Rafael estaba muy nervioso.
Aquella señorita que tenía frente a él había estado intentando soltar, durante un buen rato, los botones de su chaqueta. ¿Cómo podía alguien ser tan complicado para quitarse una simple prenda de ropa? Había cosas que uno nunca sería capaz de explicar. Por ejemplo, la dificultad con la que aquella señorita podía desvestirse.
-¿Puedo ayudarla, señorita Wayne? -preguntó Rafael. Sin embargo, no lo preguntó por educación, sino que lo preguntó porque ya no soportaba seguir viendo semejante tortura china para los ojos.
Ella retrocedió un poco, con el rostro inmutable.
-Muchas gracias, señor Hamilton. No obstante, no veo por qué deberíamos exasperarnos los dos por una simple chaqueta.
Quizá porque la está liando demasiado para quitarse esa simple chaqueta, pensó.
Él dio un paso hacia la joven.
-Permíteme que insista -respondió-. Lo que está haciendo solo lo empeora.
Y ni siquiera entendía como eso era posible.
Ella cerró una mano sobre los botones de la chaqueta. Tenía los labios apretados.
-No es necesario.
Rafael se abstuvo de resoplar.
-Creo que lo es -acotó-. Ahora si me permite…
Rafael inclinó su cuerpo sobre ella. Grace era bajita. También olía a ropa mojada, fango y algo un poco más dulzón como las flores. Él le apartó con suavidad la mano para observar mejor el destrozo que estaba haciendo.
Notó que tenía las manos temblando. Probablemente aquella señorita se estaba congelando a causa del frío. También había notado que el simple roce de sus manos había sido capaz de ponerla más nerviosa y de provocar ciertos rubores en sus mejillas que antes habría jurado que eran imperceptibles.
Rafael contuvo una exclamación en voz alta. ¡Por Dios Santo! ¿Cómo se podía ser tan inocente a su edad?
Una parte de él quería creer que aquella señorita simplemente se sentía avergonzada porque la viera en aquellas condiciones. No obstante, otra parte de él se regodeaba y se orgullecía de sacar esas reacciones en ella. Maldita sea, ¿acaso estaba perdiendo la cabeza?
Grace era hermosa y suave -por lo que había podido comprobar al tomar su mano-; y él no debería de estar pensando en eso.
Había ido por una razón. La de completar un trabajo, ayudar a un amigo y demostrarle a su padre que era mucho más que un tonto hijo que le hacía gastar dinero. Los años en la guerra lo habían endurecido, pero también lo habían hecho sentirse avergonzado de ciertas partes de su cuerpo.
Una de ellas había sido aquella pierna que todavía se veía afectada por su herida de guerra en todo momento.
Sus ojos se desviaron para observar los impresionantes ojos de la señorita Wayne. Era de un azul intenso que lo hipnotizaban y que le recordaban a un claro día de verano.
Tuvo que verse obligado a recordarse que no estaba allí para comenzar otro romance. Sus pasadas conquistas y desenamoramientos deberían de haberle hecho aprender de aquello para que no volviera a repetir los mismos errores. Intentó concentrarse en lo que estaba haciendo. Uno a uno, fue quitando todos los botones de la calada chaqueta y luego, estuvo tentativo de quitar la camisa.
Quizá lo mejor era que se encargara de eso la señorita Wayne. No obstante, sus manos se negaban a moverse de su sitio. Era como si un imán lo obligara a permanecer unido a ella, aunque probablemente eran más sus propios deseos, que algún tipo de poderoso imán invisible.
-¿Ya ha terminado?
Rafael pestañeó.
-¿Perdone?
-Que si ya ha terminado con los botones.
Volvió a pestañear antes de dar un paso atrás, como si el solo toque de la chaqueta de la señorita Wayne quemara de repente.
-Sí, perdone la espera.
Ella simplemente asintió. Si la había perturbado, no lo demostró. Una razón más por la que debía mantenerse alejado, no podía leer las expresiones de su rostro.
-Yo debería ser la que debería de agradecerle por ayudarme -dijo con las mejillas adorablemente enrojecidas, para su sorpresa y para hacerle reformular su teoría anterior-. Muchas gracias, señor Hamilton.
Aunque, en realidad, habría sido mucho más prudente si no hubiera sido yo el que lo hizo, se lamentó Rafael.
Estaba siendo muy imprudente.
-En ese caso, me alegra poder haberle sido de ayuda.
Grace asintió por una leve fracción de segundo antes de recomponerse a la imagen que había adoptado cuando entró en aquella habitación.
Por un momento, había olvidado que la persona que se encontraba frente a ella no era otro que el primer hijo del señor Hamilton: Rafael Hamilton. Todavía no sabía que era lo que lo había traído hasta un lugar tan escondido como el pueblo de Shaftesbury, pero planeaba descubrirlo.
Fuera lo que fuera, iba a estar preparada para aquello.
No podía decir que no estuviera acostumbrada a los hombres. ¡Ni qué decir! Tantos años en compañía de su padre y delegando los deberes de este como suyos propios, habían hecho que tuviera que relacionarse más con el sexo masculino de lo que cualquier otra jovencita a su edad -que no estuviera casada- hubiera tenido que hacerlo.
Con el tiempo había aprendido a ser elocuente, asertiva, astuta y muchas otras cosas más. Los hombres siempre la habían tratado como si estuvieran en lo más alto y ella fuera una simple hormiga de los campos silvestres.
Ese no era el caso.
Ella era una luchadora. Había tenido que aprender a serlo tras la temprana muerte de su madre y las bodas de sus hermanas. Ambas hermanas habían sido casadas con hombres poderosos y buena situación económica. Ahora, con sus propios hijos de los que encargarse, solo ella había quedado para apoyar a su padre en el olvido de su día a día, junto con su lamento por el fallecimiento de su esposa.
No obstante, para ella, Rafael era completamente diferente a aquellos caballeros con los que había que tenido que toparse hasta el momento.
Desde sus zapatos bien lustrados hasta el cabello bien peinado, destilaban una elegancia atrayente que le había preguntarse con qué tipo de persona estaba tratando. Y aquello posiblemente se debiera también a como los pantalones se le ajustaban en las zonas correctas; o como la chaqueta que llevaba sobre su torso, dibujaba perfectamente las líneas de sus brazos.
Aquel sujeto era un hombre de pies a cabeza. Y aquellos ojos de un verde azulado tan intenso y brillante, tan únicos y especiales… No hacían ninguna mejoría para que pudiera apartar su vista de él.
Quería saber lo que se sentía al tocarlo. Que sentiría si rozaba sus labios con los suyos y como sería estar entre sus brazos.
Una completa locura.
Para Rafael, por otra parte, las cosas tampoco resultaban ser sencillas. La señorita Wayne le había causado una muy mala impresión con su mala elección de ropa. Y era que aquella chaqueta que apenas había conseguido desabotonar, solo había conseguido sacarlo de sus casillas.
Lo que había dado resurgido en una muy mala primera impresión.
Se suponía que las damas debían de ir siempre bien vestidas. Siempre bien arregladas. Ellas debían de ser coquetas, con miradas dulces y palabras suaves. Pero la señorita Grace Wayne dejaba mucho que desear de todo aquello.
Ella era diferente.
Se veía y sentía diferente.
Era demasiado obvio que estaba acostumbrada a actuar con independencia y que no le importaba lo más mínimo lo que pudieran opinar de ella.
Tampoco parecía el tipo de fémina que necesitara de un hombre para seguir adelante. Es más, si fuera posible, apostaría toda su herencia -o lo que quedaba de ella-, y su puesto en el Parlamento, de que ella sería mil veces mejor que muchos hombres, ejerciendo el mismo trabajo que ellos.
Pero aquello solo era una suposición.
Al fin y al cabo, no la conocía. Y era demasiado obvio que, después de su viaje para hablar única y expresamente con su padre, no volvería a verla.
Una verdadera lástima, sin duda.
-Y bien, señor Hamilton, ¿qué le ha traído por aquí? -preguntó.
Rafael enderezó los hombros y le dirigió una encantadora sonrisa que le hizo temblar las piernas.
-He venido a hablar con su padre, el señor Wayne, sobre el proyecto de un futuro canal que, mi amigo, el señor Brett Harrison, tiene pensado llevar a cabo alrededor de Shaftesbury.
Grace retuvo una mueca de disgusto. Aquello no sonaba bien. Abrir un canal no iba a hacer ningún bien a un pueblo como aquel. En todo caso, solo destrozaría las tierras de los alrededores.
-Siento decirle que, en este momento, mi padre no se encuentra en casa -respondió con una sonrisa que, desde luego, no sentía-, Si hubiera enviado una carta, con un poquito de suerte podría haberlo encontrado aquí. Aunque me temo que esas oportunidades suelen ser más bien escasas.
Rafael apretó los puños y frunció el ceño. ¿Le estaba acusando de presentarse sin ser invitado?
-Le aseguro de que he enviado una carta anunciando de mi llegada -contestó-. Supongo que su padre debe de haberse olvidado de ella, señorita Wayne. De lo contrario, tenga por seguro que en este momento se encontraría aquí.
Pero aquello era prácticamente imposible. Ninguna carta llegaba a su padre sin pasar antes por ella. A pesar de que sabía de qué aquello que decía era totalmente improbable, algo le dijo que quizá lo más seguro era ir a comprobarlo al despacho de su padre.
-Puedo ir a comprobarlo en un momento -sugirió-. Si así lo quiere, pero espero que no le importe que antes vaya a cambiarme de ropa.
Los ojos de Rafael se desviaron entonces a su camisa. Ahí fue cuando se dio cuenta de que la señorita Grace había pasado todo el tiempo que había estado hablando con él, mojada por la lluvia. Maldijo por dentro. ¿Qué clase de caballero era, que dejaba a una señorita frente a él totalmente calada por el frío? ¡Estaba prácticamente a un paso de coger una pulmonía! Y sería su culpa.
Si es que nadie le ganaba a zopenco…
-Por supuesto que no hay problema, señorita Wayne -respondió algo mortificado-. Será un placer para mí esperar aquí hasta su regreso.
Grace le dedicó una increíble sonrisa que hizo que se le apretara el pecho. ¡Maldición! Aquella hermosa mujer no dejaba de cautivarlo.
-Muchas gracias, señor Hamilton.
Rafael deseó saber qué se sentiría al escuchar su nombre de los labios de Grace. Seguramente sería magnifico.
Dichas esas palabras, la señorita Grace desapareció por la puerta del salón, dejando a un Rafael solo, confundido y aguantando las ganas de darse un puñetazo por el hilo de sus pensamientos, por desearla y por semejante torpeza ante una dama como ella.
-No es necesario.
Rafael se abstuvo de resoplar.
-Creo que lo es -acotó-. Ahora si me permite…
Rafael inclinó su cuerpo sobre ella. Grace era bajita. También olía a ropa mojada, fango y algo un poco más dulzón como las flores. Él le apartó con suavidad la mano para observar mejor el destrozo que estaba haciendo.
Notó que tenía las manos temblando. Probablemente aquella señorita se estaba congelando por el frío. También había notado que el simple roce de sus manos había sido capaz de ponerla más nerviosa y de provocar ciertos rubores en sus mejillas.
Rafael contuvo una exclamación en voz alta. ¡Por Dios Santo! ¿Cómo se podía ser tan inocente a su edad?
Una parte de él quería creer que aquella señorita simplemente se sentía avergonzada porque la viera en aquellas condiciones. No obstante, otra parte de él se regodeaba y se orgullecía de sacar esas reacciones en ella. Maldita sea, ¿acaso estaba perdiendo la cabeza?
Grace era hermosa y suave -por lo que había podido comprobar al tomar su mano-; y él no debería de estar pensando en aquello.
Había ido por una razón. La de completar un trabajo, ayudar a un amigo y demostrarle a su padre que era mucho más que un tonto hijo que le hacía gastar dinero. Los años en la guerra lo habían endurecido, pero también lo habían hecho sentirse avergonzado de ciertas cosas de su cuerpo.
Una de ellas había sido aquella pierna que todavía se veía afectada por su herida de guerra.
Sus ojos se desviaron para observar los impresionantes ojos de la señorita Wayne. Era de un azul intenso que lo hipnotizaban y que le recordaban a un claro día de verano.
Tuvo que verse obligado a recordarse que no estaba allí para comenzar otro romance. Sus pasadas conquistas y desenamoramientos deberían de haberle hecho aprender de aquello. Intentó concentrarse en lo que estaba haciendo. Uno a uno, fue quitando todos los botones de la calada chaqueta y luego, estuvo tentativo de quitar la camisa.
Quizá lo mejor era que se encargara de eso la señorita Wayne. No obstante, sus manos se negaban a moverse de su sitio. Era como si un imán lo obligara a permanecer unido a ella, aunque probablemente eran más sus propios deseos, que algún tipo de poderoso imán invisible.
-¿Ya ha terminado?
Rafael pestañeó.
-¿Perdone?
-Que si ya ha terminado con los botones.
Volvió a pestañear antes de dar un paso atrás, como si el solo toque de la chaqueta de la señorita Wayne quemara.
-Sí, perdone la espera.
Ella simplemente asintió. Si la había perturbado, no lo demostró. Una razón más por la que debía mantenerse alejado, no podía leerla.
-Yo debería ser la que debería de agradecerle por ayudarme -dijo con las mejillas adorablemente enrojecidas, para su sorpresa-. Muchas gracias, señor Hamilton.
Aunque, en realidad, habría sido mucho más prudente si no hubiera sido yo el que lo hizo, se lamentó Rafael.
Estaba siendo muy imprudente.
-En ese caso, me alegra poder haberle sido de ayuda.
Grace asintió por una leve fracción de segundo antes de recomponerse a la imagen que había adoptado cuando entró en aquella habitación.
Por un momento, había olvidado que la persona que se encontraba frente a ella no era otro que el primer hijo del señor Hamilton: Rafael Hamilton. Todavía no sabía que era lo que lo había traído hasta un lugar tan escondido como el pueblo de Shaftesbury, pero planeaba descubrirlo.
Fuera lo que fuera, iba a estar preparada para aquello.
No podía decir que no estuviera acostumbrada a los hombres. ¡Ni qué decir! Tantos años en compañía de su padre y delegando los deberes de este como suyos propios, habían hecho que tuviera que relacionarse más con el sexo masculino de lo que cualquier otra jovencita a su edad -que no estuviera casada- hubiera tenido que hacerlo.
Con el tiempo había aprendido a ser elocuente, asertiva, astuta y muchas otras cosas más. Los hombres siempre la habían tratado como si estuvieran en lo más alto y ella fuera una simple hormiga de los campos silvestres.
Ese no era el caso.
Ella era una luchadora. Había tenido que aprender a serlo tras la temprana muerte de su madre y las bodas de sus hermanas. Ambas hermanas habían sido casadas con hombres poderosos y buena situación económica. Ahora, con sus propios hijos de los que encargarse, solo ella había quedado para apoyar a su padre en el olvido de su día a día, junto con su lamento por el fallecimiento de su esposa.
No obstante, para ella, Rafael era completamente diferente a aquellos caballeros con los que había que tenido que toparse hasta el momento.
Desde sus zapatos bien lustrados hasta el cabello bien peinado, destilaban una elegancia atrayente que le había preguntarse con qué tipo de persona estaba tratando. Y aquello posiblemente se debiera también a como los pantalones se le ajustaban en las zonas correctas; o como la chaqueta que llevaba sobre su torso, dibujaba perfectamente las líneas de sus brazos.
Aquel sujeto era un hombre de pies a cabeza. Y aquellos ojos de un verde azulado tan intenso y brillante, tan únicos y especiales… No hacían ninguna mejoría para que pudiera apartar su vista de él.
Quería saber lo que se sentía al tocarlo. Que sentiría si rozaba sus labios con los suyos y como sería estar entre sus brazos.
Una completa locura.
Para Rafael, por otra parte, las cosas tampoco resultaban ser sencillas. La señorita Wayne le había causado una muy mala impresión con su mala elección de ropa. Y era que aquella chaqueta que apenas había conseguido desabotonar, solo había conseguido sacarlo de sus casillas.
Lo que había dado resurgido en una muy mala primera impresión.
Se suponía que las damas debían de ir siempre bien vestidas. Siempre bien arregladas. Ellas debían de ser coquetas, con miradas dulces y palabras suaves. Pero la señorita Grace Wayne dejaba mucho que desear de todo aquello.
Ella era diferente.
Se veía y sentía diferente.
Era demasiado obvio que estaba acostumbrada a actuar con independencia y que no le importaba lo más mínimo lo que pudieran opinar de ella.
Tampoco parecía el tipo de fémina que necesitara de un hombre para seguir adelante. Es más, si fuera posible, apostaría toda su herencia -o lo que quedaba de ella-, y su puesto en el Parlamento, de que ella sería mil veces mejor que muchos hombres, ejerciendo el mismo trabajo que ellos.
Pero aquello solo era una suposición.
Al fin y al cabo, no la conocía. Y era demasiado obvio que, después de su viaje para hablar única y expresamente con su padre, no volvería a verla.
Una verdadera lástima, sin duda.
-Y bien, señor Hamilton, ¿qué le ha traído por aquí? -preguntó.
Rafael enderezó los hombros y le dirigió una encantadora sonrisa que le hizo temblar las piernas.
-He venido a hablar con su padre, el señor Wayne, sobre el proyecto de un futuro canal que, mi amigo, el señor Brett Harrison, tiene pensado llevar a cabo alrededor de Shaftesbury.
Grace retuvo una mueca de disgusto. Aquello no sonaba bien. Abrir un canal no iba a hacer ningún bien a un pueblo como aquel. En todo caso, solo destrozaría las tierras de los alrededores.
-Siento decirle que, en este momento, mi padre no se encuentra en casa -respondió con una sonrisa que, desde luego, no sentía-, Si hubiera enviado una carta, con un poquito de suerte podría haberlo encontrado aquí. Aunque me temo que esas oportunidades suelen ser más bien escasas.
Rafael apretó los puños y frunció el ceño. ¿Le estaba acusando de presentarse sin ser invitado?
-Le aseguro de que he enviado una carta anunciando de mi llegada -contestó-. Supongo que su padre debe de haberse olvidado de ella, señorita Wayne. De lo contrario, tenga por seguro que en este momento se encontraría aquí.
Pero aquello era prácticamente imposible. Ninguna carta llegaba a su padre sin pasar antes por ella. A pesar de que sabía de qué aquello que decía era totalmente improbable, algo le dijo que quizá lo más seguro era ir a comprobarlo al despacho de su padre.
-Puedo ir a comprobarlo en un momento -sugirió-. Si así lo quiere, pero espero que no le importe que antes vaya a cambiarme de ropa.
Los ojos de Rafael se desviaron entonces a su camisa. Entonces, se dio cuenta de que la señorita Grace había pasado todo el tiempo que había estado hablando con él, mojada por la lluvia. Maldijo por dentro. ¿Qué clase de caballero era, que dejaba a una señorita frente a él totalmente calada por el frío? ¡Estaba prácticamente a un paso de coger una pulmonía! Y sería su culpa.
Si es que nadie le ganaba a zopenco…
-Por supuesto que no hay problema, señorita Wayne -respondió algo mortificado-. Será un placer para mí esperar aquí hasta su regreso.
Grace le dedicó una increíble sonrisa que hizo que se le apretara el pecho. ¡Maldición! Aquella hermosa mujer no dejaba de cautivarlo.
-Muchas gracias, señor Hamilton.
Rafael deseó saber qué se sentiría al escuchar su nombre de los labios de Grace. Seguramente sería magnifico.
Dichas esas palabras, la señorita Grace desapareció por la puerta del salón, dejando a un Rafael solo, confundido y aguantando las ganas de darse un puñetazo por el hilo de sus pensamientos, por desearla y por semejante torpeza ante una dama como ella.