Capítulo XXX

4975 Words
Camille La lluvia prevalece por cada espacio de mi cuerpo, estoy completamente mojada y no he podido dejar de caminar, de huir de lo que tanto me aterra. No tengo un rumbo fijo, solo sé que necesito alejarme, perderme y no verlo nunca más, porque tengo demasiado miedo. Estoy colapsando, mi mundo desmoronándose pieza por pieza, y con cada paso que doy mi mente me recuerda lo que ocurrió hace apenas unos minutos. > No encuentro una respuesta lógica. Acelero mis pasos mientras sacudo la cabeza intentando alejar todo lo tenga que ver con él, no, no puedo dejar que vuelva a gobernar mis pensamientos como solía hacerlo antes. Le permito a mis oídos deleitarse con el tintineo inconfundible de la lluvia, un sonido profundamente rítmico y sosegado que resuena cada que las gotas espesas caen densamente, mojan cada rincón de Seattle, sin dejar ningún rastro de sequedad a su paso. Se aferran al pavimento de las carreteras y golpean el asfalto con gran ímpetu, haciéndome resoplar por más de una ocasión. ¿A quién quiero engañar? Estoy más confundida que antes. Me siento abrumada y encerrada en un laberinto que parece no tener salida. Sé que debo pensar con claridad, frenar mis pasos, buscar un lugar en donde refugiarme de la lluvia y por último: afrontar las consecuencias de mis intachables acciones. Sin embargo, ni siquiera puedo contemplar la idea de hacerle caso a mi cerebro, porque la sofocante presión de mi pecho me deja sin aliento y siento que las vías respiratorias se me cierran cada vez que recuerdo que fui yo la que le pedí que me besara. ¡Imbécil! No puedo detenerme, mis pies siguen caminando, haciendo caso omiso a cualquier amago de racionalidad que yace dentro de mí, perdí mi maldita cordura y solo quiero escapar de mis acciones. Siempre tomo malas decisiones, nunca medito la situación y actúo por mero impulso. Pero esta vez rebasé los límites y presiento que el destino me pasará factura tarde o temprano. Y es que me declaro culpable de no poder evitar no derrumbar cada una de mis barreras cuando sus labios se postraron enfrente de mí, invitándome a probar de ellos, sentí que me llamaban y no lo dudé, mucho menos cuando me ví reflejada en sus ojos verdes; brillantes, penetrantes y con un color tan intenso que nunca antes vislumbré. El aire frío me cala los huesos, comienzo a temblar y maldecir por no poseer la madurez y coherencia suficiente para poder evitar de ponerme en situaciones cómo estás. No soy la misma de antes, pero mis acciones me gritan que estoy cometiendo los mismos errores de hace tres años, y yo ya no quiero sufrir. —¡Camille, detente! —su grito es como un estruendo que me estremece de pies a cabeza. Y por primera vez, no doy pelea mucho menos protestas, simplemente hago lo que me pide y acato lo que acaba de ordenar. Dejo de huir, dejo que la ola de la culpa, la triste realidad, el dolor, y el sufrimiento de todo lo vivido regrese, me permito sentirlo todo, lo desentierro y vuelvo a derramar las lágrimas, que propicia el llanto que me hace sollozar con fuerza porque mi pecho arde como el mismísimo fuego y se siente expuesto cuando lo tengo enfrente de mí, mirándome con los ojos perdidos en los míos. Estoy absorta ante la inexplicable sensación que me embarga cuando nuestras miradas se convierten en una sola y ambos mantenemos la conexión que después de tantos años sigue ahí, intacta, fuerte, y que por alguna razón no tiene planes de irse pronto. Acuna mi rostro con ambas manos, la lluvia nos moja a los dos pero ni eso lo detiene, porque sus dedos se aferran a mi piel y no puedo evitar suspirar cuando nuestros ojos se encuentran en medio de la tormenta que acarrea todo lo que he luchado por ocultar. Sus labios hacen contacto con los míos en un abrir y cerrar de ojos, gimo ansiosa de ese veneno que desprende su dulce sabor, de ese adictivo aroma que me hace caer ante él sin poder evitarlo. Simplemente me sumerjo en ese abismo que pone mi mundo de cabeza. Una oleada de placer sacude mi cuerpo cuando su boca se mueve en sincronía con la mía haciendo vibrar cada fibra que me conforma. De alguna manera vuelvo a esa época en la que él lo era todo para mí. El roce sutil me estremece, sus labios abrazan los míos con tanta delicadeza, casi como si buscaran preservarme toda la vida, se llevan el frío y me envuelven de una manera suave que en ese momento me doy cuenta de que mi pecho va a explotar de tanta emoción. Lo aparto con dificultad, juro que lo intento, suelto un suspiro con la respiración agitada. Él por igual lucha por coger aire pero aún así me sonríe expectante y no termino de comprender porque actúa de esta manera conmigo. —Ya no huyas de mí —pide—, deja de hacerlo porque estoy aquí y cada vez que salgas corriendo, siempre iré detrás de ti. La barbilla me tiembla, me castañetean los dientes por el frío y no soy capaz de sostenerle la mirada por mucho tiempo, así que la aparto y obligo a mi corazón a permanecer inmóvil. —No quiero que me sigas más —dejo escapar un sollozo, ni siquiera sé porque estoy llorando—, solo quiero sentir paz y tú no puedes darme eso. Nunca has podido hacerlo. Entreabre los labios al tiempo que hace una mueca de indignación. Mis palabras no le son indiferentes, sabe que hay mucha verdad en ellas. No obstante, por un pequeño instante avizoro una situación en la que él me dice todo lo que quiero escuchar, una en la que él sosiega mi tormenta y me hace sentir esa tranquilidad que obtengo cada vez que me cobija bajo sus grandes brazos, pero eso no sucede, y esta vez no siento esa ola de decepción que me hace estremecer porque lo esperaba. Esperaba que volviera a destruir cualquier ilusión albergada. —Tienes razón, no puedo darte esa paz que deseas. Lo sabes muy bien y esta vez no te voy a mentir porque no quiero empezar nuestra historia así —cansada de todos los sentimientos que se abarrotan dentro de mí, me zafo de su agarre bruscamente y lo empujo con todas mis fuerzas. Un suspiro atareado abandona mis labios a causa de la revolución que comienza a surgir en mi pecho. —Entonces ya no vuelvas a acercarte, mantente lo más lejos posible de mí —me repara con intensidad, aleteando las fosas nasales con impotencia—, todavía puedo trabajar para ti y no verte. No es necesario que crucemos palabra durante esos meses. La voz no me tiembla al hablar. Me siento orgullosa de mi misma por primera vez en mucho tiempo. Él solo tensa la mandíbula, conteniendo las protestas que quiere decirme, porque lo conozco muy bien para saber que él no se queda tranquilo hasta que obtiene lo que quiere y en este momento lo que quiere es a mí. —No tientes mi paciencia, Camille —la advertencia en su voz me enfurece—, no voy a dar mi brazo a torcer, ni siquiera por ti. Una risa sarcástica brota desde lo más profundo de mi garganta. —¿Paciencia? —increpo—, no necesito tu maldita paciencia, Alexander. ¡No quiero nada de ti, necesitas entenderlo de una buena vez! Suelta un suspiro abrumado, mirándome fijamente y si las miradas mataran, creo ya estaría tres metros bajo tierra. O quizá más. Espero unos segundos a que responda, mi pecho subiendo y bajando con respiraciones entrecortadas. No lo hace. Mi estrés empeora todavía más. —¡Dime algo, joder! —llego a mi límite, perdiendo los estribos frente a él—. ¡Vamos, no te quedes callado! Sé que tienes mucho que decir... —¡Suficiente, Camille! —su áspera voz detiene cualquier argumento, mi cuerpo adquiere una postura súbitamente rígida—, no pienso seguir discutiendo contigo debajo de la lluvia como si fuéramos dos críos —espeta con los dientes apretados para después tirar de mi brazo con fuerza. Jadeo con sorpresa y rápidamente intento maniobrar para zafarme, pero su ajuste es demasiado fuerte, no me hace daño, solo me mantiene a su lado mientras caminamos rozándonos los brazos, de vuelta a donde aparcó el auto. Me trago los insultos que quiero decirle, aunque lo maldigo un sinfín de veces en mi cabeza, sintiendo toda esa rabia que me estalla en el pecho y que no sé cómo sacarla. Nos metemos en el auto y no me molesto en ocultar mi disgusto, pongo los ojos en blanco lo cual lo hace suspirar enojado. Me lanza una mirada cargada de impotencia antes de encender el motor e incorporarse en la carretera. No le digo nada, solo me limito a observarlo y me trago todo lo que se queda atascado en mi garganta, no tiene caso insistir en algo que la vida me ha mostrado incontables veces que no va a funcionar y no sé porque diablos me sigo exponiendo de esta forma. —Enciende la calefacción —habla finalmente, sus músculos aún tensos bajo su caro traje—, no está en mis planes que mueras de frío —suaviza su voz, percibo el deje de preocupación en ella. Lo miro por arriba del hombro, aguantando una risa sarcástica mientras niego rotundamente. Todavía temblando por el frío que me cala los huesos. —No es necesario, gracias —hago lo que puedo para sonar cortante. Vuelve la mirada hacía mí y me observa con incredulidad, sus perfectos rasgos endurecidos. Pongo los ojos en blanco, restándole importancia. Luego me cruzo de brazos, vuelvo a descruzarlos y sin saber que más hacer, comienzo a jugar con mi cabello mojado, en un terrible intento de que no se de cuenta del temblor que me embarga. —¡Te estás muriendo de frío, mujer! —replica, subiendo el tono de voz—, deja de ser tan terca, joder. —¡Ya te dije que no tengo frío! —miento otra vez. —No se te da bien mentir, preciosa —se relame los labios—, es algo que ya deberías saber a estas alturas. Me muerdo el labio inferior con fuerza, mis pulsaciones comienzan a acelerarse sin razón aparente. Joder, no quiero que mi corazón galope de esta manera, no quiero volver a sentirme así por él. Agitada, me obligo a tomar un respiro hondo y mantener la mirada al frente. —Bueno, a ti tampoco se te da bien dejarme en paz —añado sin poder ignorarlo—, creo que estamos a mano. Esboza una media sonrisa, mordiéndose el labio y me toca pasar saliva en repetidas ocasiones porque siento un remolino de emociones con ese jodida acción. Su mirada sigue postrada en la carretera, no hace amago de decir algo más así que me remuevo en mi lugar, recargándome en el cuero del asiento. Su cuerpo parece destensarse bajo la ropa empapada y, de algún modo, eso me hace sentir vulnerable. Entonces, como si no fuera suficiente, le escucho suspirar y aprieto los labios con fuerza, sintiéndome totalmente abrumada cuando veo que alarga la mano y con sus dedos enciende la calefacción, haciendo que el frío que me abraza desaparezca y sea sustituido por un ambiente cálido que me hace estremecer, aunque muy dentro de mí sé que es el acto lo que en realidad me está calando. —¿Mejor, preciosa? —inquiere entonces. No contesto, solo lo ignoro y eso lo hace soltar una risa mientras niega, sabiendo que no me doblegaré ante él. —¿Sabes? Te ves demasiado hermosa cuando te enojas —revela con un tono suspicaz—, esa manera tierna en que arrugas la nariz y frunces los labios mientras tus mejillas adquieren un rubor encantador. Me fascina. Con eso se va mi autocontrol. Me vuelvo hacia él, indignada, y enfoco mi mirada en la suya. —¡Yo no estoy enojada! —exclamo en un chillido—, ¡y para tu información, yo no hago nada de eso! —cuando se echa a reír, sé que ha logrado su objetivo. Sus ojos se achinan al sonreír. El corazón me da un vuelco inesperado y sé que estoy perdida. Lo veo encogerse de hombros al tiempo que toma una bocanada de aire antes de volver a hablar. —Tú siempre te ves hermosa, Camille. —es lo último que dice. Tomo un profundo respiro intentando aplacar los erráticos latidos de mi corazón, que me retumban hasta en los oídos y es que sus acciones aún siguen surtiendo un efecto en mí y eso me pone de malhumor. No puedo seguir así. Mis ojos están fijos en la ventanilla, reparo el paisaje lluvioso sintiendo una extraña ola de paz que se instala dentro de mi estómago, se produce un silencio a nuestro alrededor, que no es nada incómodo, al contrario, es relajante, lo cual me hace cuestionar todo lo que me ha dicho. Nos perdemos entre las calles de Seattle con la lluvia como acompañante y las gotas arremetiendo contra el cristal del auto. Alexander maneja concentrado en lo suyo, mantiene una postura serena y yo estoy tan enroscada en mis pensamientos que no me doy cuenta que nos hemos desviado del camino hasta que un lugar conocido se hace visible en mi campo de visión. Una mezcla de emociones reducidas a la furia sacuden mi pecho y lo agitan de una manera enloquecedora. Las pulsaciones se me disparan de la nada y me toca parpadear varias veces para poder ordenar mis ideas. Me siento descolocada con todo lo que hace. —¿Cómo diablos supiste que vivía aquí? —indago con la voz temblorosa aunque lo conozco perfectamente para saber la respuesta—, ¿por qué no me llevaste a la empresa? —comienzo a entrar en pánico. Él detiene el auto, apaga el motor y luego me mira fijo, sus ojos verdes brillando desafiantes. Intento concentrarme en algo más pero verlo así me sacude el pecho con vehemencia, mi corazón no está preparado para volver a verlo con las hebras negras mojadas, goteando el interior del auto, la ropa empapada y pegada a sus pectorales que parecen haberse agrandado, luce salvaje y aunque mantenga una mirada inescrutable, puedo deducir que está controlándose para no hacer algo indebido. Al sentir mi intensa mirada sobre él, entorna los ojos y carraspea la garganta. —No quise que condujeras bajo la lluvia —se excusa. Mi corazón salta de emoción, agitándose con ese cosquilleo que me hace verlo de manera diferente y no hago más que reprimirlo por ilusionarse tan fácilmente. Sacudo la cabeza para alejar cualquier ápice de debilidad que quiera hacer acto de presencia, me concentro en lo que debo decirle y apago la voz de mi corazón que no hace más que llevarme por el camino del mal. —No debiste haberte tomado la molestia, yo puedo cuidarme sola —uso un tono grotesco. Me mira casi decepcionado. Una oleada de culpabilidad me invade a consecuencia y me maldigo al instante. No quiero que me importe lo que siente. —Aún así, quise hacerlo —alarga su mano, lo duda un segundo y luego me acaricia la mejilla con extrema suavidad. Superada por las emociones, cierro los ojos permitiéndome un momento de vulnerabilidad y sólo entonces soy capaz de reunir todas mis fuerzas para apartarme de él. —No puedo, Alexander... —Camille... —su voz contrariada me estremece. Quiero decirle algo más, abro los labios pero los cierro al instante cuando caigo en cuenta de que no tengo nada más que decirle, tampoco sé si debo decirle algo. No me veo con la fuerza suficiente para soportar una pelea así que me abstengo de decir algo que pueda dar pie a un argumento. —Gracias —me limito a decir—, pasaré por mi auto en unos días —le aviso. Él se vuelve rápidamente hacia mí, negando en respuesta. —No es necesario, haré que te lo manden esta misma tarde —tuerzo los labios disgustada y ni siquiera sé el porqué. Debo de estar contenta de no tener que verlo nuevamente. No tengo que sentir esta opresión en mi pecho, no puedo dejar que el vuelva a apoderarse de mis pensamientos. —Está bien. —Está bien —concuerda. Lo miro por unos segundos más, él también lo hace, me mira con impotencia y presiento que quiere decirme algo más, pero no lo hace. Se queda callado. Comprendiendo que no hay nada más que decir, me obligo a tomar un respiro y salgo del auto dejando que la gélida brisa de Seattle me golpee y que las gotas de lluvia vuelvan a mojarme una vez mas, llevándose esa sensación de vacío que me deja apartarme de él después de todo. No miro atrás y me encamino a mi hogar, en donde deben estar esperándome desde hace horas, mi vista está fija en mis pies y mis pasos son lentos, cautelosos y precisos. Quiero regresar al auto, siento el impulso de darme la vuelta y pedirle una explicación a tanto desastre en mi vida, pero un escalofrío me recorre la columna vertebral, haciéndome alzar la mirada y cuando lo hago me encuentro con unos ojos azules que me hacen palidecer al instante, ya que sé con certeza que ha presenciado con quien he llegado y la expresión endurecida de su rostro me lo confirma. —¿Quién está en el auto, Camille? —su voz adquiere una nota áspera y venenosa, no tiene caso que mienta porque él sabe la respuesta. Ahogo un sollozo, conteniendo las lágrimas que amenazan con salir. —Puedo explicarlo —digo enseguida. Él niega con la cabeza y tira de mi brazo con brusquedad, su toque no me hace daño pero sé que no se encuentra del todo bien ya que me observa con desilusión, respirando con pesadez mientras me acribilla con la mirada. —Estoy esperando tu explicación —increpa con una voz amenazante—, vamos, dime qué diablos estabas haciendo con él. El miedo me paraliza, mis cuerdas vocales pierden la habilidad de formar una oración coherente, mi cuerpo se estremece y solo me muerdo el labio queriendo que la tierra me trague en ese momento. —Entremos, por favor —pido. Niega rotundamente, su respiración está agitada y pese a que la lluvia nos está empapando, él me mantiene firme bajo su ajuste y deja que la lluvia sigue metiéndose hasta en mi piel. El frío me hace estremecer, me remuevo incómoda e intento apartarlo pero no me lo permite. Ahogo un chillido de frustración y lo miro suplicante, pero él parece cegado por el enojo. —Aarón... —casi ruego. Él niega y cuando abro los labios para protestar, me ahueca del rostro sin ningún ápice de delicadeza y une nuestros labios con desesperación. No hago el intento de apartarme. Lo permito. Su beso me sabe a alcohol y no me es difícil deducir que ha estado bebiendo. La duda me embarga pero no hago nada al respecto. Sus labios se aferran a los míos con brusquedad, llenándome de ese insaciable desespero que transmite con cada empellón, y como si mi cuerpo cediera ante lo inevitable, me dejo llevar por el momento, cierro los ojos y lo beso con el mismo deseo de impotencia, haciendo que mi corazón lata con la misma intensidad con la que lo hizo hace apenas unas horas, y confundiéndome todavía más. Cuando se aparta de mí y mira por encima de mi cabeza comprendo la razón por la cual ha decidido besarme en este preciso momento, debajo de la lluvia, cierro los ojos con pesadez y trato de ignorar la sensación de culpabilidad que me sacude. —Suéltame —exijo enojada, él niega mirándome con desdén—, no lo repetiré dos veces, suéltame, Aarón. No me escucha. Me lleno de indignación, la sangre me comienza a hervir y hago el amago de apartarlo pero no funciona, ya que me toma de los brazos con ambas manos y me lanza una mirada que grita posesión. Hago una mueca de dolor por el ajuste. Él no se inmuta. —Tienes dos malditos segundos para soltarla, no me hagas repetirlo —su voz me congela el corazón y siento que me arrebatan el oxígeno de golpe. La expresión pasiva de Aarón cambia a una de pura furia. Me suelta sin querer hacerlo, su cuerpo se pone rígido con la presencia de Alexander, que no hace más que empeorar la situación. Aarón me toma de la cintura para ponerme detrás de él, como si fuese un pequeño cachorro que necesita protección y por alguna razón me siento furiosa con ambos. —¡¿Qué diablos haces aquí, eh?! —mi novio explota y quiero que la tierra se parte en dos para que pueda escabullirme y no presenciar esto. Alexander no se inmuta ante él, lo mira de arriba a abajo y pone los ojos en blanco, mostrando una sonrisa perezosa. —No he venido a verte, eso es muy obvio. —¡Lárgate de una buena vez! No tienes nada que hacer buscando a mi novia —eso lo hace sonreír con diversión y mis mejillas se encienden al recordar que soy yo la que lo buscó. No lo digo. Y él tampoco. —No te debo ninguna explicación a ti niñato de mierda —aprieta la mandíbula y de repente su mirada se ensombrece—, solo te dire que si vuelves a tocarla de esa forma nuevamente, te quebraré ambas manos, ¿si lo entiendes pedazo de estiércol? —amenaza, la furia emana su cuerpo y el brillo de ira resalta en sus ojos. Aarón suelta un gruñido y lo mira con desprecio, Alexander no le aparta la mirada y no se porqué razón me siento ausente a la situación. —Mantente lejos de Camille —se acerca a Alexander y entro en pánico al presentir lo que está a punto de suceder—, ella ya hizo su vida conmigo y aunque te hiera el maldito orgullo tienes que aceptar que es a mi a quien ama. La expresión de Alexander es inescrutable y no sé porque diablos espero ver un destello de emoción, algo que me convenza de que... mierda, ¿que estoy diciendo? —¿Estás seguro de eso? —Alexander lo mira desafiante y dejo de respirar, temiendo que le diga lo que acaba de pasar entre nosotros. Aarón se mantiene firme y asiente. No pestañea al decir las siguientes palabras: —No podrás hacer que desconfíe de ella, así que no lo intentes —su afirmación me hace pasar saliva y agacho la mirada con la oleada de culpabilidad que me atraviesa al escucharlo. Mi corazón se oprime y tengo ganas de llorar porque no sé qué hacer con tanta confusión. —No hará falta que lo haga —asegura con una voz áspera y busca mis ojos; los encuentra porque ya estoy viéndolo—, nos vemos el lunes a primera hora, preciosa. A esa hora empiezas a trabajar para mí —se dirige a mí esta vez, ignorando por completo la presencia de mi novio y lo fulmino con la mirada al instante. Aarón quiere abalanzarse sobre él y tiro de su brazo con fuerza para evitarlo, me mira incrédulo y lo fulmino, Alexander nos da una última mirada de soslayo y resopla antes de subir a su auto y irse por donde vino, dejando un maldito desastre a su paso porque ahora tendré que dar explicaciones que no me apetece dar. Suspiro desgastada por los últimos sucesos y suelto mi agarre, mi cuerpo comienza a temblar de frío y me encamino con dirección a mi hogar, dejando a Aarón en medio de la lluvia aunque no tardo mucho en escuchar sus zancadas a mis espaldas. Entro en mi casa con un sinsabor en el paladar, saludo a las personas que se encuentra en el comedor, Sam me mira fijamente, pero no me cuestiona y subo escaleras arriba sin detenerme a esperar a cierta persona, que me sigue rápidamente hasta que llego a mi habitación. Cierra la puerta detrás de mí. Me siento tensa al instante, la atmósfera se vuelve pesada y el hecho de que siga respirando así de agitado me pone los pelos de punta. —Me debes una explicación —replica sin alterarse y lo agradezco. —Y te la daré, pero quiero que me escuches antes de exaltarte —lo miro expectante, pasa saliva y después de unos segundos termina asintiendo. Se pasa la mano por la cara, hace una mueca de fastidio y trata de secar las gotas de agua, inútilmente. La piel pálida le hace contaste con el conjunto n***o que lleva puesto. Lo observo con la respiración entrecortada y trato de mantener la compostura pero mi corazón está jodidamente acelerado y no puedo distinguir quién es el causante de tanto caos. Me aclaro la voz antes de hablar y dejarlo estático. —Encontré la forma de evitar que mi padre y tú vayan a la cárcel... ******* —¡Absolutamente no! No permitiré que ese animal se acerque a ti —grita—, no vas a aceptar esa maldita propuesta. Resoplo cansada, ya que llevo más de media hora tratando de explicarle las cosas a Aarón pero sigue sin entrar en razón, se niega a aceptar que lo más conveniente es que acepte trabajar para Alexander y así ellos podrán deslindarse de este problema. —Aarón, escúchame. No toda es tan mal... Menea la cabeza, sacado de quicio y golpea la pared haciendo que suelte un jadeo por la sorpresa. —¡No trabajarás para él! No tienes mi aprobación para hacerlo —se acerca a mí y no retrocedo porque no tengo miedo—, esta conversación está cerrada, no harás lo que ese idiota quiere, ¿me entiendes? —acuna mi rostro mirándome con súplica y un ápice de arrepentimiento. Dejo escapar un suspiro, tomo sus manos y las aparto de mi rostro sin ser brusca. —No sé que te hizo pensar que te estaba pidiendo permiso, ya lo decidí. Me mira decepcionado y siento una punzada de dolor atravesándome el corazón. No me preparé para sentir esta opresión en mi pecho y haber herido a Aarón me quema en lo más profundo. —¿Solo me estás avisando? —sus ojos puestos sobre los míos aceleran mi respiración—, ¿tan siquiera pensaste en cómo me sentiría yo al saber que vuelves a trabajar con tu ex marido? Las palabras se me quedan atascadas en la garganta y quiero decirle que sí, que sí pensé en él porque es la verdad, pero no puedo ni formar una oración. —Aarón, estoy haciéndolo por ustedes —hago el intento de justificarme—, no quiero que nada les suceda y si no fuera por sus acciones nada de esto estaría pasando —increpo haciendo que me mira con recelo. —¿Es esa la única razón, Camille? —arremete, su voz con un deje de insinuación que me hace estremecer—, ¿o eso quieres hacerte creer a ti misma? Porque no esperes que entienda que regresas a la vida de un miserable que no ha hecho nada más que destruirte a ti y a los que amas. Nunca te pedí que abogaras por mí o por tu padre y créeme que nunca te habría pedido que fueras a rogarle a Alexander para que nos perdonara. Lo miro dolida por atreverse a juzgarme de esa manera, soy incapaz de contener el llanto, los labios me tiemblan y suelto un sollozo que me quema el pecho, ya que sus palabras me han jodido. —Entiendo que estás dolido pero no tienes ningún derecho a hablarme así. Niega y se pasa la mano por la cara, soltando un resoplido de decepción. Parece tomar un profundo respiro y entonces se acerca y queda a escasos centímetros, se inclina hacia a mí y cuando pienso que va a besarme, sus labios se detienen en mi frente. Me besa con dulzura. Y se siente como una despedida. Como una grieta entre nosotros. —Si quieres que esto funcione —me mira directamente a los ojos, sus orbes azules brillando con dolor—, necesitas tomarme en cuenta en tus desiciones. Ya no puedo seguir así. Me congelo de pies a cabeza, sus palabras son como una bala que se impacta contra mi pecho. Hago el intento de decir algo más pero se vuelve hacia la puerta y sale sin dejarme explicarle mis razones, se va y me deja con el corazón estrujado y siento que no respiro, son tantas las emociones de estos días que ya no puedo. Las ganas de ir detrás de él y decirle que me importa mucho, que no quiero estar así con él, que lo necesito para poder atravesar esta situación, me avasallan pero no lo hago, me quedo en mi habitación y me siento en la orilla de mi cama. El llanto se propensa y siento que ya no puedo más, tomo mi móvil y marco el número de la única persona que puede hacerme sentir mejor en este momento, la única persona que me hará sentir bien y que me brindará esa tranquilidad que ansío desde que no tengo a mamá. Espero unos segundos y cuando su dulce voz penetra mis oídos no puedo evitar sollozar con melancolía y sentimentalismo. —Nana...
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