parte —hubo un silencio, las olas retumbaban sobre las bases inquebrantables del muelle—. Lo único que busco es la seguridad y bienestar de mi familia.
—¿Siempre te dejas de último en tus prioridades? —inquirió el oficial mientras algunas personas bajaban de un yate al final del muelle y caminaban hacia tierra firme pasando a un lado de ellos.
—Tan solo la inasistencia de hoy me habrá dejado sin empleo, y eso es difícil conseguir en estos tiempos —recordó—. De modo que el mal está hecho ya. No tengo otra opción que esperar tu propuesta.
La briza continuaba sacudiendo sus negros cabellos lacios ligeramente ondulados en las puntas y su verde mirada brillaba por la luz de un sol poco violento a esas horas.
En una bahía a lo lejos se veía un barco descargando algunas cosas que otras personas trasladaban a un tráiler con la ayuda de un carrito montacargas.
—Estoy metido hasta el cuello en un plan que puede dejarme sin cabeza y a quienes están conmigo en esto —comenzó él sin mirarla y sin detener su caminar tranquilo con las manos dentro de los bolsillos de su pantalón en un gesto distraído, otro par de personas pasaron a su lado alejándose hacia la arena de la playa—. Todos estamos en esto por un motivo —pausó—. El motivo que todos hemos anhelados desde hace un poco más de dos décadas: Liberar a Las Minas Negras de la miseria en la que está sumergida.
—Eso sólo sería posible si el parásito que en estos momentos gobierna muriera o al menos renunciara —objetó ella al azar.
—No va a renunciar —aseguró él—. De modo que todos estamos planificando algo parecido a lo otro.
Salomé lo miró de inmediato, encontrándose después con la mirada azul de éste, se detuvieron ya al final del muelle.
—¿Piensan hacer un atentado o algo parecido? —demandó con incredulidad.
—Irremediablemente ese es plan —confirmó él con tono cómodo aunque en el fondo temía por la reacción que ésta pudiera adoptar, no quería hacerle daño en caso de que ella significara después un peligro.
—Eso pone en riesgo a todos tus compañeros de estrategia —dijo desesperadamente—. Ferguson hará rodar sus cabezas si descubre lo que se le avecina. ¿No temes a eso?
—He vivido circunstancias peores —le hizo saber—. De esto dependerá el futuro bienestar de la nación, para mi es ese un motivo suficiente. Sería una completa vergüenza continuar portando éste uniforme si dejo en libertad a los primeros secuestradores criminales que están al mando en la presidencia.
—Es arriesgado, mortal y s*****a esa decisión —Zimmer sintió alivio al escuchar eso y no un “es indebido y cruel” —. ¿Acaso tienes ya el respaldo internacional que se necesita en éstos casos? ¿Qué habrá si los torturan hasta la muerte como hicieron con aquellos guardias que se revelaron en contra?
—Ferguson y sus secuaces están haciendo todo lo posible por no permitir la entrada de opinión o acción por parte de países extranjeros que no aprueben su gobierno —reconoció—. Y acerca de una posible tortura si caemos en manos de ellos, pues, eso es aún un misterio para nosotros, pero no podemos seguir callando el desacuerdo hacia todo lo que nos rodea.
Salomé King lo meditó un quinteto de segundos, mirando las profundas aguas azules que se mecían alrededor y hacia abajo del muelle. El uniformado hombre tenía los pies ligeramente apuntados hacia la dirección en la que se encontraba la interpelada con los brazos cruzados sobre su pecho.
—Entonces de esto se trató todo —dijo como para sí misma y no para que él la escuchara, sin embargo éste respondió.
—Eres buena entendedora cuándo te lo propones —confirmó.
—Necesitas que sea parte de todo éste plan demencial —prosiguió con sus acertadas suposiciones mirándole a los ojos.
—A cambio de tu seguridad y la de tu familia —completó él con la intención de un negociante—. Incluyendo salud y alimentación —ella tenía un gesto bastante inanimado, difícil de definir de qué iba su rostro serio y precavido, eso confundía al hombre a su lado—. Quizá un poco de seguridad financiera si es algo necesario, serás mi primera excepción en éste caso —debía convencerla ahora, de todas la maneras posibles sin ser grosero, no quería permitirse ser rudo con aquella mujer por alguna razón que aún no se explicaba.
El muelle había quedado solo, ella soltó sus brazos y los dejó caer a los lados mirando entonces el azul oscuro del mar que a la vista de cualquiera hacia contacto con el celeste del cielo, mientras en este, las nubes avanzaban lentamente sobre ellos. El sol radiante comenzaba a ser tibio sobre sus pieles descubiertas y expuestas, mientrs el lacio cabello corto de Zimmer se meció suavemente en sus puntas, como si también esperaran una respuesta de parte de la mujer que analizaba todo.
Giró su rostro en dirección a él y alzó un poco la barbilla para tener otro contacto visual.
—Será un completo honor poder hacer algo para mejorar el estado mísero que afecta al país —expresó con dureza en sus palabras asintiendo luego—. Sin duda sería un placer aplastar al presidente y a toda su élite como a cucarachas —fantaseó un par de segundos, tragó saliva considerando entonces que ahora estaba metida en la boca del lobo—. Sólo espero no ser yo la aniquilada en el intento.
> se sorprendió Zimmer pensando aquello.
Sabía que algo más tonto aunque tan poderoso como cadenas pesadas y ardientes lo dominaba, definitivamente la simpatía hacia ella, aunque no fuera mutua, lo incitaba a protegerla.
El rostro de Salomé estaba plagado de inocencia e impotencia mientras su inexperiencia gritaba su vulnerabilidad. Hasta los momentos las intenciones de Zimmer hacia la joven mujer eran confusas y difusas, ligeramente distintas a las que tenía la primera vez que la miró.
Salomé por su parte, largó la vista hacia el horizonte, doblando la comisura de sus labios en una casi invisible sonrisa carente de malicia.