16 de abril de 1920
Respiró profundamente antes de dar un nuevo trago al vaso. El whisky le quemó la garganta y, por un segundo, dejó que la sensación de calidez lo consumiera por completo. Todo estaba siendo desastroso… y solo era el comienzo de sus problemas.
-¿Lo puedes creer? -le preguntó a su amigo, el joven Brett Harrison, cuando dejó el vaso de nuevo sobre la mesa-. Solo me ha dejado tres meses para hacerlo. ¡Tres meses! ¿Qué se supone que voy a conseguir en tan poco tiempo?
Él se encogió de hombros.
-Siempre puedes coger el primer barco que encuentres y retirarte a América.
-¿Y luego qué? -inquirió Rafael con ironía-. ¿Me tiro a la primera tormenta que pille?
-Es una idea.
Rafael dejó caer la cabeza sobre el respaldo del sillón. Le dolía la cabeza horriblemente y aquello solo era el comienzo de lo que pasaría a ser una espantosa tragedia. ¿Qué narices se le había pasado por la cabeza a su padre cuando le dijo aquello?
Brett echó un vistazo al rostro de Rafael y, en seguida, supo que lo decía muy en serio. Aquel momento era un punto crítico para su amigo, pero hasta él sabía que se lo había ganado por sus propios “méritos”. Empezando por su incontable lista de mujeres, ya tenía para contar historias un buen rato.
A los catorce años, se enamoró de una joven que había conocido en la casa de campo de su familia, durante la temporada de verano. Como los padres de la joven eran personas estrictas, se escribía a escondidas con Rafael cartas de amor. Una noche, él se escabulló hasta la casa de la chica y arrojó pequeñas piedrecitas que había encontrado por el camino a su ventana, esperando alguna escena al más puro estilo de Romeo y Julieta.
No obstante, la chica tenía otras intenciones.
Arrojó una maleta al vacío y bajó ella misma por una cuerda hecha de sábanas anudadas, diciendo que no quería seguir siendo prisionera de sus padres y que quería vivir una vida junto a Rafael. Y, claro, emocionado el mismo de verse rescatando una damisela en apuros, accedió casi al segundo.
Ambos fueron atrapados antes de llegar a la capilla más cercana.
Luego de arreglar las cosas, Lord Elliot Hamilton, ahora conocido simplemente como el Señor Hamilton o Señor Elliot Hamilton -puesto que ya no se utilizaba abiertamente el título de Lord-, le recomendó que se buscara una furcia y que dejara de soñar con jovencitas bien educadas y de buena familia para embaucarlas en su trágico camino de mal.
A los dieciséis años, conoció a una joven hija de un importante mercader. Ni que decir que se enamoró de la joven de antecedentes preocupantes y que le juró amor eterno en menos de veinticuatro horas.
Rafael la seguía como un cachorrito y no escatimaba en gastos.
Un día apareció un joven celoso. El resultado de aquello fue una disputa que pronto pasó a ser un intercambio de golpes, seguido por la introducción de varios de los amigos de Rafael y algunos chicos del pueblo, conocidos del otro joven. Aquello terminó con dos narices rotas, varios dientes perdidos, una contusión leve y daños en el mercado donde pelearon.
La joven lloró por el rival caído y, después de llamar bruto a Rafael -entre otras cosas-, se fue dejándolo con el corazón roto y una serie de cargos que, de no ser por su padre, no sabría dónde tendría la cabeza ahora.
A los diecisiete años, se enamoró de la ayudante de una modista. Una joven de ojos azules como el cielo y sonrisa encantadora. Gracias a ella, Rafael aprendió muchas cosas sobre las mujeres. Sin embargo, tras ver cómo era tratada por una clienta, no dudó en publicar un anuncio que denunciaba tal acoso por dicha clienta.
La clienta lo demandó y la modista a su vez, por difamación. El Señor Hamilton procedió nuevamente a su rescate.
A los diecinueve, se enamoró de otra joven modista, bastante ligerita de dedos. Cierto día que se iban a una escapada algo “romántica”, varios hombres entraron acusándola de robo. Rápidamente la mujer lo negó y Rafael la creyó.
Este problema llegó a más personas y causó un gran disturbio.
Ambos terminaron a buen recaudo con su amante ligera de dedos junto con la policía. El Señor Hamilton tuvo que volver a entrar en acción.
A los veinte años, se enamoró de una joven cantante que convirtió el sobrio piso de soltero de Rafael en un elegante salón para fiestas de altos gastos. Dado que sus gustos se comparaban a los de la difunta Maria Antonieta y que él no podía negarle nada, terminó con un pie dentro de la prisión por no pagar algunas deudas.
El Señor Hamilton se vio obligado a pagar una astronómica deuda y casi estranguló a su primogénito.
Luego de ello, se encontró con su primera y única aventura con una mujer casa, a la edad de veintidós. Normalmente este tipo de cosas se hacían a escondidas para proteger la reputación de la dama y algún que otro problema legal con el marido. Pero Rafael no planeaba ocultar su amor y ella tuvo que poner final al asunto.
Para su mala suerte, una sirvienta se hizo con las cartas que se enviaban y amenazó con hacerlas públicas si no le entregaban una cuantiosa suma de dinero.
Nuevamente, el Señor Hamilton tuvo que hacer acto de presencia.
Tras eso, y ya harto de su hijo, Elliot Hamilton envió a Rafael a la guerra, dónde estuvo hasta que recibió su herida de guerra. Cosa que terminó haciendo que le causara aún más gastos ahora que se gastaba más en ropa y fiestas, que en mujeres.
-Tu padre es un enigma para mí -dijo Brett, sacándolo de sus recuerdos.
-Dímelo a mí -replicó con exasperante mal sabor de boca-. Quiere que me encargue del negocio familiar y que siente cabeza, pero ya no sabe si prefiere a mi hermano menor antes que a mí para que se encargue de tal oficio.
-Tu hermano también tiene un buen historial
En eso, Brett no se equivocaba. Puede que él hubiera hecho alguna que otra cosa, pero James también había hecho de las suyas… y había participado en algunas de las que él mismo había causado a consecuencia de su relación con las mujeres.
-Pero eso no es lo peor, Brett -prosiguió-. Quiere que también se convierta en su heredero y que yo siente cabeza. ¿Puedes creer eso? ¿Después de todos los desastres que he tenido con las mujeres?
-Sentar cabeza te vendrá bien.
-No con mi mala suerte -suspiró.
-Seguro que habrá alguna joven heredera dispuesta a casarse contigo, que no sea de mal ver o tenga mal carácter… o que no sepa de tu largo historial.
-Por desgracia, eso último es más difícil de conseguir que pedirle al mar que deje de ser salado -volvió a suspirar-, pero el problema no es ese. El problema es que yo no quiero casarme. Eso me haría sentir viejo, por no decir del pozo sin fondo en el que me metería. Preferiría de ser así, casarme a los cuarenta y cinco o los cincuenta. Así no tendría que vivir demasiado con ella y amargarme la existencia por otra mala elección.
-Exageras.
-Adoro mi vida.
Brett sacudió la cabeza y contuvo una sonrisa.
-Lo que pasa, simplemente, es que has tenido mala suerte con las mujeres.
Ahora era Rafael el que negaba.
-No solo mala suerte -replicó-. Es falla de mi carácter. Me enamoro rápida y profundamente de la mujer menos correcta. Sería más sencillo si simplemente mi padre eligiera una mujer para mí. Seguro que su juicio sería mucho mejor que el mío -lamentó.
Rafael dio un largo trago a su vaso de whisky e, instantáneamente, se sirvió más de la botella para seguir bebiendo.
-¡Preferiría seguir en el ejército!
Pero también sabía que eso no sería posible. No desde aquella herida de guerra que ahora poseía en su muslo derecho. No después de haber sentido como le desgarraban la pierna por completo y como casi tuvieron que amputársela.
Poco podía recordar de lo sucedido, pero Brett, su único compañero en la guerra, se encargaba rigorosamente de repetirle una y otra vez como había respondido con un “Oh, que lástima. Nos tenemos tanto cariño” al viejo médico que le dijo que deberían de cortarla.
Milagrosamente, en un segundo de cordura, se negó rotundamente a que la cortaran y eso quizá fue lo que consiguió que no muriera desangrado. Aquel médico chiflado no había estado en sus trece cuando quiso cortarle la pierna, pero, una vez más, gracias al Señor Hamilton, fueron capaces de encontrar a los médicos más eficientes y capaces que consiguieron curarle la herida.
-Por el momento, deberías de concentrarte en lo que te aguarda -replicó Brett.
-Ese es mi problema, que debo sentar cabeza y centrarme en el trabajo.
-Podrías empezar por el trabajo -le sugirió.
Rafael removió el contenido líquido de su vaso. Era de un color tan claro y transparente, que casi deseó que su vida fuera igual de clara que esa bebida.
-Mi padre ya se ha encargado de que asista al parlamento junto con él. Todo está dispuesto para encontrarme un puesto entre los miembros de la cámara de los lores.
Brett se inclinó hacia su amigo y una sugerente sonrisa cruzó sus labios.
-¿Y si me ayudaras con un trabajo?