“Todo el mundo aspira a la vida dichosa, pero nadie sabe en qué consiste.”
Séneca.
Los distintos tipos de zumbidos a causa de las múltiples alarmas disparadas se hacían escuchar en toda la casa presidencial, en cada rincón. Eso aturdía al grupo de víboras que ingeniaban algún modo de escape.
Por otro lado, las palomas se estremecieron en sus lugares, mirando a todas partes y a ningún lugar al mismo tiempo dentro de la oscura habitación en las que las tenían secuestradas; muchos de los guardias de Ferguson sabían que aquello era alerta roja, mientas que los golpistas tenían dentro de sí mismos distintas emociones, algunos estaban aturdidos de miedo aunque cegados por la ira hacia los gobernantes, otros lo tomaban más como un deber moral que como un acto vengativo.
Por su parte, el asistente del presidente se abrió paso entre los guardaespaldas amontonados a la entrada de la habitación de Ferguson, logrando entrar después de protestar contra la desconfianza de los hombres armados que cuidaban del máximo líder de la nación.
—Señor presidente —dijo éste deteniéndose a pasos de ellos, arrimando hacia atrás sus gafas de aumento con la punta del dedo índice nerviosamente—. Estaré a su disposición —ofreció fingiendo fidelidad entre su habitual actitud nerviosa—. Supongo que podré serle de utilidad en algún momento, lo aseguro.
Phiutad bufó, como si el asistente le hubiera dirigido sus palabras a él. Entonces decidió escupir sus habituales ironías mirándolo de hito en hito mientras los demás, amontonados allí, esperaban una alternativa que les salvara el trasero.
—Es extraño —pronunció el vicepresidente en pijamas sin dejar de observar el aspecto del asistente de aires homosexuales—. Son las cuatro de la madrugada, hora en que todos deberíamos estar durmiendo —pausó y enfatizó luego—. Cómodos —No dejaba de mirarle la ropa—. Sin embargo usted parece no prestar mucha atención a ese tipo de cosas.
Mario Sledge se observó también en una fracción de minuto y luego decidió responder al vicepresidente de la nación.
—Ah —dijo como alguien que entra en cuenta de algo con poca importancia—. Se refiere usted a mi forma de vestir —pronunció como quién ya sabe la cosa—. Pues, algunas personas debemos estar ocupados en ciertas agendas atestadas que nos pueden tomar horas, incluso una noche completa; tanto así que ni para ducharnos tenemos un minuto. Ya sabe —hizo un gesto igual de irónico a propósito—. Nos encargamos de facilitar la vida a los amantes de las lujosas vacaciones y descansos extensos mientras nosotros los asistentes nos volvemos como pasas de tanto trabajar en eso, sin prestar tanta atención a lo que podría llamarse “vida propia”.
Eso calló al canoso hombre de piel morena y delgado cuerpo de zombi, que aún no parecía estar convencido por aquella respuesta, ¿por qué ese hombre estaba vestido con ropa formal cuando debería al menos estar ataviado con algo más cómodo que le facilitara las horas de trabajo?
—Bien, señor presidente —habló nuevamente el pelirrojo con actitud completamente profesional—. Tengo una idea que podría servir de algo —pausó, miró su reloj de pulsera y luego sacó una mediana tableta digital de uno de los bolsillos internos de su saco—. Según su agenda, dentro de exactamente 15 minutos arribará en la playa un barco que vine en busca de alguna mercancía —titubeó algo nervioso mirando hacia atrás la puerta, como si temiera que lo atraparan junto al combo reunido allí.
Dorothy Bell tragó saliva con nervios y el entrecejo ligeramente fruncido, decidiendo aportar algo.
—Sí, vienen a por... —hizo un pequeño suspenso—. A por la mercancía —se contuvo de completar la frase como era debido.
—De nada sirve pensar en ello —le recriminó Hinnata con disimulo a Dorothy—. Estará allí hasta que regresemos, habrá quién se haga cargo de… de eso. Ahora debemos largarnos de una vez.
La angustiada Dorothy asintió rápidamente, mordiéndose las uñas de las manos.
—Afortunadamente mis niños están fuera del país —recordó Dorothy, como si escucharse a sí misma supusiera un tipo de tranquilizante.
—Toda nuestra familia está a salvo —intervino el tranquilo Smith Dark quien a pesar de estar bastante envuelto en todo aquello se mantenía pasible—. Eso no supondrá algún problema.
—Señor —volvió a intervenir el asistente con actuado nerviosismo—. Ya casi amanece, le recordó—. Si la decisión será salir de aquí debemos actuar ahora mismo —apuró con énfasis en cada palabra.
El presidente lo miró y luego paseó su rápida mirada por el suelo como quien está indeciso, los demás se miraban las caras y el espacio entre ellos, con distintas expresiones faciales en sus rostros.
—¿Cuál es el plan? —decidió Ferguson sin hacer caso de la expresión de pánico que tenía su mujer tan rubia, delgada y elegante como una Barbie.
El asistente miró nuevamente la tableta de pantalla encendida por un segundo y volvió a mirar al presidente con los gesto de quién no quiere confesar una idea tonta y s*****a.
—Utilizar el elevador, pero bajaremos ésta vez y correremos hacia la playa —dobló su cintura girando la mitad superior de su cuerpo apenas para mirar de reojo a los guardaespaldas—. Necesitaremos la ayuda de ellos.
>. Pensó en cambio.
—Todas las salidas están bloqueadas —refutó como siempre el pedante Joe Phiutad—. Nos volverán ceniza y estiércol —objetó.
> completó en silencio el asistente con ganas que quitarle la cabeza al vicepresidente y mostrársela luego.
—De eso se trata, señor vicepresidente —replicó con tono amable pero con claro trasfondo mordaz—. Se supone que la idea es arriesgarse por salvarse así cueste una bala en una pierna —explicó con énfasis en su respuesta hacia el odiado señor—. O en la cabeza —optó—. En tal caso sería más honorable que preferir morir como cobardes.
> pensó, el asistente.
Ambos se miraron con riña no gritada.