24. El consejero del rey

1065 Words
Luego de dejar ir a Enrique, tal y como Vladimir lo había presentido, Isabella se encontraba encerrada en su habitación llorando por su pena, el rey no sabía cómo hacer para consolarla, sólo sabía que él quería estar con ella, Miguelina, que hace tiempo sabía de los sentimientos del rey hacia Isabella, lo miró rondando la puerta de su habitación y lo invitó a entrar con ella para mostrarle su cariño, él acepto entrar, pero lejos de mostrar sus sentimientos, optó por comportarse como solía hacerlo. — Sólo quería que supieras que no desterraré a ese hombre ni tampoco intentaré nada contra él o su familia — Se lo agradezco, su majestad — respondió Isabella — Pero si te vuelvo a ver llorando por él, cambiaré mi parecer — Eso nunca sucederá, además, le juro que no estoy llorando por él — Y entonces, ¿porqué lloras, mi niña? — interrumpió Miguelina — Por mí, porque no puedo creer que estuve comprometida con ese hombre tan insensible y del cual no tengo ningún recuerdo o sentimiento — ¿Estás segura de lo que dices? — cuestionó Miguelina — Mucho más segura de saber quién soy en este momento — Cuando dí mi consentimiento para tu boda, creí que realmente lo amabas, — injirió el rey con voz pacífica y los brazos cruzados — al menos ésto sirvió para que descubrieras tus verdaderos sentimientos — Al menos no me casaré con un hombre tan miserable — No vale la pena seguir hablando de él — injirió Miguelina — Miguelina tiene razón, basta de hablar de ese sujeto. — comentó el rey Aunque debemos tratar ciertos temas, Isabella, me tengo que retirar, ya que estoy esperando a mi consejero. — ¿Su consejero, señor? ¿Acaso ocurre algo malo? — interrogó Miguelina con angustia. — No sé porqué lo dices, Miguelina — Vladimir intentaba disimular — ¡El consejero sólo es llamado cuando hay problemas que el rey no puede resolver sólo! — He decidido delegar algunos asuntos con motivo de mi próxima boda — De verdad y por el bien de todo el reino, deseo que eso sea cierto — ¿Acaso estás cuestionándome, Miguelina? — preguntó el rey frunciendo el ceño — No, no, de ninguna manera, mi señor — Bien. Como dije, me retiro para resolver MIS asuntos — Su majestad, muchas gracias por todo — añadió Isabella — Luego hablamos, Isabella Isabella se sintió aliviada de que el rey se hubiere retirado, pues no podía seguir disimulando delante de él lo que tanto le mortificaba, pero se sentía muy avergonzada que no se atrevía a preguntarle a pesar de ser él la única persona que podía darle todos los detalles de su accidente. — Miguelina, antes de que te vayas, quisiera preguntarte algo — Dime, mi niña — Es bastante incómodo para mí, pero no puedo quedarme con esta duda Miguelina se sentó en la orilla de la cama tratando de imaginar cuál sería la pregunta — Hace rato, cuando su majestad y Enrique estaban hablando, alcancé a escuchar algo que me tiene muy inquieta, — Miguelina la miraba presintiendo la pregunta, Isabella, al ver su expresión se sintió juzgada — ¡te juro que no fue mi intención escuchar por detrás de la puerta! — Yo sé bien que esa no era tu intención, pierde cuidado, pero dime sin rodeos, ¿qué es eso que necesitas saber y que te tiene tan inquieta? — En pocas palabras, Enrique le decía al rey que yo había perdido mi virtud, entonces, ¡yo no me caí de ningún caballo! ¿Porqué me mintieron, Miguelina? — Hija, eso es algo que sólo el rey te puede responder — ¡Pero no puedo preguntarle a él! Me siento tan avergonzada — Estoy más que segura que el rey te dirá la verdad sin hacerte sentir abrumada — ¡No, Miguelina! Porque no sé cómo yo podría reaccionar y lo que menos quiero es incomodar al rey — Entonces, ¿te quedarás con la duda para siempre? — Quizá... así sea lo mejor — respondió Isabella perdiendo el volumen de su voz paulatinamente. Miguelina sabía cuál era la verdad, pero como el rey les tenía prohibido hablar del tema, no se atrevía a contestarle lo que tanto ansiaba saber, solamente podían dirigirla con la única persona en el reino que podía hablar sin atenerse al castigo del rey, el mismo rey Vladimir II. Ella sabía que su era bueno y que amaba en silencio a Isabella, por lo que no le haría sentir rechazo a causa de su desgracia, además, el rey había demostrado tener una mentalidad abierta y lejos de los tabúes, por lo que jamás pondría la virginidad como una cualidad indispensable para casarse con alguien. Pero Isabella no sabía eso ni tampoco conocía los verdaderos sentimientos del rey, jamás se le podría ocurrir que Vladimir estuviera perdidamente enamorado de ella. Vladimir esperaba al consejero en su despacho, pensaba en lo mucho que odiaba a Enrique por haber expresado tal desprecio hacia la única mujer qie valía la pena ante sus ojos, quería ahorcarlo, ahogarlo, desterrarlo, clavarle la espada y matarlo de mil maneras más, pero el recordar las palabras de Isabella diciendo que no tenía sentimientos por él, le daba la tranquilidad para despojarse de sus deseos de acabar con él. Sonreía como cualquier enamorado al pensar en la mujer de su vida cuando el consejero llegó y lo descubrió. — Su majestad, no sabía que estuviera tan enamorado — ¿Perdón? — Usted disculpe, no debí interrumpirlo — Pierda cuidado — Debe ser maravilloso poder casarse con la mujer que le hace sonreír de esa manera — Si, creo que sí — Yo lo decía por su próxima boda — Oh, sí, claro, desde luego que lo es, — dijo intentando disimular — por favor, tome así — Le agradezco El consejero del rey era un hombre mayor, Josué, quien fuera leal amigo de su padre y el indicado para llevar a cabo esa tarea tan importante. Vladimir, aunque no lo expresaba, se sentía honrado de poder contar con él como lo hizo su padre y hasta podría preguntarle si creía que su padre estaría orgulloso de él, pero no se atrevía, así solamente se encargó de hablar sobre lo que les concernía, la posible guerra contra el reino de la Nueva Victoria.
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