Capítulo 2

1994 Words
 30 de abril de 1920 Grace Wayne   Pocas veces eran las que Grace sentía un centelleante dolor en la nuca. Eso solo podía significar que algo bastante malo estaría a punto de ocurrir. Estaba saliendo de las cuadras, de regreso a la casa de campo en mitad de la lluvia, cuando aquel dolor se volvió aún más molesto. Insoportable, diría ella. En aquel momento habría dado cualquier cosa para tomar un té puramente inglés y quedarse sentada leyendo un buen libro. Pero, como ella misma intuía, algo malo iba a pasar. Aquello había sucedido cuando se había detenido a recoger a su yegua tras un paseo temprano por los campos de Shaftesbury en el condado de Dorset. Se encontraba guardándola en el establo cuando un lacayo se acercó a ella bastante cansado y nervioso. -Tenemos un problema, señorita -le dijo. >-. Se ha presentado un caballero que viene a ver a su padre. También afirma tener una cita, cosa que parece ser cierta pues el señor Howard ha abierto la agenda del señor y se encuentra ahí claramente, escrita por la mano del propio señor. Si Howard, el mayordomo de la familia, decía que existía dicha nota, entonces podía ser cierta. Y podía habérselo notificado su padre en algún momento, ya puestos, aunque ella no lo recordara. Pero lo que más le extrañaba era que de verdad tuviera una cita. Al fin y al cabo, su padre nunca solía quedar con nadie. Sus propios vecinos apenas lo veían una vez cada cierto tiempo y aquello no era más que mera suerte. Se pasaba el día desapareciendo y solo regresaba para la cena. Puntual como un reloj de cuco. Fuera quien fuera su invitado, esperaba demasiado si pensaba que encontraría a su padre en casa. Ni siquiera ella lo había visto desde la mañana y aquello era tan solo lo habitual. Estaba segura de que aquello debía de ser una equivocación y que, en realidad, a quien quería ver el invitado era al administrador de la finca. Sí. Debía de ser eso, sin ninguna duda.  -¿Estás seguro de que ese caballero ha venido a ver a mi padre? -preguntó un poco desconfiada-. Lo más probable es que haya venido a ver al administrador de la finca. -El señor Howard dice que no sería lo correcto, señorita -cogió aire-. El señor Howard está muy por debajo del caballero. Es un tal señor Hamilton y su padre es un antiguo duque de no sé dónde, de algo bastante importante, creo. Grace estaba cada vez más confundida. -¿Hamilton? -se extrañó-. Ese es el apellido de una de las cuatro familias ligadas a la corona. Hubo un matrimonio entre los Sallow y los Hamilton -pestañeó-. ¿Me estás diciendo que ese hombre es hijo de Elliot Hamilton? ¿Qué podría hacer una familia tan importante en aquel lugar? Se preguntó. -Sí, señorita -respondió-. Y, además, se trata del primogénito y famoso héroe que fue herido en la última guerra y que regresó de entre los muertos. Por eso lo hemos hecho entrar a la sala. El señor Howard dice que no debemos dejarlo plantado como si fuera un cualquiera. La leche. Lo que nos faltaba ahora. Grace se miró a sí misma. Se encontraban en temporada de lluvias y tenía las botas de montura llenas de barro. También había llegado tarde y, si iba a cambiarse, lo dejaría esperando aún más tiempo del que ya llevaría. El dolor en su nunca se hizo más punzante. Desde luego, aquel no era su día. Grace se miró una vez más las ropas antes de coger aire y salir corriendo hacia la casa. -Que sea lo que tenga que ser -murmuró.   Rafael   Si había algo que no le gustaba a Rafael Hamilton, eso era esperar. Esperar y los sitios alejados de la mano de Dios. Por si fuera poco, aquel sitio era justamente como le había indicado su buen amigo Brett. Un lugar lejos de la civilización moderna de Londres, con falta de caminos por los que ir correctamente en coche o a pie; y que llenaba de un barro fangoso cada vez que era temporada de lluvias. Justamente como en aquel momento en el que se encontraban, en medio de una leve llovizna que, a juzgar por su instinto, iba a empeorar a medida que pasara el día. Dejó que su mirada se posara en la habitación en la que se encontraba y la repasara. Aquel viejo caserón era, sin dudas, un lugar sumamente magnífico. Bastante antiguo, no iba a negarlo, pero había algo en ese encanto rústico que lo hacía verse especial. Le recordaba a la casa de verano de su familia, a la que había ido en innumerables ocasiones con sus padres y hermanos a lo largo de su infancia. Aquello le recordó como su madre acostumbraba a tumbarse en el sofá de la biblioteca para leer mientras su padre se sentaba junto a ella y la miraba con una sonrisa enamoradiza. Recordaba haber estado en esa vieja biblioteca con su madre leyendo cuentos y jugando con sus hermanos menores a escondidas, perdiéndose en las incontables estanterías llenas de libros. Suspiró con anhelo. Daría todo lo que fuera por repetir esos años de su vida. No obstante, ahora se encontraba atravesando un problema mayor. Había venido para cumplir una misión y no regresaría a su hogar hasta que lo lograra o, hasta que le surgiera otro asunto que lo obligara a partir de regreso. Rafael examinó la colección de pintura de la sala en la que lo habían dejado hasta reparar en la inmensa alfombra que se encontraba bajo sus pies, con dibujos que se le hacían curiosos. Se aburría de esperar. Dejó que sus pies lo llevaran hasta la cristalera y miró hacia fuera. Las puertas de vidrio daban a una terraza desde la que se accedía a una interesante disposición de jardines que se perdían en el horizonte. Le parecía gracioso que tuvieran jardines en pleno campo, pero supongo que un caserón como aquel también necesitaba algo más que hierbajos y pinos. Más allá de estos, seguía una sucesión de prados y, al fondo, unas colinas y valles que se perdían en la inmensidad de su estatura. Sin embargo, nada de ellos llamaba lo suficiente la atención. Su atención. Lo único que lo atrajo fue una joven que subía corriendo la escalera que llevaba a la terraza, con unos pantalones de montar manchados de barro, el cabello alborotado y mechones rubios danzando sobre su rostro. Por instinto, contuvo el aliento. Todavía estaba fijándose en su pelo cuando la vio cruzar a toda prisa la terraza. Rafael gozó sin impedimento alguno la visión de unas piernas increíblemente esbeltas y largas y de unas pantorrillas bien torneadas antes de que ella se detuviera. Observó en silencio como abrió la puerta e irrumpió en la sala junto con una ventolera de lluvia y barro. Sin prestar atención a nada de lo que se encontraba a su alrededor, la chica sonrió. Tenía unos labios carnosos y en forma de corazón; y una sonrisa que lo atrapó al instante. Lo que más lo atrajo, fueron unos ojos azules como el cielo, claros. Sentía como la respiración se le entrecortaba y como sus manos comenzaban a temblar por la impaciencia de saber si sus manos serían tan suaves como se veía su rostro. No. Si todo ella sería tan suave como parecía. Por un instante, Rafael se olvidó de todo lo que no fuera ella. Incluso de su propio nombre, hasta que la joven lo pronunció. -Señor Hamilton -dijo con una voz suave y clara como el agua de un manantial-. Soy Grace Wayne. >. Pronunció Rafael en su cabeza, quien, en aquel momento, solo esperaba que no deseara hacer poesía con ella. Grace significaba > y ella desde luego parecía poseerla. Además de belleza, pensó. Rafael se reprendió a sí mismo a tiempo antes de que su cerebro comenzara a hacer poesía sobre su belleza. Sin lugar a duda, aquella señorita era hermosa. No tanto como las jóvenes de la capital, pero indudablemente hermosa. No obstante, había ido allí por una razón de negocios, y no debía olvidarlo. Tampoco podía permitir que aquellos pensamientos perduraran en su mente, ni siquiera por un instante… No importaba que encantadora fuera su tez o que cálida fuera su sonrisa. Ni mucho menos, lo mucho que lo habían hipnotizado aquellos ojos que le recordaban a un cielo despejado. No podía permitirse tropezar de nuevo con otro desastre ya que ese desastre implicaba a alguien del sexo opuesto. Y esa vez, no sería solo la habitual desilusión, humillación y destrozo de su corazón. Aquella vez también peligraban los demás, porque sus acciones podrían herirlos. Tenía que soportarlo. Tenía que demostrar que era merecedor de la confianza que su amigo había depositado en él, pero también tenía que demostrarle a su padre que su primer hijo no era un vago, ni un gorrón. Podía demostrarle que era el indicado para llevar a cabo sus obligaciones como su heredero. Rogando porque su rostro no delatara el hilo de sus pensamientos, Rafael irguió el cuerpo y lo inclinó con naturalidad para ejercer el habitual saludo. -Siento que no pueda ver a mi padre a pesar de que ha venido desde tan lejos para hablar con él -se disculpó la joven-. Espero que todo esto no haya sido en vano para usted. No lo sabe usted bien, pensó. -Siempre puedo pensar que lo habéis en algún otro lugar -dijo en un intento de sonar relajado. -En efecto, he sido pillado en el acto -respondió con sorna-. Mi idea era retenerlo en una habitación a oscuras hasta que usted se fuera solo para fingir que mi padre se había marchado, puesto que no tengo nada mejor que hacer que causar inconvenientes. El leve rubor de sus mejillas contrastaba con el frío sonido de su voz que no intentaba ser menos que insultante. Algo en ella, además de su respuesta llena de sarcasmo, lo hacía sentirse atraído. Y ese rubor no lo encontró otra cosa que no fuera adorable. Por un instante, Rafael deseó saber si aquellas mejillas podrían encenderse más, en otro tipo de situaciones. Quizás en un momento y lugar más íntimos… También se preguntó si todo en ella se volvería rosado bajo el calor de la pasión. Ella se alejó de él con cierto apresuramiento, como si hubiera comprendido sus intenciones. Rafael volvió en sí, se irguió de nuevo y dijo con calma: -Puede que usted haya dado a entender que esto no ha sido premeditado. Así que puedo suponer que su padre solo se ha retrasado temporalmente y que regresará de un momento a otro. Ella lo observó con cautela. -Quizá, si usted tiene un poco de suerte, no tarde en verlo. Rafael estaba demasiado distraído como para entender las palabras de la señorita Wayne. El atuendo de la chica atraía completamente su atención, y esto fue suficiente para que su cerebro expulsara cualquier vena poética que pudiera poseer. El traje de montar era evidentemente caro, pero con un estilo carente de gracia. El color bronce no hacía honor a su cabello dorado, ahora mojado por la lluvia. Y sus pantalones, aunque se le veían increíblemente bien, eran algo demasiado ajustados para una chica de buena familia. La chica no estaba mal, pero era evidente que no se había vestido para impresionar. Algo en él, lo hizo sentirse extrañamente reconfortado y confundido. No comprendía por qué le agradaba que las intenciones de la señorita no fueran la de impresionarlo, pero tampoco era momento de indagar en ello. -Y por eso le ruego que perdona la tardanza de mi padre… -continuó en algún punto de aquel monólogo que ni siquiera se molestaba en escuchar-, y que no se lo tome como una ofensa. En este momento, la única ofensa es tu falta de gusto por la ropa.          
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