Las mejillas de Esther se volvieron carmín. —No, no hay ningún hombre —balbuceó. —¡No me veas la cara de pendeja! —gritó Mercedes—, también tuve tu edad, también me endulzaron la oreja, me preñaron y abandonaron —vociferó. —¿Quieres ser como esta mujer de la que tanto te avergüenzas o tener un mejor futuro? —Obvio no quiero terminar mis días como dueña de esa fonda. —Frunció la nariz—, y como ya tengo empleo, y estoy cansada de esta pocilga, y de que te metas en mi vida y me controles, me voy. Mercedes sintió como si le clavaran una estaca, pero Esther merecía una lección, enfrentarse a la vida sola, saber lo que era mantenerse así misma, y con el dolor del alma, la madre tomó una drástica decisión. —Perfecto, recoges tus trapos, y te largas de esta casa, ah, pero te olvidas de la