“El hombre que hace fortuna en una semana debería ser colgado siete días antes.”
Proverbio ruso.
Los tatuajes en cada brazo de Alexander Sotto se notaban más definidos a la vibrante a la luz del sol, mientras, de nuevo en sus hazañas, presionaba el botón el aerosol pintando otra de sus poéticos versos en un mural cualquiera de la ciudad.
Era un excelente lunes y su mente se regodeaba de orgullo al preferir, pese a las circunstancias, no tatuarse el código que el gobierno les había sugerido a toda la nación. De todos modos en el espacio de su cuerpo requerido para eso no había lugar para una marca innecesaria.
Cuerdas de temor tiran de marionetas con vida real
Dominadas son por las manos del mismo diablo
La sangre real fingida como escarlata pintura falsa
Sacia el morbo de sádicos espectadores
Rodeados de ciega servidumbre cuyo ofrecimiento como plato principal
Es la certeza de una sumisión masiva
Durante el proceso de la obra poética de vez en cuando agitó el frasco con aerosol, miró a los lados, nada interesante, más indigentes y niños harapientos, pensó por un instante en sus hermanas y agitó su cabeza en una ligera sacudida para dejar de repasar las imágenes más absurdas, ayudaría hasta donde pudiera con la manutención del hogar, no soportaría de ningún modo que las gemelas o su madre llegaran a caminar por las calles con la triste y desgarradora necesidad de mendigar algo.
—Muy entretenido esto —lo sorprendió una voz desde atrás lo cual hizo que Alexander girara sobre sus talones. Al ver a los tres guardias vestidos de verde se le erizó la piel sobre la columna vertebral, pero fingió calma y autocontrol—. ¿Me concederías el honor de permitirme escribir un poema en tu cara?
Alexander olfateó el peligro y no dijo nada más, sosteniendo el aerosol en una mano mientras la otra descansaba colgada a un lado.
—Digo, también me gusta ensuciar murales limpios, sin forma o sentido como tu rostro por ejemplo —prosiguió, los tres guardias estallaron en carcajadas como hienas mientras el sol seguía iluminándolos a plena mitad de mañana.
—Ya me iba —murmuró Alexander colocando en un acto inconsciente de aprieto la mano sobre la gaza de su morral a cuestas, lleno de instrumentos de trabajo.
Ésta vez no cargaba su gorro pasamontañas y la claridad del día le arrancaba destellos blancos de su cabello mientras su piel se veía aún más blanca que todo los días.
—Creo que eso no se va a poder por ahora —volvió a hablar el líder de aquella pequeñísima pandilla ocasional. Avanzó hacia él con brusquedad y le arrancó el aerosol de un tirón—. Dame eso —gruñó.
Alexander los miraba a los tres como esperando el siguiente ataque, dispuesto a todo.
Fue acorralado por los tres entonces y luego que lo estamparon de un violento empujón contra la pared comenzaron a patearlo. Aquello no era una buena merienda a esa hora ni a ninguna otra y debido a eso, las ganas de vomitar afloraron en su organismo. El dolorido Alexander gimió apenas, buscando el modo de levantarse pero un empujón en su cara con la punta de la bota de otro de ellos lo devolvió al suelo. Varios puñetazos le hicieron ver colores en el espacio, probablemente su pálido rostro estaría lleno de hematomas al final del día ya que comenzó a sentir el sabor metálico de la sangre resbalarse sobre y tras sus labios manchando sus dientes.
—Aquí tienes un poco de arte —dijo el líder agitando el aerosol dentro del frasco. Un disparo de aquel líquido manchó su blanca franela bajo la camisa de cuadro n***o con blanco—. Tal vez no haya suficientes motivos para encerrarte como debería ser, pero un detalle de estos como premio por tu excelente idea de protestar no vendría mal, además, el señor Kinston, dueño del restaurante que osaste ensuciar con tu porquería, nos ha dado buena recompensa por este cariño que te damos —otro de ellos le escupió la cara haciéndole cerrar los ojos para evitar el contacto de aquel espeso líquido maloliente a cerveza contra sus pupilas—. Deberías estar agradecido con Ferguson por lo flexible que es con las ratas de basura como tú.
Alexander intentó levantarse nuevamente sabiendo de qué iba todo esto, apretando ambas manos en puños a punto de estampar un golpe en la cara de quién marcó un “Hijo de puta” sobre su camisa blanca.
Los tres continuaban desafiando con la mirada de provocación al joven de labios manchados de rojo. Alexander sabía que ellos amarían tener un motivo para empujarlo a trompicones con las manos esposadas de nuevo al calabozo por faltar el respeto a un oficial.
No hubo otro movimiento aparte de la acelerada respiración de ellos, silencio y las miradas inquisitivas de algunas personas que caminaban cerca de allí.
Como gesto final, el guardia más renuente de todos le arrojó sobre el pecho el frasco el cual el artista tuvo que sostener con un movimiento brusco para impedir que chocara al caer al suelo. Se mantuvo con cara de pocos amigos aunque sin mover la lengua y segundos después los tres hombres uniformados se marcharon de allí entre risas, dejándolo con el cabello todo revuelto y las punzadas de dolor en distintas partes del cuerpo.
En otro lugar del país, en un comando militar de esa ciudad frente a una de las avenidas principales había una alcabala en plena función, debido a esto, los guardias husmeaban entre las pertenencias de los viajeros a quienes ordenaban bajar de su vehículo o transporte.
Muchos fueron arrestados por porte ilícito de armas y otros más por transportar drogas aunque en cantidades menores. Muchos de ellos no tuvieron problemas y les ordenaron continuar su viaje. Cualquier persona que visualizara superficialmente la actividad de ésta especie de cuervos diría que hacían un trabajo honorable, pero habría que ser sordo y ciego quién apelara por la defensa de los uniformados que con chantajes estafaban a cada civil que encontraran en el lugar menos apropiado.
—Es el mercado que difícilmente pude hacer —protestó una señora robusta hacia el guardia que sacaba cada uno de sus artículos de comida y los colocaba sobre la mesa ante la que estaba, él permanecía echado sobre una cómoda silla y mientras ella de continuaba de pie—. ¿Cómo que va a decomisarlo?
El guardia ni se inmutó, separando cada marca de artículo en montones pequeños.
—¿Cómo sabría yo que no vas a especular con los precios aprovechándote de la escasez del país? —inquirió el hombre indiferente.
—No voy a revender la comida que conseguí para mis hijos —insistió la mujer aún más desesperada—. En mi pueblo no encuentro lo necesario para alimentarlos, es por eso que debo viajar aunque me sea difícil, no puedo quedarme de brazos cruzados a esperar que se mueran por desnutrición —buscó otras razones con angustia—. Por favor —suplicó entonces—. No puede usted dejarme sin recursos. Sabe más que nadie la situación actual, debo viajar una vez al mes para comprar lo poco que se pueda con el sueldo por mi trabajo.
—No le creo, señora —murmuró como respuesta—. Mejor dejemos esto aquí y evitemos una detención ¿de acuerdo?
—¡No le voy a dejar mi alimento! —rugió la señora indignada—. Lo he comprado con mi dinero, no lo he robado, allí ve —señaló—. En sus manos está la factura.
—La orden del presidente es que mantengamos controlado el tráfico masivo de éste tipo de mercancía —explicó cínicamente—. Quizá no usted, pero muchos dan un uso inapropiado a la virtud de tener en manos mucho alimento o medicina. Abusan de la necesidad y revenden a precios exorbitantes.
—Creo que es mi decisión qué hacer y qué no con lo que es de mi propiedad —bramó ella—. Usted no puede asegurar que todos somos delincuentes. Ya le he dicho que todo esto que he comprado es para mi familia —le recordó nuevamente.
—Y yo repito que no, entienda de una vez —zanjó el guardia dentro de la sala del comando—. Sería muy tarde si decidiera reflexionar tras las rejas una vez que decida arrestarla. Mejor retírese.
acompañado de un alterado hijo que discutía con otro guardia pero de rango más elevado que el guardia que revisaba el cargamento de los viajeros.
—Son más de cien cabezas de ganado que nos han robado —expresó con tono discrepante el joven civil, apoyando las manos sobre el borde de la mesa inclinando su rostro un poco hacia el guardia que seguía reclinado sobre su asiento—. Es bastante injusto que ustedes no muevan un solo dedo para solucionar la situación.
La burlona expresión del militar que escuchaba el asunto, cómodamente sentado en su asiento tras un escritorio, parecía ser la de quién tiene en mente la jugada perfecta en una partida de ajedrez.
—Nadie actúa si no hay interés de por medio —contestó el uniformado de algunos 45 años de edad, reclinándose en su asiento con aspereza.
—¿Pretende usted que paguemos el servicio que ustedes deberían prestarnos por ley? —inquirió igual de indignado que otros a los cuáles les aparecían con la misma cosa—. Lo único que estamos pidiendo mi padre y yo es que nos ayuden a buscar hasta poder recuperar al menos una parte del ganado que hemos perdido de nuestra finca. ¿Para qué están las alcabalas? Sé que no será demasiado complicado para ustedes dar con los ladrones.
—Cien reces para ustedes no debe ser nada —dijo su interlocutor, como si esto no fuera un aspecto que debiera considerarse—. Sus propiedades ascienden a más de mil animales de esos. ¿Por qué tanta preocupación?
—Porque cien de mil es algo significativo, supongo —replicó el hombre joven con una vestimenta costosa aunque casual, su padre seguía con las manos adelante, en silencio, prestando atención—. Algo me dice que es usted quién no quiere dar la orden de búsqueda —insinuó—. Da mucho a entender lo poco útil que son para todo —gruñó apartándose de la mesa y andando por todo el espacio como quién espera el resultado de un familiar enfermo al borde de la muerte en un hospital.
—¿Cuánto debemos pagarle a ustedes por el favor? —preguntó pasible y resignadamente el padre, hombre mayor de aspecto lánguido, yendo al punto sabiendo de antemano lo que el guardia quería.
El uniformado dejó de tener aspecto de pereza y se inclinó un poco hacia adelante colocando los antebrazos sobre el escritorio aún sin levantarse de su asiento, cruzando entonces la mirada con la del casi anciano señor.
—Es bueno hablar en ese idioma, amigo —dijo con voz hipócrita y aliento venenoso—. No sólo podríamos recuperar parte de su pérdida, también podríamos brindarle seguridad a su… millonaria finca —palabreó con entusiasmo—. Ahora, siendo más específicos y hablando de números —pausó un par de segundos mientras el hombre más joven le dedicaba una mirada fulminante, cosa que éste ignoró —solicitamos al menos la mitad de lo que logremos conseguir.
El joven por poco no estalla, se abstuvo con mucho esfuerzo y el militar lo notó y entonces le dedicó una mirada superficial al montón de hojas impresas que tenía ante él sobre la mesa de escritorio y levantó nuevamente la vista hacia el hombre que parecía poco convencido.
—Hacer éste tipo de operaciones significa mover a más de cincuenta guardias en todo el Estado y afuera también para localizar el transporte ilegal con las reses dentro, tanto muertos como en pie —alardeó del supuesto sacrificio que harían como cuerpo militar.
El anciano denunciante se removió incómodo al escuchar aquello. Pero no se contuvo el hombre de cabellera negra y aspecto citadino para decir lo que pensaba.
—¿Tan mísero es su sueldo que prefiere recurrir al robo y el soborno para llenarse los bolsillos? —escupió sus palabras como un martillo sobre la cabeza del oficial.
El guardia parecía no ser afectado por el humor que llenaba la habitación, aunque ya desde antes, la tensión en el lugar era espesa y cansina.
—Aceptamos la condición —habló el señor mayor sin hacer caso de las palabras de su hijo, caminando entonces un par de pasos hacia adelante, denotando determinación y los otros dos lo miraron al instante.
Minutos más tarde, su hijo ya estaba convencido en medio de su irritación e indignación de que aquella era la única “solución” a la vista, mientras el padre pensaba más con cabeza fría y se tomaba las cosas con más calma.
Y por su parte, el oficial, con algunos reconocimientos colgados de su chaqueta que destellaban algún brillo, se levantó reclinando su silla hacia atrás y rodeando el escritorio para avanzar hacia el señor que tuvo la última palabra.
—Hecho —dijo de primero, extendiéndole la mano.
El hombre no tuvo alguna otra alternativa que responder al gesto, posterior a eso el militar se dirigió al más joven. Estrecharon su mano entonces el uniformado les habló a ambos.
—Nos podremos manos a la obra —aseguró el mismo con más ánimo—. Sus datos y números telefónicos están en el documento de la denuncia. Pueden retirarse y esperar los avances de todo esto pronto.
Después de ademanes de fingida cortesía se despidieron y salieron del comando, el oficial los vio alejarse hasta atravesar el umbral, posterior a eso giró sobre sus talones, avanzando hacia el teléfono que se situaba sobre su escritorio.
Lo descolgó y anotó una serie de dígitos en el cuadro de teclas con el audífono en la mano, al segundo tono respondió alguien al otro lado de la línea. Y unos segundos más tarde fue el oficial que habló.
—Ya tenemos cincuenta reces aseguradas —avisó el oficial, quién efectivamente era cómplice en todo aquello—. Es hora de alistar el guión de los chivos expiatorios —recordó sintiéndose triunfal—. De todos modos los necesitaremos para cerrar esa falla o incógnita que puedan tener, luego se liberan —pausó, asintió—. Eso es, simplemente actuar en el lugar planificado. Ya sabes, siempre debemos aparentar ser los superhéroes —se burló entre dientes—. Tenemos ahora el secuestro de cien reces, el rescate planificado y los chivos a la disposición —saboreó la victoria por anticipado—. Buena cantidad de dinero qué amasar, intenta no fallar en la negociación de la parte que nos corresponderá de ese botín, recuerda que es la mitad, así que pide el mejor precio por ella a los posibles compradores.