Capítulo 33

972 Words
“El infortunio pone a prueba a los amigos y descubre a los enemigos.” Epiteto.             El filo punzante y letalmente delgado del cuchillo de cazador con el mango rojo giró horizontalmente en el aire hacia el guardia que en algún momento pretendió disparar hacia Alexander, todo pareció transcurrir en ese momento a cámara lenta, el filo del arma blanca llegó hasta el uniformado de verde, cortando su cuello en una sola rebanada antes que este pudiera levantar la ametralladora.             El joven de cabello blanquecino que caía en largos mechones sobre su frente tuvo que recurrir a ésta estrategia al acabar las balas de la suya, utilizar el cuchillo le brindó la oportunidad de desenfundar dos armas cortas que llevaba a los lados en las caderas y disparar contra los demás. La sangre del cuello cortado se derramaba a chorros sobre el uniforme del hombre agonizante dejando sobre la tela manchas negruzcas que al tocar el suelo se miraba cuan rojo escarlata a punto de hacer coágulos sobre la cerámica blanca.             El cuchillo cayó a un lado de su cuerpo. Los disparos dejaban atronadores ecos en la estancia y Alexander continuaba intentando atinar en el pecho de sus opositores, aunque no era experto aún en aquello pese a varios días de entrenamiento, su puntería no se alejaba del blanco. Ya casi no quedaban guardias del lado contrario y los de su propio bando se habían dispersado a lo largo de otros pasillos. Entonces pudo correr hacia el degollado y coger el cuchillo rápidamente.             Aún semi agachado y levantándose como si tuviera un resorte en las piernas divisó al hombre de costado hacia él y a la vez en frente de William a una distancia de algunos 12 metros apuntándole con su ametralladora. Zimmer también se volvió hacia él, notando el asunto después de haber terminado con otro más, de no ser por la actitud del joven, probablemente la cabeza de éste no hubiera llegado a ser otra cosa que puré de cerebro. Alexander, a sabiendas que con la pistola probablemente fallaría decidió utilizar nuevamente el cuchillo, así que de una ágil maniobra arrojó el objeto hacia la mano del guardia que sostenía el arma que podría acabar con el líder del batallón golpista.             El cuchillo giró nuevamente pero ésta vez en forma vertical, incrustándose de lleno y de inmediato en la mano de aquel hombre que se quejó en un alarido de dolor haciéndole soltar el arma, oportunidad que Zimmer tomó luego para acabar con él llenándole la cara de balas. Alexander tragó saliva, algo dudoso de sí mismo pero felicitándose internamente por haber decidido atacar la mano y no el cuello de su fallecido oponente, puesto que haberle incrustado la hoja de aquel objeto en el cuello quizá hubiera provocado que al impactarlo éste pudiera halar el gatillo de todos modos con la poca fuerza débil y descontrolada que le quedaba contra Zimmer, cosa que claramente no iba a poder hacer con la mano totalmente atravesada y destilando sangre. —Estuvo cerca —murmuró el líder medio aturdido por aquello.             Alexander caminó hacia el hombre de cara destruida y luego de ponerse en cuchillas extrajo la hoja de la mano del muerto que al instante comenzó a destilar borbotones de sangre, limpió la hoja sucia de las botas de su pantalón y miró hacia su líder, asintiendo. —La verdad es que no estaba seguro de atinarle —mintió para conservar su modestia.             Se puso de pie, entrando en cuenta que por ahora no tenían más oponentes de frente y que de los demás se estaban encargando en los otros pasillos. William miró al techo de pronto y luego a los rincones superiores, recordando algo que había pasado por alto. —Demonios —maldijo—. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?             Alexander le siguió la mirada, desconcertado y ansioso por enterarse de la cosa que rondaba en la mente de éste otro hombre en ese momento. William soltó la ametralladora que a continuación colgó balanceándose sobre su abdomen y desenfundó una de las pistolas que cargaba a cada lado de su cadera apuntando luego a las cámaras de seguridad cuya luz parpadeante evidenciaba la actual toma de videos.             Disparó, atinándole a la primera. Disparó nuevamente, derribando la cámara al otro lado. Dio cinco pasos más y destruyó sin falla de otro disparo a una tercera cámara. Seguramente el vigilante de las pantallas que mostrarían todas las áreas vigiladas estaría maldiciendo enojado a punto de golpearse los dientes con una piedra por la frustración. W. Zimmer pulsó un botón que se situaba cerca de su cuello de una manera muy simple, se trataba del discreto micrófono conectado a un diminuto audífono que los técnicos de su escuadrón habían fabricado para una comunicación colectiva entre ellos sin la necesidad de ocupar sus manos como lo haría una radio. —Destruyan todas las cámaras a su paso —ordenó—. Repito, destruyan todas las cámaras a su paso. No debemos correr el riesgo de ser ubicados. Cambio.             Volvió a pulsar el botón y al instante obtuvo respuesta. —Entendido, señor —así y de otras formas informaron los otros también el haber acatado la orden.               Ahora sí, la persona que estaba monitoreando los pasillos y a su vez sirviendo de brújula para los guardias del presidente al dictarle a quién o a quiénes era más fácil atacar o dónde se ocultaba cada uno de los del otro bando, daba golpes de la rabia sobre la mesa más cercana. Su oficio estaba siendo frustrado, las pantallas se volvían rayas grises en una secuencia bestial. Entonces se acercó una radio a la cara. —¡Nos están jodiendo en grande! —avisó en un rugido—. ¡Están destruyendo todas las cámaras. Estén atentos, están por todas partes. Cambio y fuera! 
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