Capítulo 25

2478 Words
“En la naturaleza humana hay generalmente más de necio que de sabio.” Eurípides.             La bala disparada por la pistola que Salomé tenía en sus manos dio justo en medio del círculo más pequeño en el pecho del maniquí de cemento a metros de ella, no se escuchó el sonido ensordecedor, sólo sintió el estremecimiento de sus manos al tiempo en que una ráfaga de disparos distantes se escuchaba amortiguado.             Las personas en fila a su lado izquierdo utilizaban distintos tipos de armas y debido al alboroto no tenían de otra que concentrarse únicamente en la suya que en la actividad de los demás; era así para todos, o al menos para la mayoría excepto para Salomé, cuyo cabello recogido en una cola alta se balanceaba con cada movida de su cabeza.             Bajó el arma, girando la cabeza a continuación un poco hacia la izquierda y divisó a William, de pie, como una horqueta a la inversa, con las manos en la cintura, el entrecejo ligeramente fruncido y su mente bastante concentrada en la instrucción que le daba a una menuda mujer de rubio cabello con ligeros reflejos naranja. Le señaló algo frente a ella sin mover los labios para decirle algo, la interpelada asintió y él también, parecía enseñarle el punto que debería atinar.             Esta otra mujer permanecía de costado hacia Salomé, mientras William permanecía de frente hacia ella y a la vez de Salomé aunque se encontrara a lo lejos con una distancia de aproximadamente treinta personas de por medio.             Salomé, que en ese momento estaba debidamente ataviada con una camisa púrpura manga larga y botones en medio sintió un extraño alivio al darse cuenta que William no tocaba a aquella mujer como lo había hecho con ella, con la rubia se mantenía diligente pero distante, mientras con ella había tenido la delicadeza de colocar el arma en sus manos como debía ser, en el sitio indicado, de acomodar su cabello, de tocar su mejilla. Por alguna razón la pelinegra sentía una inesperada atracción hacia el hombre de ojos seductores y mente fría.             Dos minutos transcurrieron y ella no hubiera dejado de estar lela a no ser porque la otra mujer giró la cabeza hacia ella, sonriendo luego al reconocerla al instante. No era otra distinta a Dafne, era la misma mujer de tez pálida y rostro aniñado que trabajaba en el restaurante de Kinston.             Por alguna razón William Zimmer la había atrapado, definitivamente el hombre que a Salomé le gustaba parecía olfatear cualquier talento potencial en las personas. Salomé le sonrió de vuelta, entonces la rubia volvió a lo suyo. Fue en ese momento cuando Zimmer, sin moverse de su sitio apuntó la mirada hacia su preferida, sin embargo se mantuvo serio, pero con expresión analítica en el líquido de sus iris azul rey alrededor de un par de dilatadas pupilas. Salomé sintió un vértigo evidente emanar desde sus vísceras como si se tratara de un corrientazo inesperado, al instante la sangre se fue a sus mejillas, bajó la cara y buscando alguna razón para evitar aquella mirada potente como una avalancha sobre ella, posó su atención distraída sobre el arma en sus manos y decidió volver a su práctica.               Apuntó a la cabeza del objeto de cemento en forma de hombre, cerró el ojo derecho apenas y haló el gatillo, la bala casi tan rápida como la luz chocó contra el centro del círculo más pequeño en lo que pudiera ser la cabeza del muñeco de cemento, desprendiendo un trozo hecho arena que calló sobre el suelo. Bajó la pistola lentamente, observando su mejoría, no era fastidioso practicar ese tipo de juegos, más bien le daba cierto placer el saber que pronto tendría un conocimiento bastante acercado a la perfección acerca de armas.             Quince minutos después…             William Zimmer, se limitaba a observar las distintas reacciones de Alexander al tener un arma en sus manos, estaban los dos solos en lo que sería algún tipo de despacho en aquel lugar subterráneo, la puerta estaba cerrada sin embargo ninguno de los dos parecía estar asfixiado.              Zimmer se sintió conforme con que el joven de cabello blanquecino y tatuajes en los brazos parecíera saber lo básico. —Las películas te enseñan ciertas cosas —dijo como un adolescente emocionado con algún juego.             Zimmer no respondió aún. Alexander sacó el cargador y lo introdujo nuevamente, le quitó el seguro y apuntó hacia un tablero de dardos a una distancia de aproximadamente 30 metros. Haló el gatillo y a continuación sus oídos quedaron zumbando. —Mierda —dijo Alexander al sentirse aturdido arrugando la cara mientras afincaba los dientes.             El eco quedó en toda la habitación. —Tampoco derribes mi oficina —pidió el líder después de librarse de su sordera. —Lo siento —se disculpó el otro, ligeramente avergonzado.             La bala había impactado bastante lejos del tablero y aguien irrumpió en la habitación luego de abrir bruscamente la puerta. —¿Todo en orden? —preguntó con evidente alarma. —Sí, Dagger —respondió Zimmer, acompañado de un asentimiento—. Todo en orden, puedes regresar a lo tuyo.             El hombre asintió con cara de alivio y cerró la puerta tras su retirada. Zimmer volvió su atención a Alexander, quién miraba con curiosidad infantil las armas que estaban sobre la mesa, pareció sonreír apenas cuándo sin pedir permiso tomó en sus manos un cuchillo de cazador. —Esto es maravilloso —canturreó con entusiasmo—. Vuelvo a mi infancia.             Giró sobre sus pies en media vuelta y de un estratégico movimiento ágil lo arrojó con fuerza y precisión hacia el tablero de dardos. El cuchillo dio varias vueltas en el aire antes de atinar perfectamente en el punto medio, clavándose en la madera hasta la mitad.             A todo esto, el jefe de escuadrón bufó, burlándose a medias mientras movía la cabeza en un gesto de negación. Le caía en gracia la torpeza del joven enérgico para disparar la pistola mientras que con un cuchillo, más pesado y más peligroso se comportaba como un excelente cazador. Zimmer sabía que Alexander era un talento que debía aprovecharse, una ingenuidad que podía tornar a una excelencia en el arte de la muerte y la justicia.               Luego de una media hora el oficial Zimmer los convocaba a todos a una reunión en la sala principal. Y a paso de vencedores se amontonaron todos de frente al joven hombre situado de espalda hacia la pared al lado de un mapa sobre una cortina de plástico casi tan grande como la pared. —Faltan dos semanas para nuestro primer ataque —dijo el uniformado hombre como siempre, yendo al punto—. Según ciertas fuentes que tengo a mi favor, el presidente y su grupo de políticos estarán aquí dentro de ese tiempo, ya que necesitará solucionar ciertos asuntos el día posterior a su llegada —pausó, mirándolos a todos y a ninguno en particular, caminando a pasos de profesor universitario frente a quiénes podrían ser sus alumnos—. Debemos estar alerta. Atacaremos en la madrugada, hora en la cual los guardias que custodian la casa presidencial no estarían esperando lo que se les avecina. Tenemos en nuestro poder cinco helicópteros que utilizaremos sin duda, sin embargo ya tengo seleccionadas las personas que pilotearán debido a que yo iré directo al lugar en el que esté nuestro objetivo, ustedes cubrirán la espalda de los que tomaremos ese riesgo y volarán la cabeza del enemigo —pausó para luego recordarles—. Queda terminantemente prohibido asesinar a cualquiera de los gobernadores, tampoco deben matar al presidente si esa fuera la oportunidad que tuvieran; lo necesitamos vivos. Tenemos armas y explosivos suficientes, patrullas que nos servirán de algo. Debemos lograr esto, debemos avanzar hasta conseguir lo que buscamos —señaló un punto en el mapa tras él—. Veinte de ustedes atacarán en ésta zona —señaló otro punto—. Veinte más atacarán por acá —otro punto más hacia arriba—. Otros veinte por aquí y de éste lado veinte más —miró a sus alumnos—. El piloto, tres guardias y yo entraremos por aquí —señaló el centro—. Supongo que en éste caso el helicóptero no será necesario si atacamos directo al punto. Ya tenemos las radios modificadas y adaptadas.             En medio de aquel discurso instructivo entró un hombre empujando una porta cargas de dos ruedas con una bolsa transparente que contenía trajes negros. —Aquí está señor —dijo el soldado que llegó—. 300 uniformes. 150 aquí y los demás aún en el depósito.         Zimmer asintió y volvió su atención hacia sus liderados. —Sus uniformes están listos —avisó caminando hacia la bolsa y extrayendo el primer paquete—. Están adaptados a la talla de cada uno —señaló el primer traje, un pantalón n***o de bolsillos, franela negra y camisa gruesa manga larga del mismo color—. También hay chalecos antibalas —alzó otra pieza hacia ellos del paquete que había sacado—. Y un casco —señaló el objeto n***o de cara destapada—. Está hecho de un material resistente a las balas —hizo una mueca y se encogió de hombros—. Aunque dudo que sea de mucha protección al rostro —pausó nuevamente—. Y por último, la mascarilla —alzó un objeto de cuero n***o parecido a una mascarilla quirúrgica—. Parece algo estúpido, pero no sería apropiado que nos vean el rostro, no a menos que alguien quiera tener a su familia dos días después siendo rehenes de algún psicópata del gobierno.             Permanecían en silencio, observando atentos. Algunos de ellos se removían incómodos en su mismo sitio y otros más esperaban ansiosos a que llegara el día el enfrentamiento, mientras tanto Zimmer sólo quería que todo aquello resultara positivo para ellos, logrando el menor número de bajas. —Esto es un auricular que servirá para una mejor y más cómoda comunicación, vean —lo mostró—. Es pequeño y práctico, muchos como éste fueron hechos aquí mismo. Es una improvisación técnica que esperamos no falle durante la función.             Alexander lo miraba con atención y notable emoción mientras imaginaba que sería parte de una s*****a misión en la cual estaría en juego la libertad de Las Minas Negras. Miró el uniforme y luego todos sus accesorios sobre la mesa ante la que estaba de pie el líder. —Ten —lo sorprendió Zimmer, ofreciéndole otro paquete que contenía el uniforme dentro, quizá porque era el que más se le aproximaba en la cercanía, estaba en la primera fila, pero no era por ese motivo—. Sobre el envoltorio está tu nombre, quizá no se ajuste perfectamente a tu talla, los fabricantes tuvieron que trabajar a toda máquina para tener cada uno de estos a tiempo.             Alexander sacudió la cabeza. —Está perfecto —dijo, sacando el objeto más próximo a la abertura del cierre, la mascarilla—. Aunque, si no es considerado estúpido, podría hacerle un diseño a estos útiles accesorios —sugirió.             Zimmer hizo una seña con las manos, como demostrándole que no importaba. —Haz lo que quieras —se lo permitió indiferente, consintiendo que el joven no abandonara su lado de artista sensible—. Pero rápido, no hay que perder tiempo.             No transcurrieron al menos tres segundos cuando el timbre de un móvil sonó avisando una llamada entrante. Algunos se removieron en sus lugares buscando el lugar del que provenía aquello, igualmente Zimmer miró al público extrañado, con el entrecejo medio fruncido, entonces divisó al hombre cuarentón de barba incipiente que nerviosamente cortó la llamada.             Era de esperar que por la profundidad de su localización no hubiera cobertura de móvil, pero a esta problemática el equipo informático de Zimmer decidió hacer algunos arreglos y trucos con sus aparatos electrónicos para que pudiera haber señal aunque estuvieran a varios metros bajo tierra.             A ese detalle imprevisto con uno de sus guardias, Zimmer fingió no darle mucha importancia, pero antes que pudiera continuar con su monólogo el timbre volvió a escucharse. De modo que por esto el líder miró con ojos fríos y fulminantes al hombre que ahora titubeaba para tomar el teléfono de su bolsillo. —Es mi madre —dijo precipitadamente—. El Alzheimer ataca fuerte, definitivamente es un error dejarle un teléfono a la mano.             William no era estúpido, incluso antes que alguien levantara un arma hacia él la suya ya habría disparado y atinado en medio de los ojos del objetivo. —Entonces responde —le dijo suavemente.             El hombre titubeó nuevamente sacudiendo la cabeza mientras el timbre continuaba. —No es necesario —cortó la llamada y estuvo a punto de apagar el celular con las manos desequilibradas cuándo volvió a sonar. —Atiende —le dijo con voz más autoritaria—. Ahora —ordenó decidiendo caminar tranquilamente hasta él, abriéndose paso entre los demás.             Se detuvo frente al sospechoso, mirándolo como un perro rabioso hacia un minino casi indefenso. El hombre no tuvo otra alternativa que responder.   —Hola mamá, ya volveré, sólo espera un poco más por favor —dijo con voz casi quebrada—. Adiós, hablaremos luego —iba a cortar la llamada nuevamente cuándo de un manotazo William Zimmer arrebató el objeto y miró la pantalla, no pareció ser de su agrado lo que vio, pero mucho menos lo fue cuándo notó la otra mano del sujeto escondida dentro del pantalón haciendo un discreto bulto. —Dame eso —ordenó con tono seco.             Los latidos del corazón de aquel ciudadano casi se podían escuchar, comenzando a sudar previamente, inmerso en una ola de pánico evidente. Miró a los lados buscando el apoyo de alguno de sus compañeros, pero todos estaban atentos a lo que acontecía, sin mucho ánimo de querer interceder por él y a vistas de no tener alternativa, sacó el objeto alargado de color n***o y se la entregó dudoso y aterrado al hombre de azules ojos. —Una grabadora —dijo Zimmer sin alterar el tono de su voz, observando el objeto de tamaño práctico y volviendo a mirar el celular inteligente en su mano, percatándose de que la llamada continuaba activa, entonces se lo acercó a la boca—. Podrá llamar a su infiltrado dentro de algunas horas, lo contactará efectivamente al teléfono del diablo, porque es al mismísimo infierno al cual lo enviaré de un balazo —dicho esto cortó la llamada.             En torno a él, todo su equipo contuvo el aliento, esperando cualquier cosa en completo silencio.             Las pupilas de Zimmer eran como un foco que amenazaba con soltar un rayo láser que fulminaría enseguida al hombre de más edad frente a él, el mismo que en su garganta sentía un nudo amenazando con ahogarle y que en silencio rogaba por su vida.
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