El señor Duque miró desde el auto a la mujer que lo insultaba, jamás había visto a esa señora, se quedó estático contemplando a esa fiera que peleaba con el guardia.
—¿Y esa loca de dónde salió? —indagó.
Arcadio negó.
—No tengo idea, se ve bien brava, tenga cuidado doctor.
Mientras tanto Mercedes forcejeaba con el guardia, el hombre ejercía presión en los brazos de la mujer.
—¡Suéltame bruto! ¡Me haces daño! —gritaba ella.
De pronto dejó de pelear al ver que la puerta de la elegante SUV se abrió. Los ojos de Mercedes se volvieron más grandes de los que ya tenía al momento que notó que descendía de ese vehículo, el hombre más elegante y atractivo que había visto en su vida.
Don Miguel vestía un elegante traje gris, su impecable camisa blanca y su corbata azul marino.
A medida que se aproximaba, Mercedes sentía que las piernas le temblaban, él tenía una presencia imponente, era muy alto, atlético, atractivo, con el cabello cano.
—El hombre de mis sueños —susurró. Y cuando lo tuvo enfrente se quedó con la boca abierta.
Don Miguel la observó con atención, su semblante estaba lleno de seriedad, pero Mercedes notó en los ojos de aquel hombre mucha nostalgia.
—¡Suelta a la señora! —ordenó Miguel.
Ese tono de voz firme, varonil, erizó la piel de Mercedes.
—¡Qué bonito habla usted! —expresó sin inmutarse, volteó a mirar al guardia. —¡Ya escuchaste, animal! ¡Suéltame! —ordenó enfurecida—, aprende a tratar a las damas, como lo hace tu jefe, me llamó señora. —Suspiró.
Don Miguel ladeó los labios al escuchar y contemplar a tan singular mujer, sus ojos se desviaron por un minuto a cierta parte del cuerpo de Mercedes, no era que su seno estaba al descubierto, pero le faltaba escasos centímetros para que así fuera.
Mercedes se dio cuenta.
—¡Ay, Dios mío! ¡Qué vergüenza con usted!
En frente a don Miguel se acomodó la ropa.
—Usted debe pensar que soy una loca, pero es que requiero charlar con usted, es importante.
Ella parloteaba y él tan solo la veía, y escuchaba, sin decir nada.
—No acostumbro a recibir a nadie sin previa cita —indicó el señor Duque, se aclaró la garganta—, acabo de llegar de un viaje largo, pero no pienso dejarla con la palabra en la boca, además tengo curiosidad por saber, ¿por qué me llamó viej0 explotador? ¿Qué tan mal me veo? —Don Miguel arqueó una ceja, torció una sonrisa.
Mercedes se llevó la mano al pecho.
—Claro que no, doctor, no diga eso, usted está muy guapo.
Don Miguel esbozó una amplia sonrisa.
—Así que le parezco guapo, qué interesante, pensé que me veía como un anciano decrépito.
Mercedes soltó una carcajada, su risa hizo eco en el estacionamiento.
—Yo soy muy impulsiva, a veces digo pendejadas, claro que usted no es un anciano, pero si explotador, me tiene a mi muchacha trabajando hasta altas horas de la noche.
Don Miguel sacudió la cabeza.
—¿Qué? —indagó arrugó el ceño, sorprendido—, mejor hablemos en mi oficina, venga por aquí. —La guio con la mano al elevador.
Mercedes inhaló profundo, se sentía como una adolescente, percibía un cosquilleo en el cuerpo, cuando entraron al elevador los dos estaban solos.
Don Miguel no se cansaba de contemplarla. Mercedes era alta, de piel clara, lozana, tersa, grandes ojos color chocolate, su cabello lo llevaba suelto hasta el hombro, era castaño claro, tenía unos sensuales labios bien carnosos, unos enormes orbes, enmarcados bajo una bien delineadas cejas. Era sencilla, tenía muy poco maquillaje, y a pesar de eso era hermosa.
—Doctor, me está intimidando, no me mire de ese modo.
Miguel sacudió la cabeza.
—Disculpe, no vaya a pensar mal, es que nunca había conocido a alguien como usted, la única mujer que me insulta es mi exesposa.
Mercedes sacudió la cabeza.
—Pensé que era viudo, bueno eso me dijo mi hija.
La mirada del señor Duque se llenó de melancolía, suspiró profundo.
—Soy viudo y divorciado.
—¡Ah vaya! —exclamó—, yo soy abandonada y solterona —bromeó para liberar la tensión.
Don Miguel no pudo evitar sonreír al escucharla.
—Su esposo, o novio debió ser muy tonto como para atrever a abandonarla.
Mercedes se aclaró la garganta.
—¡Fue un imbécil! —expresó dibujando en sus labios una mueca. —Y eso que usted no me conoció de joven, yo podía haber participado en el concurso de reina de Colombia, y hasta el Miss Universo hubiera ganado. —Colocó su mano en la cintura y posó con la naturalidad que la caracterizaba.
Don Miguel sonreía, estaba impresionado con esa mujer que no sabía de dónde salió, pero que era tan auténtica, sencilla por la forma de hablar, tenía acento costeño.
—No lo dudo —contestó él.
Cuando llegaron al piso de presidencia, don Miguel se paró en la puerta del elevador, la hizo salir a ella. Mercedes pasó por delante del atractivo señor, inhaló su aroma tan elegante y masculino, y no logró descifrar las notas de ese perfume, claro ella no sabía de eso, pero esa fragancia se impregnó en su nariz.
—Que elegante lugar —mencionó mirando los amplios ventanales, los pisos brillantes, las hermosas plantas ornamentales.
—Gracias —contestó Miguel, la llevó a su oficina. Abrió. —Siga.
Mercedes entró, corrió a las ventanas y miró hacia abajo.
—Ay, me da vértigo, siento cosquillas en la panza.
Don Miguel carcajeó, esa mujer parecía una chiquilla en el cuerpo de un adulto, pensó que quizás así debían ser todas las personas con alma joven, y no con amarguras en el corazón como las que él llevaba por dentro.
—Mejor venga, y tome asiento, ahora sí dígame: ¿Por qué soy un explotador? —indagó, fue inevitable que el hombre no notara las exuberantes curvas que tenía Mercedes, ese vestido floreado le quedaba ceñido a su figura.
Mercedes se aclaró la garganta, se acercó frente al escritorio de Miguel, se sentó en una silla, mientras él ocupaba su lugar en el sillón presidencial.
—Qué imponente se ve ahí, hasta me da miedo hablar.
Don Miguel volvió a reír.
—Si desea me levanto, no quiero intimidarla.
—No, tranquilo doctor, bueno no le quitaré más el tiempo, soy mamá de Esther Romero, trabaja en el área de contabilidad, y desde hace días está llegando tarde, dice que su jefe la hace quedar hasta altas horas de la noche, yo vine a preguntar el motivo, nosotros vivimos lejos, y me preocupa que una muchachita como ella ande sola a esas horas.
Don Miguel frunció el ceño.
—Yo no he dado esa orden, señora. —La miró a los ojos—, ¿cuál es su nombre?
—Soy Mercedes —indicó ella, se quedó pensativa—, entonces será que algún empleado suyo le da esa orden.
—No lo sé señora Mercedes, pero lo vamos a averiguar, permítame. —Don Miguel digitó unos números en el teléfono de su oficina—. Por favor ven a mi oficina.
En cuestión de minutos el gerente de Contabilidad apareció.
—¿Qué necesitas Miguel? —preguntó el hombre de aspecto serio y elegante.
—Armando, ella es mamá de Esther, una muchacha que trabaja en tu área, ¿por qué le has pedido que se quede hasta tarde?
El hombre frunció el ceño y negó.
—Yo no he dado esa orden, puedes verificar con recursos humanos, sabes bien que debí comunicar con un memo para que se le pague horas extras, pero estas semanas nadie se ha quedado fuera del horario. Esther sale seis en punto como todos.
—Gracias Armando.
El hombre se retiró. Mercedes se quedó paralizada, las mejillas las tenía rojas de ira, había sido engañada por su propia hija.
—Qué pena don Miguel —susurró, su semblante alegre cambió—. Mi hija me ha estado mintiendo.
—Lo lamento. —Inhaló profundo—, no es fácil lidiar con los hijos —habló con melancolía.
Mercedes se sintió herida, burlada por su hija.
—Gracias por todo don Miguel, disculpe mis arrebatos.
—No se preocupe señora Mercedes, vaya a hablar con su hija.
Ella frunció los labios, su sangre hervía, sentía que iba a explotar como olla de presión.
—Esa muchachita me va a escuchar, no sabe lo que le espera —recalcó, y luego miró al señor Duque—, por favor no le vaya a llamar la atención, ni a despedir, se lo suplico.
El señor Duque le brindó una cálida sonrisa.
—Tranquila, esto que sucedió queda entre nosotros.
—Gracias —reiteró Mercedes, sonrió ampliamente a pesar de la traición de Esther—, yo tengo un restaurante en el barrio Bellavista, preparó una comida que si me visita se va a chupar los dedos. —Apretó los labios, miró de nuevo la elegancia de él—, ay no doctor, usted no va a hacer esas cosas, pero le aseguro que le va a fascinar mi comida.
Don Miguel ladeó los labios.
—¿Cómo se llama su restaurante?
—La sazón de doña Meche, espero verlo por ahí —recalcó guiñó un ojo. —¿Me visitará?