El señor Duque se puso de pie. Mercedes sintió un corrientazo, el hombre era elegante, imponente, de mirada dulce, todo un caballero, y ella parecía una adolescente embobada.
Don Miguel no supo qué responder, también parecía un chiquillo nervioso ante tremenda mujer que tenía enfrente, por suerte para él, el sonido de su móvil lo salvó.
—Señora Mercedes, permítame un momento, por favor. —Se disculpó.
—Claro —contestó la señora, notó de inmediato la amplia sonrisa que don Miguel esbozó al ver la pantalla del teléfono.
—Marian —dijo el señor Duque—. Sí ya estoy en Manizales —contestó—, tú, cómo estás.
«Seguro es la novia, o la amante, era obvio que un hombre tan guapo no estaría solo» pensó Mercedes.
Y mientras el señor Duque atendía su importante llamada, Mercedes caminó hacia la puerta.
—Me despido, que tenga una excelente tarde.
—Marian, permíteme por favor.
—Ha sido un placer conocerla señora Mercedes —indicó él con su voz firme—. Entiendo que vive lejos, le pediré a mi chofer que la lleve hasta su casa.
Mercedes abrió sus ojos, los orbes color chocolate se le volvieron más grandes.
—Ay no, no se vaya a molestar, imagínese yo, montada en tremendo auto, qué van a pensar en el barrio de mí. —Sonrió y negó con la cabeza.
—¿Acaso le importa el qué dirán? —preguntó él, la contempló con esa mirada profunda, que lograba poner nerviosa a la dama.
—Claro que no, pero prefiero evitar habladurías. Buenas tardes. —Le brindó una cálida sonrisa, y salió de la oficina.
«Papucho, te hubieras ofrecido tú, habría dicho que sí» Carcajeó en los pasillos, luego miró al elevador y se subió.
«Mercedes, compórtate, pareces una adolescente, qué va a pensar el señor Duque, que le estabas lanzando los perros encima»
Entre tanto don Miguel se olvidó de la llamada, se quedó aletargado, sonriendo como un idiota, luego de ver a Mercedes irse.
«¡Qué mujer!»
—Miguel ¿sigues ahí?
La voz de su amiga lo hizo reaccionar y siguió la charla.
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Más tarde Mercedes llegó al barrio, y ahí se dio cuenta de su realidad, estaba siendo engañada por su propia hija.
«¿En qué andará metida esa muchacha? ¡Por favor, Dios mío que no vaya a terminar preñada como yo!»
Entró al restaurante y como siempre estaba lleno. Sara y la mesera no se daban abasto, Mercedes no tenía tiempo para pensar en lo que iba a decirle a su hija, ahora requería el dinero para pagar la hipoteca de la casa. Corrió a la cocina, se colocó el delantal y el gorro, y de inmediato se puso a trabajar.
—¿Cómo te fue? —preguntó Sara, mientras dejaba unos platos y agarraba una bandeja.
—Debo contarte con lujo de detalles, el señor Duque es… divino. —Suspiró, y luego esa mirada llena de brilló se apagó—. Esther me ha estado mintiendo.
—¡Te lo dije!
—¿Qué piensas hacer?
—Aclarar las cosas con ella, deseo saber con quién o en que es que malgasta su tiempo, y ojalá no repita mi historia.
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Carlos Duque, el hijo mayor de don Miguel se enteró que su papá, ya había llegado, caminando con esos aires de superioridad y la seriedad que lo caracterizaba atravesó el pasillo, entró a la oficina sin pedir permiso.
—¿Qué piensas hacer luego de la hazaña de tu hijo favorito? ¿Lo vas a seguir premiando?
Don Miguel se tensó, su ceño se arrugó, miró a Carlos, soltó un bufido.
—¿No te he enseñado a saludar?
—Ya deja los formalismos para después, ¿qué piensas hacer?
—Yo nada —contestó con simpleza Miguel—. Joaquín y María Paz son adultos, y si se casaron en Las Vegas o en el desierto es problema de ellos.
—¿Qué? —Carlos resopló—. El padre de María Paz, la echó de la casa, yo estuve presente cuando tu hijito llegó con ella y anunció que se habían casado, y si el señor Vidal no aprueba esa unión, deberías hacer lo mismo. —Agitó los brazos furioso.
Don Miguel apretó los dientes.
—Yo no soy el señor Vidal, a mí me cae muy bien María Paz, si allá la echaron acá es bienvenida —indicó. —¿Y tú por qué estabas en la casa de ella?
Carlos guardó silencio, omitió decir que había quedado como un perfecto idiota, pidiéndole permiso al padre de María Paz para salir con ella, cuando la chica se había casado con su hermano, un hermano al cual odiaba, y le tenía profunda envidia y resentimiento.
—También soy amigo de Paz, fui a visitarla.
Don Miguel se aclaró la garganta.
—No es bueno desear a la mujer del prójimo, ni envidiar lo que tu hermano tiene —advirtió.
Carlos frunció el ceño, su respiración se volvió irregular.
—¿Envidiarle algo a Joaquín? —bufó—. No hay punto de comparación entre él y yo, claro tú no te has dado cuenta, porque él siempre será tu favorito.
—¡No es cierto! —gritó el señor Duque exasperado de que Carlos saliera con lo mismo siempre—. Los amo a los dos por igual.
—Sí claro, cómo no, por eso cuando te estorbé me enviaste al internado a Estados Unidos, cuando te necesité como padre, jamás estuviste, porque toda la vida has estado pegado al recuerdo de una muerta… ¡Luisa Fernanda murió!
El tema de Luisa era tocar las fibras más delicadas del alma de don Miguel, no se contuvo y abofeteó a su hijo.
—¡Cállate!
Carlos se sobó la mejilla, lo miró con profundo resentimiento.
—¡Las verdades duelen! —vociferó, y salió azotando la puerta.
Y la calma que don Miguel sintió durante esas semanas de viaje se esfumaron, de nuevo los problemas con sus hijos, lo abordaron, y no hallaba la forma de conciliar con ambos, bueno con Joaquín todo era más sencillo, pero Carlos estaba lleno de odio y resentimiento.
«¿Qué hice mal Luisa Fernanda?» se cuestionó, sintiendo un nudo en la garganta. Agarró el portarretrato que tenía sobre el escritorio y contempló a su difunta esposa.
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Eran como las doce de la noche, la penumbra envolvía la casa de Mercedes. Esther abrió la puerta muy despacio, intentando no hacer ruido. Tenía los zapatos en la mano para que sus tacones no sonarán.
Cuando dio el primer paso al interior, las luces se encendieron. Mercedes estaba de pie en el umbral del pasillo, con la escoba en mano.
Esther brincó del susto.
—¡Mamá! —exclamó.
—En este momento me dices la verdad Esther María Romero Aguirre, o caso contrario te rompo la cabeza a escobazos. —Levantó su poderosa arma, miró a su hija con esa expresión amenazante.
Esther tembló conocía bien la furia de Mercedes.
—Me quedé trabajando —balbuceó.
—No mientas, estuve en la empresa, no te quedas horas extra. —Empezó a corretearla por la sala.
—¿Cómo fuiste capaz de ir hasta allá? ¿Qué hiciste? ¿Te has vuelto loca? ¡Seré la burla de todos mañana!
Mercedes soltó un gruñido.
—¿Te avergüenzas de tu propia madre? —gritó.
—No tengo motivos para sentirme orgullosa —contestó Esther—, no eres más que una simple cocinera sin educación, sin clase, sin modales.
Las palabras de Esther laceraron el corazón de Mercedes, pero no se iba a mostrar débil ante su hija, a pesar del dolor.
—Qué bueno saber qué piensas eso de mí, pero esta cocinera te ha dado mejor vida que muchas de las muchachas que viven en este barrio, pude haberte inscrito en el colegio de gobierno, pero no, me dije a mi misma quiero que Esther tenga las oportunidades que yo no. ¿Sabes la cantidad de platos que tuve que lavar y la comida que preparé para que tuvieras mejor educación?
—Yo no te pedí nada, esa fue tu decisión —gritó Esther.
Mercedes apretó los puños, sintió una punzada en el corazón, pero era fuerte.
—Sí, tienes razón, no me debes nada, no te di lo mejor esperando recompensa, solo quería que fueras mejor que yo —recalcó la voz se le quebró. —¿Quién es el hombre con el que sales? —cuestionó sin dejar de mirarla a los ojos.