Para cuando regresó la señorita Grace, a Rafael le había dado tiempo para preparar todo lo que le iba a decir al señor Wayne cuando regresara.
Comenzaría contándole las ventajas de tener un canal que recorriera todo el condado de Dorset y lo mucho que ayudaría a mejorar la calidad de vida de muchas de las personas que habitaban en aquel lugar.
En caso de que se negara, había preparado unas contra ofertas para comprarle el terreno y una sarta de argumentos capaces de convencer al mismísimo Napoleón de que conquistara China.
Estaba más que preparado para la conversación y aquello no sería más que el comienzo de una serie de futuras cooperaciones con la que estaba seguro de que todos saldrían beneficiados. Eso, si no existiera algo capaz de distraerlo.
Para su desgracia, el conjunto de la señorita Wayne era tan espantoso como el que llevaba cuando llegó. Aquel verde oscuro de su vestido no combinaba para nada con sus ojos o con su tez. Además de hacerla aún más pálida, parecía sacada de una tienda de antigüedades con vestidos pasados de moda.
Al menos, no llevaba un horroroso conjunto de falda y chaqueta que solían llevar las mujeres de más avanzada edad, se consoló.
-Espero no haberle hecho esperar -se disculpó cuando se presentó frente a él.
-Para nada -respondió con una sonrisa que no estaba seguro de que sentía-. No ha sido ningún inconveniente esperarla.
Volvió a observarla. Era evidente que la señorita Grace, además de llevar un desastroso vestido que, al menos llegaba a un par de centímetros sobre sus rodillas, se había bañado. Sus mejillas, continuaban enrojecidas, pero estaba seguro de que ahora no era por el agua que anteriormente la había calado hasta los huesos, sino por ese dichoso baño.
Se preguntó si él también conseguiría hacer que sus mejillas se enrojecieran. De repente, en su cabeza imaginó aquella piel aterciopelada siendo completamente enjabonada, dejando lugar a la imaginación.
Rafael tragó al imaginar aquella escena. Luego, respiró hondo. Imaginar a su anfitriona de una forma tan poco elegante, no era propio de él.
-Si no le importa, señor Hamilton -dijo de repente su dulce voz, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos-, deberíamos encaminarnos al despacho de mi padre. No queremos que se le haga más tarde, ¿cierto?
Él se encogió por dentro y se reprochó mentalmente. Tenía que controlarse.
-No, para nada -respondió-. Muchas gracias, señorita Wayne.
Grace le sonrió débilmente, provocando que su corazón comenzara a latir desconsoladamente por la mujer que tenía frente a él. Solo esperaba no tener que tratar demasiado con ella o, de lo contrario, tendría serios problemas para seguir resistiendo a ella.
Rápidamente y, una vez más, descartó aquellas ideas de su cabeza. Tenía que recordarse que había venido por motivos de negocios. No era momento de dejarse llevar por una fémina, por muy atrayente que fuera.
Era simplemente vergonzoso la facilidad con la que se estaba dejando encantar. Esto no hubiera ocurrido jamás en la guerra, aunque, claro, para empezar, no estaban en la guerra. Y luego, estaba el hecho de que su historial respecto a las mujeres, nunca había sido el mejor.
Ambos caminaron por los sencillos pasillos de la casa de campo en la que se encontraban, en busca del famoso despacho del señor Wayne.
Tal y como él había imaginado, los sirvientes pocas veces paseaban por la casa. Lo que le daba a entender que, a pesar de ser una casa enorme, no eran muchos los que trabajaban en aquel lugar.
Cuando llegaron al final del pasillo, fue la señorita Grace la que entró en el despacho sin avisar y, con una desenvoltura impresionante, revisó entre los documentos del escritorio en busca de la famosa carta.
Estuvo tentado a decir algo, pero su educación le imponía el no decir nada y solo observar. Era extrañamente interesante como ella apenas pestañeaba a la hora de rebuscar entre las cosas de su padre. Casi podía asumir que era algo que tenía que hacer a menudo.
Pasados unos minutos, la señorita Grace se volvió a él con ojos entornados.
-Siento decirle que aquí no se encuentra ninguna carta de su parte.
Él inclinó la cabeza para mirarla. La señorita Grace, más que parecer incómoda, parecía bastante complaciente de saber que tenía razón.
-Espero que eso no le suponga ningún problema -dijo, cauteloso.
Ella le sonrió lenta y lánguidamente.
-No, a mí no, pero puede que a usted sí.
Rafael se extrañó.
-¿Qué quiere decir?
La sonrisa de la mujer se amplió.
-Por lo general, mi padre no aparece hasta la cena -dijo-. Así que me temo que tendrá que regresar por donde ha venido y probar con un poco más de suerte la próxima vez.
Algo en Rafael se removió. Las cosas no deberían de ser así. Él no había recorrido aquel trayecto para nada. De repente, sentía deseos de borrar la sonrisa de aquella hermosa cara.
Pero Grace conocía a su padre mejor que nadie y sabía que, incluso encontrándose con él, jamás lograría entablar una conversación decente más allá de un simple saludo. Su padre detestaba las conversaciones largas y laboriosas y, en cambio, amaba la paz y tranquilidad que le otorgaba su trabajo.
Rafael dio un paso hacia ella.
-¿No hay alguna forma de que pueda encontrarme con su padre?
Una nueva sonrisa se dibujó en el rostro de Grace y una idea apareció en su cabeza. Tenía la forma perfecta de deshacerse de él. Pestañeó con falsa inocencia.
-¿Qué le parecería quedarse a cenar?
Tan pronto como las palabras salieron de los labios de la señorita Wayne, Rafael pensó que aquella tarde no podía ir peor.
Había tenido que pasar por un horroroso y tedioso viaje en tren hasta aquel pequeño condado, perdido de la mano de Dios. Aquello había durado horas y el camino había sido, además, uno de los peores que había visto en su vida. Solo había visto campo, campo y más campo. La primera parte del trayecto, le había parecido gratamente hermoso, pasada unas horas, lo había visto demasiado aburrido.
Por si fuera poco, ni siquiera había tenido tiempo para descansar pues, nada más llegar, se había visto obligado a acudir a su cita con el señor Wayne. Casi había lamentado no haber viajado un día antes, tal y como le había recomendado su buen amigo Brett.
Cuando ya pensaba que nada podía ir peor de lo que ya era, el mundo sabía cómo sorprenderlo.
Rafael se llenó cómo pudo los pulmones de aire y dejó escapar un pequeño suspiro, seguido de su inquietud y deseos por marcharse. Tenía que convencerla de que lo mejor era marcharse, sin parecer un maleducado.
-Agradezco su invitación, señorita Wayne -dijo lentamente-. Pero no se preocupe. Vendré de nuevo mañana para poder hablar con su padre, el señor Wayne.
La señorita Wayne ni pestañeó cuando habló.
-Posiblemente suceda lo mismo que hoy, señor Hamilton -respondió con soltura-. Mi padre acostumbra a desaparecer desde la mañana hasta el anochecer y son pocas las veces que se es capaz de verlo -suspiró-. Me temo que, si no espera hasta la cena, su viaje solo se convertirá en algo hecho en vano.
Si no fuera porque la propia señorita Wayne sabía que esto solo era una forma de hacerle ver que su padre no estaba interesado en lo más mínimo en esos negocios, habría pensado que se le insinuaba.
Pero, ni ella era tan tonta, ni él era tan avispado. Cada uno pensaba que la razón de aquella invitación a cenar era por una razón, pero en el fondo, ambos sabían que al señor Hamilton no le quedaba otra que quedarse si quería ver a su padre.
-En ese caso, aceptaré con gusto su invitación para cenar, señorita Wayne.
-Grace.
Rafael arqueó una ceja.
-¿Cómo dice?
-Puede llamarme Grace.
Instantáneamente, una sonrisa se dibujó en los labios de Rafael.
-Y usted, puede llamarme Rafael.
Grace
Grace estaba nerviosa mientras ambos esperaban a que la comida fuera servida. Su padre todavía no había aparecido, como era habitual, y prácticamente se había quedado sin temas de conversación que abarcar con Rafael.
Rafael.
Su simple nombre era capaz de causar escalofríos a lo largo de su columna como una fuerte ventisca en primavera. Era un hombre atractivo y estaba segura de que él lo sabía. Solo necesitaba ver como se movía -a pesar de su leve cojera-, los movimientos de sus brazos, su forma de hablar, incluso de inclinar la cabeza. Rafael irradiaba confianza por todos los poros de su piel.
Los hombres de la capital siempre le habían parecido pomposos, demasiados preocupados por su imagen. Y, aunque él también se preocupaba por la suya, al menos se mostraba inteligente al hablar.
Era muy diferente de los otros hombres a los que había conocido.
-Entonces… -su voz ronca y masculina llamó su atención-. ¿Dices que el señor Wayne suele aparecer en las cenas?
Los ojos de Grace viajaron al asiento vacío de su padre. Generalmente, a esa hora él ya se encontraba postrado en la mesa, esperando que la cena fuera servida. En cambio, todavía no había llegado.
Tragó, dudosa.
-Normalmente, mi padre a esta hora ya está sentado en la mesa -lo miró compungida. Los increíbles ojos azul verdoso de Rafael la miraban con curiosidad-. En este caso, sin embargo, no sé por qué se está demorando tanto. Pido disculpas por su demora.
-No te preocupes por eso -respondió con una sonrisa, aunque en realidad, no estaba seguro de que fuera una buena idea permanecer a solas con la señorita Grace. Mucho menos teniendo en cuenta que aquello también significaría que sus planes se retrasarían.
-Si gustas, puedes comenzar con la cena -le sugirió-. Soy consciente de que el camino desde Londres hasta el condado de Dorset puede ser bastante cansado.
La mirada de Rafael se suavizó ante sus palabras. Era muy dulce por parte de la señorita Grace preocuparse por un invitado de última hora, como era su caso. No obstante, no quería ser descortés.
-No se preocupe, señorita Grace -respondió-. Puedo esperar hasta que llegue su padre.
Ella asintió y miró en silencio hacia la mesa.
Estaba preocupada.
Habitualmente, su padre no se retrasaba tanto en las cenas. En realidad, no se retrasaba en ninguna comida y, sin embargo, se estaba retrasando en esta. ¿Qué podría haber sucedido para que todavía no llegara? Un mal sentimiento, seguido de un nudo en el estómago, se instaló en ella.
Peor aún, ¿y si le había sucedido algo malo y se encontraba en aquel momento inconsciente?
Su padre no solía ser alguien torpe, pero aquel día había llovido bastante, podría haberse resbalado con algún poco de barro y golpeado la cabeza. Ella misma había regresado a la casa con barro hasta en el cabello.
-¿Está usted bien?
La pregunta que le dirigió Rafael, la sorprendió. Pestañeó confundida.
-¿Cómo dice?
Él inclinó la cabeza, observándola. Parecía preocupado, pero interesado al mismo tiempo.
-Le pregunto que si está usted bien -repitió-. Se ve bastante preocupada -entornó los ojos-. ¿Puede deberse esto a su padre?
Ella asintió lentamente.
-Generalmente, mi padre ya se encuentra en la mesa a esta hora. Sin embargo, él todavía no ha llegado.
-Lo que la tiene preocupada -concluyó él.
-Efectivamente.
-Y, dígame, señorita Grace: ¿qué suele hacer su padre hasta la hora de la cena?
Ella pestañeó, confundida. Sus labios se humedecieron antes de hablar.
-A mí padre le gusta observar la finca de vez en cuando, pero mayormente, pasa su tiempo en el invernadero que construyó para mi madre.
-Si no recuerdo mal, su madre falleció hace años, ¿cierto?
Grace asintió.
-Yo apenas era una niña cuando se marchó.
-Aquello debió de ser terriblemente doloroso.
Grace se encogió de hombros, sin comprender a dónde quería llegar.
-No sabría decirle, señor Rafael -se sinceró-. No recuerdo mucho de ella y también es cierto que he estado bastante acompañada por mi padre y hermanas.
Él asintió. Parecía conforme.
-Eso es bueno. La familia es algo muy importante.
Ella lo miró fijamente. Aquel hombre era todo un misterio para ella.
-Yo…
-¡Señorita Grace, ha habido un problema con el señor!
Grace saltó ante la exclamación del mayordomo, cuando entró en el comedor. De repente, el mal presentimiento que había tenido se volvió real.