Prólogo
Elliot
Elliot repasó una vez más las cuentas que se encontraban frente a su mesa e intentó no pegarse él mismo un tiro en aquel momento a causa de la frustración.
Tenía cinco hijos varones... que eran tres más de los que necesitaba. No podía decir que no adorada a sus hijos, pero siendo tanto el primero como el segundo unos buenos progenitores y saludables, habría preferido que los tres siguientes hubieran sido mujeres.
Tres encantadoras hijas que, sin lugar a duda, habrían adoptado la belleza y delicadeza de su madre, pero, en cambio, tenía varones a cada cual más caro de mantener y dispuesto a atraer los problemas y estrés a su vida.
En los últimos años, su hijo mayor y primogénito le había traído el mayor de los problemas hasta el momento, siendo este, las mujeres.
Le resultaba irónico y a su vez una jugada del karma al haber sido él mismo quien las había evitado una vez en el pasado. Y ahora, había resultado ser su hijo mayor el que no podía estar sin ellas tanto como el respirar.
No obstante, esa no era la única razón por la que su primogénito estaba en su cabeza día tras día, además del hecho de que tenía que educarlo concienzudamente para liderar lo que él hacía algún día. Sino por las inmensas y sinuosas facturas de toda clase de proveedores que se amontonaban en su escritorio día tras día.
-Con lo que gasta en el sastre, el sombrerero, el zapatero y otros, incluidas licorerías, lavanderas, pasteleros y demás, podría formar un navío entero y mi propio ejército -murmuró.
Layla paseó sus dedos sobre los hombros de su esposo, masajeándolos dulcemente. A veces recordaba la herida en su hombro que años atrás había sido producida por su difunto primo, y de la que ahora solo se mantenía el recuerdo y una fea cicatriz blanquecina que recorría su hombro derecho.
-Tienes que poner fin a esto, Elly -respondió su mujer.
Él la miró fijamente, con las cejas enarcadas. A veces echaba de menos sus tiempos de recién casados, antes de que naciera ninguno de sus hijos. Solos ella y él. Disfrutando como dos jóvenes enamorados en la soledad de su alcoba y sus cuerpos desnudos. Quizá por eso habían terminado con cinco hijos… Le costaba mantener las manos alejadas de ella.
-Sí, recuerdo que te pedí que tuvieras paciencia con él por culpa de su herida de guerra -prosiguió en un suspiro-. Pero hace ya un año que regresó al continente y que se recuperó, y las cosas no mejoran. Diría que nada más le importa en este momento que su atuendo. Ni siquiera se molesta ya en cortejar alguna joven en las calles.
-Preferiría que fuera a ver una prostituta en un burdel antes de que volviera a meterme en problemas con alguna familia importante por culpa de sus fáciles enamoramientos.
-Él no elige a quien amar -acotó ella.
-Pero sí acabar con nuestro dinero, si sigue así -concluyó Elliot más tosco de lo que le gustaría.
-Hay que hacer que siente la cabeza. Tienes que hacer algo, Elliot.
Y él lo sabía. Claro que sabía que tenía que hacer algo y pensaba hacerlo tan pronto como le fuera posible.
Rápidamente un plan comenzó a formarse en su cabeza.
****
Una semana después, en respuesta a las llamadas de su propio padre, Rafael Hamilton se encontraba de pie frente a él releyendo la larga lista que contenía una asidua recopilación de todos y cada uno de sus "Episodios de Estupidez" como lo había llamado. Expresando el gasto de dinero de los últimos y no tan últimos acontecimientos.
La lista de "problemas" como él había preferido llamarla, era corta a diferencia de la de otros hombres. Pero los superaba en grado de locura y notoriedad, lo cual, no significaba nada bueno.
Aun así, no necesitaba de aquella lista para recordar todos y cada uno de ellos, siendo el peor aquel que lo había llevado a la ruina en innumerables veces: el amor.
Ese siempre había sido su problema: se enamoraba rápida, profunda y desastrosamente.
Siendo esta la causa del descontento de sus padres y del suyo propio.
Meditó por un largo tiempo lo que iba a decir, pero bien sabía que ni él mismo sabía por dónde comenzar. Tampoco sabía lo que planeaba decir su padre, pero podía hacerse una idea.
Con las mejillas enrojecidas por la vergüenza, Rafael dejó a un lado la enorme lista de episodios y cojeó hasta el sillón aterciopelado que se encontraba a un lado del despacho.
Su padre continuó observándolo, sin decir palabra, casi podían palparse los nervios del joven bajo la atenta mirada de su progenitor que lo empequeñecían en aquella habitación a cada minuto que pasaban en el más absoluto silencio.
Tragó.
-¿Al menos no me merezco algún crédito por el tiempo que he permanecido sin episodios? -se atrevió a preguntar.
El rostro de su padre se endureció.
-No te has metido en ningún lío porque has pasado la mayor parte del tiempo incapacitado, Rafael -replicó Lord Hamilton-. No sé qué es peor, si uno de tus "episodios" con tus mujeres o la larga lista de facturas que llegan a tu nombre cada semana.
Rafael no podía negarlo. Siempre había sido muy quisquilloso con lo que vestía y/o comía y, ahora que no iba de flor en flor, como le gustaba dejar a entender su padre, gastaba más en sí mismo.
Intentó centrarse en lo que quería llegar a decir, pero le costaba concentrarse. Las manos le sudaban y, aunque habría preferido no hacerlo, se puso a hacer el recuento de los pasteles que había comido aquella semana. Casi podía alimentar a una plaza entera por la gran cantidad de ellos. Luego, había pasado el resto del tiempo quemando todo lo que había comido mientras arrastraba de aquella maldita cojera en el acto.
-Sabes que no me gusta hablar de temas en los que dinero concierne, pero eres el progenitor, mi heredero, y si planeas dejar sin los bienes que les corresponden a tus hermanos menores, allá tú.
Su cuerpo se tensó.
-¿A mis hermanos? -Rafael intentó mantenerle la mirada a su padre, que era dura e inflexible-. ¿Por qué iba yo a.…? -se cortó a sí mismo porque en el rostro de Lord
Hamilton, había comenzado a dibujarse una leve sonrisa. Una sonrisa que no pintaba nada bueno.
-Permíteme que te lo explique, hijo mío...