“Mejor es morir de una vez que estar siempre temiendo por la vida.”
Esopo.
Afortunadamente o por decisión tomada por los dioses congregados en un debate en algún lugar del mundo, Salomé advirtió aquello de inmediato y levanto el arma hacia quién a punto estaba de disparar la ametralladora hacia la rubia que torpemente buscaba el aro que le permitiría sostener el gatillo. Salomé disparó, frustrándole la meta a aquel ser y provocando al mismo tiempo que Dafne sintiera un incrédulo alivio al captar aquella situación de la que la habían librado, por supuesto había tenido en cuenta el peligro en el que estaba y la impresión le había dificultado la maniobra que ahora sí había conseguido con seguridad.
—Gracias, Salo —dijo en voz alta antes de disparar nuevamente en contra de los enemigos.
* * *
Ferguson hubiera continuado envuelto en un húmedo sueño en el cual no estaba incluida su esposa, cuyo cuerpo de rubia cabellera platinada descansaba sobre la misma cama de espalda hacia él, pero el brusco empujón de la puerta lo hizo sobresaltarse todo aturdido, la mujer a su lado hizo lo mismo y él, en largas pijamas de puntos negros buscó con los ojos entrecerrados y el entrecejo fruncido alguna orientación o explicación a lo que sucedía.
—Estuve tocando la puerta repetidas veces, señor —se disculpó su guardaespaldas con una ametralladora en sus manos—. Pero ustedes no escucharon, debí tomar ésta decisión. Vamos ya, han entrado a La Rosa Blanca —pausó, con expresión alarmada—. Vienen a por usted, están atacando.
Esas palabras bastaron para hacerlo aterrizar, aunque la rubia parecía no comprender aún la situación.
—Dese prisa, mi señora —aconsejó el guardaespaldas mientras el otro esperaba afuera.
A Ferguson no le hacían falta más palabrerías, estaba claro del acontecimiento. Era el motivo por el cual se atavió de prisa un chaleco antibalas y le arrojó desde el amplio y lujoso armario otro a su mujer. En el mismo momento, sin perder tiempo tomó la pistola que reservaba para ese tipo de situaciones y tomó la otra de repuesto acercándose a la rubia que ya se había colocado el chaleco a toda prisa.
—Espero que al menos tengas una noción de cómo usarla —le dijo con brusca rapidez arrojándole el arma de ésta dejó caer torpemente al no saber atajarla—. Intenta sobrevivir, buscaremos escapar —le dijo sin hacer mucho caso de los estúpidos movimientos de la mujer que se agachaba a recoger el objeto—. Esto no es otra de tus sesiones en la mansión del manicurista —le dio a entender con mordacidad al tiempo que calzaba sus zapatos con rapidez—. Si quieres seguir con vida, gánatela de algún modo.
—¡Oh mierda! —irrumpió alguien más en la habitación junto a otros empijamados, el guardaespaldas que había avisado al presidente dio media vuelta apuntando al que había hablado y a punto estuvo de disparar, sin embargo Phiutad seguía con gesto obstinado semejante a un hermano mayor que reprende al menor—.¡Dénse prisa, maldita sea! —refunfuñó—. ¡Nos quemarán el pellejo! —giró la cabeza bruscamente hacia el guardaespaldas—. Y tú baja el arma, idiota.
El guardaespaldas obedeció y el vicepresidente desvió su atención de él y la volvió a enfocar en los otros dos.
—Estamos rodeados —Phiutad avisó desesperado aunque sin lloriquear.
Phiutad estaba ya ataviado con pantuflas, pijama y el chaleco antibalas incluyendo una pistola como el presidente, su mujer y los otros gobernadores que ahora entraban a la habitación.
La puerta ahora era custodiada por todos sus guardaespaldas juntos a excepción de los que protegían afuera de las ventanas para bloquear el paso de cualquier atacante.
—Debemos pensar en algo, sino nos matarán —habló Hinnata Lenox, los demás tenían cara de asnos, sobretodo la mujer con las gafas de aumento.
Phiutad puso los ojos en blanco.
—Gracias, genio —dijo con sarcasmo—. Supongo que es algo que a nadie se le había ocurrido. ¿Alguna otra idea digna de un premio Nobel?