Capítulo XXV

4819 Words
Camille —Si te atreves a salir por esa maldita puerta, te juro que no me temblará la mano para refundirlos en la cárcel —advierte cuando se percata de mis intenciones de salir huyendo—, sabes que no estoy jugando. No me hagas hacer algo de lo que después te lamentarás —la aspereza que emplea su voz me produce escalofríos por lo cual me detengo en seco. Tiene ese ápice de frialdad e indiferencia que me recuerda al viejo Alexander que tanto repudio. Resoplo cansada antes de volverme hacia él, tratando de contener las ganas de golpearlo nuevamente. Principalmente porque es un jodido hijo de puta al hacerme esto, no me cabe en la cabeza que es lo que gana exactamente con esta situación. Es una maldita locura y que él sea el autor de esta maniobra para volver a tenerme bajo su control me quema hasta la piel. Sabe que no voy a permitir que los hunda, y se está aprovechando de eso, me tiene en sus manos. Otra vez vuelvo a convertirme en su maldito títere con el que puede jugar y manejar a su antojo. —¿Por qué me haces esto, eh? —pregunto furiosa, cansada también, intentando llenar mis pulmones de aire—. ¿Qué es lo que ganas? —inquiero, a punto de un colapso. Él ladea una sonrisa, mostrándome la perfecta alineación de su dentadura. Finge estar entretenido conmigo y lo que me hace, pero juzgando por el tiempo que nos conocemos, sé que es una simple máscara que oculta el demonio que lleva por dentro. Alexander sólo quiere lograr su cometido y esta vez me encuentro en desventaja porque no sé que es. O tal vez sí, pero me niego a reconocerlo en voz alta. —¡Habla de una buena vez! —exploto ante su silencio. Cuando sus ojos se oscurecen al encontrarse con los míos, una especie de explosión me sacude por completo y siento que mi cuerpo se estremece. —Fácil, necesito una fotógrafa —espeta con simpleza, sus ojos siguen puestos sobre los míos, me observan esperando una reacción. Lo aniquilo con la mirada por su descaro, me enoja que me crea tan estúpida, no soy la misma idiota que caerá a sus pies como lo hice hace tres años. —Sabes perfectamente que no soy la única fotógrafa en Seattle —dejo escapar una exhalación, implorando paciencia—. Hay miles de personas en el mundo que morirían por trabajar contigo, no tiene porque ser exactamente yo —increpo con obviedad, alimentando su maldito ego; él imbécil solo se encoge de hombros, soltando un suspiro que me da la razón. Un brillo de diversión le ilumina el rostro y entonces suelta una pequeña risa. Al parecer la escena le causa mucha gracia. A mi no, en absoluto. Solo quiero tirarme al piso, hacerme un ovillo y echarme a llorar como una niña pequeña, me siento demasiado frustrada. Los sentimientos me están sobrepasando y eso es algo que no sopesé al venir aquí. —Lo tengo muy claro —vuelve a hablar; el sonido de su voz es suave, penetrante, y a la vez melancólico, encoge el lugar haciendo que me masajee la garganta en busca de oxígeno porque una vez más, él me lo está arrebatando todo—. Sé que puedo tener a la mejor fotógrafa del mundo si así lo deseo. A alguien con más experiencia en el campo laboral y que sí le interese trabajar para mí —zanja con arrogancia y por unos segundos la idea de golpearlo me cruza la mente. Es un pensamiento fugaz que se esfuma así de rápido como llega. —Ahí tienes tú respuesta, Alexander. No me necesitas cuando puedes tener a alguien más. Sonríe, con un hoyuelo asomándose cerca de la comisura de sus labios. Paso saliva. Nerviosa. —Nunca dije que no pudiera. Simplemente no los quiero. A ninguno de ellos. —Especifica en un tono más bajo pero todavía lleno de arrogancia—. Tú eres la única fotógrafa a la que yo quiero, Camille. El corazón me sube por la garganta de golpe mientras un cosquilleo se acentúa en la boca de mi estómago sin pedirme permiso. La sensación es avasalladora que no tengo más remedio que apartar la mirada de sus ojos verdes; oscuros, hipnotizantes, endemoniados. —No trabajaré para ti —digo finalmente, poniendo los ojos en blanco para eludir el aleteo en mi pecho—. Hazle como quieras pero no lo haré. No está en discusión. Una sonrisa atisba la comisura de sus labios y el maldito gesto es una bofetada que me regresa tres años atrás, donde él lo era todo para mí. —La quiero a usted, señorita Brown —mi corazón deja de latir por la manera en que suaviza su voz—. Para trabajar, claro —agrega y la insinuación en sus palabras me hace tragar saliva, nerviosa. Entonces mi cuerpo se tensa y él lo nota, enarca una ceja y suelta una sonora sonrisa, que aunque lo intente con todas mis fuerzas, provoca un segundo cosquilleo en mi estómago. Me abstengo de hacer otro comentario, creando un silencio sepulcral entre nosotros. Él me mira fijamente y por alguna razón que aún no comprendo del todo, me veo haciendo lo mismo, perdiéndome en unos ojos que ya no deben tener dicho efecto en mí, pero que no puedo evitar perderme en ellos. Estoy a punto de romper el hechizo y recobrar la sensatez, sin embargo, es él el que aparta la mirada cuando en cuestión de segundos acorta nuestra distancia, quedando a centímetros de mi boca en el momento en que se inclina. Su mirada desciende a mis labios entreabiertos y se concentra en ellos, suspirando hondo y pausado. Mi corazón enloquece por tenerlo así de cerca, avivando el deseo que tanto me aterra, pero no retrocedo. No puedo hacerlo. Estoy completamente inmóvil bajo el calor de su mirada. —La quiero a usted, señorita Brown —repite, despacio, queriendo que me grabe sus palabras y nunca las olvide. Mi estúpido corazón no puede ignorar el efecto que surten sus palabras, aunque mi mente sabe que solo busca manipularme, y no le voy a dar el gusto de que vuelva a enredarme. Hago una pausa para tomar una bocanada de aire, a la vez que frunzo el ceño sin poder evitarlo. —Lástima que el sentimiento no sea mutuo, señor Rosselló —susurro contra sus labios. Él mira los míos fijamente, soltando una maldición y apretando la mandíbula. No entiendo su reacción, porque hasta donde tengo entendido, él era el que no quería tenerme cerca, él no quería seguir a mi lado, no toleraba pasar otro segundo junto a mí que aceleró el proceso para deshacerse de lo que teníamos, cuando lo único que yo quería era quedarme a su lado para siempre. —Haré que cambies de opinión, y eso es una promesa, preciosa —me asegura con suficiencia, y por la forma en que lo dice, cargado de confianza, sé que puede lograr cualquier cosa que se proponga. Mi cuerpo tiembla inconscientemente. —Dudo que eso sea posible. —Increpo, negándome a ceder. Sonríe con diversión, cerrando el escaso espacio que nos separa y mi corazón da un vuelco. —¿Quieres apostar? —me acorrala contra el estante de libros que yace dentro del despacho y apoya la mano en el soporte de madera—. Nunca se me ha dado bien perder, deberías saberlo. Resoplo abrumada mientras lo reparo fijamente, detallando su rostro que sigue igual de perfecto, pero que para mí ha cambiado. Tres años han sido demasiado tiempo. —Tendrás que acostumbrarte a la derrota de ahora en adelante, demonio —decreto mientras humedezco mis labios, lo imposible ocurre y aparta la mirada para intentar ocultar el rubor de sus mejillas—. No eres el único que puede decirlo. Carraspea la garganta con fuerza y se aclara la voz antes de volver a mirarme. El calor de sus mejillas ha desaparecido pero mi satisfacción sigue intacta. —Siendo así, sería un jodido honor ser derrotado por ti, preciosa —me susurra al oído y un escalofrío sube por mi columna vertebral. ¿Qué diablos está mal conmigo? —No sé a qué demonios estás jugando esta vez, pero déjame darte una advertencia —acorto la distancia, sin miedo a la consecuencias—, no permitiré que les hagas daño a las personas que sí me importan. El gruñido que brota desde lo más profundo de su garganta retumba a nuestro alrededor, poniéndome los pelos de punta. Dios, necesito huir lejos de él. —La solución está en tus manos. Sabes lo que tienes que hacer para que eso no suceda. —Sabes que no aceptaré. —La tela áspera de sus vaqueros roza mis piernas desnudas. Apenas puedo respirar. —No te queda de otra. —Me niego rotundamente a trabajar contigo. —Entonces ve despidiéndote de ellos desde este momento porque dudo que los veas por unos cuantos años —aprieto la mandíbula, enfurecida. Sus ojos brillantes no se despegan de los míos. —No lo harás —miento, porque se que es capaz de eso y mucho más—. No te atreverías a hacerlo. —Vamos, me conoces mejor que eso, preciosa. Trago grueso, abrumada por todo lo sucedido, y su mirada desciende por mi cuello para centrarse en la parte de mi escote. Hasta la última partícula de aire abandona mi cuerpo. Su mirada se vuelve salvaje y me siento presa de ese fuego que quema mi racionalidad. —Te equivocas, no te conozco en absoluto. El Alexander que conocí nunca habría hecho esto —mi voz es apenas un torpe y débil susurro. Su mirada permanece inalterable. Fría y distante. —En eso tienes razón —su cálido aliento en contraste a la frialdad de su mirada golpea mi cara—, habría hecho algo peor. Mi pulso se acelera con la furia que llena mi cuerpo mientras contemplo la idea de que sólo está haciendo todo esto porque quiere volver a jugar conmigo. Él me mira fijamente, sus ojos verdes brillando con contención, y entreabro los labios pero cualquier protesta que quiera objetar se esfuma cuando me doy cuenta de lo que realmente ha captado su atención; mi colgante. El escote del vestido oculta el pendiente que hice con el anillo de esmeraldas que él me dio hace tres años. La cadena es lo suficientemente larga para dejarse ver pero él no se ha dado cuenta del pequeño objeto que yace oculto bajo mi escote, pero la sola idea que pueda descubrirlo me llena de pánico y terror. Me siento acorralada, las paredes absorben el aire en un lapso de minutos, porque siento que no respiro cuando su dedo roza la piel cerca del valle de mis pechos, intentando sacar el colgante que representa más de lo que quiero admitirme a mí misma. —Apártate —lo empujo lejos de mi en un acto de desesperación—. No vuelvas a tocarme, que te quede claro que tú eres la última persona en el mundo que deseo que me toque —se me queda mirando, obviado, procesando mi repentino cambio de actitud. —De acuerdo, no volveré a tocarte sin tener tu consentimiento —se limita a decir. Lo miro con intensidad y él se encoge de hombros. No me guste la insinuación detrás de sus palabras. Espero a que suelte su sermón como suele hacer. No sucede. —¿Eso es todo lo que dirás? —pregunto, exasperada. —¿Y qué quieres que diga, camille? —arruga la frente, frustrado—. Dime porque la verdad no se que esperas de mí en estos momentos. Dejo de respirar al percibir la nota de amargura en su voz. —Hace tiempo que no espero absolutamente nada de ti, Alexander. —increpo, intentando esconder el matiz de decepción que empaña mi voz. Eso lo hace apretar la mandíbula. —Créeme, no eres la única, preciosa. El dolor que embarga sus palabras me desequilibra porque no sé cómo sentirme al respecto. Y el hecho de que me mire con intensidad no ayuda a calmar los erráticos latidos de mi pobre corazón. Me hormiguean las manos por la ansiedad que me asalta y, incapaz de seguir enfrentándome al torbellino de emociones, desvío la mirada. Pero aun así, por el rabillo del ojo veo cómo me dedica una sonrisa falsa, tratando de enmascarar sus verdaderas emociones. Me quiere, de eso estoy segura. El problema es que no sé qué busca obtener de mí cuando le he dado todo lo que tenía que darle. Se decepcionará cuando vea que me ha dejado vacía y que no tengo nada que darle, porque esa historia de que necesita un fotógrafo para su nueva campaña no se la cree ni él. —Tienes exactamente dos días para pensártelo. No habrá aplazamientos —su voz áspera y distante me saca de mis estúpidos pensamientos—. Y si te decides antes puedes llamarme, sigo teniendo el mismo número de móvil —se da la vuelta, dándome la espalda y entiendo la clara señal cuando el silencio inunda el despacho. Una extraña sensación de vacío y sentimentalismo me aborda con una fuerza arrolladora, los ojos se me cristalizan, y un sollozo sube por mi garganta pero esta vez no le permito salir. Suspira por más tiempo de lo debido y sé que sabe que sigo aquí. Mi presencia no le pasa desapercibido. Le sigue afectando tanto como a mí. Después de unos minutos de silencio, me animo a pronunciar una palabra. Una parte de mí no quiere irse. —No tengo tú número —susurro casi inaudible. Eso lo hace volverse con una rapidez y brusquedad que me sorprende. Sus ojos se conectan con los míos, y me quedo estática con la mirada de dolor que se posa en su rostro. —¿Cambiaste de móvil? —pregunta, pero sé que eso no es lo que en realidad quiere saber. Respiro hondo y me pongo la máscara de indiferencia que él me ayudó a forjar. —Borré tú número —admito en un murmullo. Me da un asentimiento de cabeza y aprieta los labios, restringiendo cualquier gesto o expresión. Pero no me importa, él puede echarme su veneno, dudo que esta vez pueda herirme. Además, no entiendo que es lo que le sorprende tanto, ¿qué es lo que esperaba? ¿Quería que guardara su número después de lo que me hizo? ¿Quería que me quedara estancada con él y que nunca lo superara? > Se vuelve hacia el escritorio y rebusca entre los papeles que yacen encima de este, coge las llaves de su auto y pasa de mí sin siquiera mirarme, deteniéndose en el umbral de la puerta. Me pongo rígida al leer sus intenciones. —Vamos, te llevaré a tú casa —menciona, su voz firme, y casi me atraganto con mi propia saliva. Niego al instante y obligo a mis pies a moverse. Al cabo de unos pasos lo tengo frente a mí y su rostro luce deslumbrante como siempre, sólo que la iluminación de la tenue luz que nos ilumina lo hace parecer más atractivo y eso hace que mi corazón se acelere de una manera que no debería. —No es necesario que me lleves, Alexander, traje mi auto —comento, casi a la defensiva, para alejar aquellos pensamientos que ni deberían existir. Lo veo exhalar con frustración, luego pasa la mano por las hebras negras; brillantes y sedosas. Por un momento, un sentimiento de envidia me corroe ya que mis dedos hormiguean con el deseo de tocar y sentir su cabello enroscado en mis dedos una vez más. —Ya oscureció, no te dejaré ir sola —se adelanta a decir y maldigo por lo bajo—. Y, a menos que quieras pasar la noche aquí, dejarás que te lleve. Me guardo los insultos que quiero decir, porque sinceramente, estoy agotada de todo. Necesito un maldito descanso de esta situación que me está arrebatando el jodido aire. Atravieso la puerta dejándolo postrado en la misma posición, no quiero discutir y no estoy dispuesto a dejar que me lleve. Recorro el pasillo por el que he entrado hace una hora, sin detenerme a observar mis fotografías porque si lo hago no me podré ir sin reclamarle por meterse en mi vida de semejante manera. Me concentro en encontrar la salida y largarme cuanto antes. Esa es mi única misión. No consigo girar por el último pasillo cuando su mano tira de mi brazo nuevamente, deteniéndome y disparando mis pulsaciones como lo hizo la primera vez. Contengo la respiración, queriendo huir de su aroma que se vuelve a penetrar en mis fosas nasales por centésima vez. —O es conmigo o no sales por esa puerta —enreda su brazo alrededor de mi cintura y la piel se me eriza al instante—. La decisión es tuya, preciosa. Decídete qué tenemos toda la noche —sonríe descaradamente y mi armadura se desarma porque dudo que pueda resistirme a todas las emociones que me avasallan de golpe cuando sus ojos vuelven a conectarse con los míos. Me debato conmigo misma, tratando de encontrar una salida a mi tormento. Mi cerebro no tarda en darme la solución pero hago lo contrario. Esta vez no lucho contra su ajuste, por alguna extraña razón, mi cuerpo se siente cobijado bajo su calidez, él me brinda una paz que he buscado por mucho tiempo, y va más allá del ámbito s****l que ya no siento. Simplemente es una calma que he deseado desde que perdí a mi madre y aunque esté mostrando debilidad en frente de él, deseo que me abrace y me envuelva en sus brazos, porque desde hace años no estoy tranquila conmigo misma. No me encuentro ni en mi propia piel, me siento desgastada tratando de nadar contra la corriente que solo busca hundirme, y es que cuando el corazón no está de acuerdo con el cerebro, se crea una lucha y uno se pierde a sí mismo. Me perdí a mi misma. Una ola de sementalismo me golpea con fuerza y, como si pudiera leer lo que estoy pensando, me abraza sin dudarlo, rodea mi cuerpo con sus enormes brazos, dándome esa sensación que no sabía que necesitaba pero que deseo preservar. Porque siento que vuelvo a respirar, irónicamente, salgo a la superficie, sin saber que todo este tiempo me he estado hundiendo en la oscuridad. Me quedo perpleja, no sé qué hacer, no sé que debo sentir, y tampoco tengo la fuerza para alejarlo como mi mente me grita que lo haga. —No tienes idea cuanto siento que las cosas tengan que ser así entre nosotros, ojalá pudiera borrar cada una de las lágrimas que derramaste por todo el dolor que te he causado —hunde su rostro en la curva de mi cuello, rozando mi piel con su nariz—. No quiero ser el villano de tu historia, preciosa —suspira abrumado y la acción me hace galopar el corazón con intensidad, porque me está dando el cierre que necesito, pero que aún no estoy lista para asimilar. —No sigas, por favor —sollozo—, no puedo hacer esto. —Joder, lo siento tanto —deja escapar un suspiro, atormentado—. Necesitas saberlo. Se está disculpando por romperme el corazón, se está disculpando por todo lo que pasó entre nosotros. Se está disculpando. Como siempre esperé que lo hiciera. Pero es demasiado tarde, todo sigue igual. Eso no significa que el dolor, las lágrimas, la humillación, el tormento, que todo lo que viví se borre con una simple disculpa. Desearía que todo fuese diferente y no sentir esto que tengo atorado en el pecho, esto que me duele y me arde en lo más profundo de mi alma. Quisiera mostrarle las heridas que dejó en mi corazón cuando decidió que no era suficiente para mantenerme a su lado. Todo sigue ahí, nada está olvidado como me quise hacer creer. No todo se puede perdonar. Y ahora lo entiendo, porque ni siquiera tenerlo envuelto en mi cuerpo, dándome la calidez, y ese peculiar aroma que tanto amé en su momento, no disminuye ni una pizca de resentimiento, ni del odio que poseo dentro de mi corazón. Y aunque intente deshacerme del sentimiento tan dañino, no puedo, Alexander me hirió, y no puedo perdonarlo. Todavía no estoy listas para hacerlo. Alexander es una grieta. Es mi jodida grieta y no se como cerrarla para que deje de sangrar de una vez por todas. —Suéltame —suplico al borde del llanto—. Ya no hagas las cosas más difíciles, por favor. Deja que me vaya, pudiste hacerlo antes no entiendo porque te cuesta tanto ahora —su ajuste se desvanece en el momento en que las palabras abandonan mi boca y una parte de mí desea retractarse para volver a sentir su tacto, que después de tanto tiempo, me sigue estremeciendo. Nos separamos y quedamos cara a cara, se inclina hacia abajo, apoya su frente contra la mía y suelta un suspiro que golpea mis labios. Los dos expuestos, sin ninguna capa que pueda cubrirnos. Esta vez no hay escapatoria. Nuestras almas se encuentran desnudas. —No quiero que te vayas —susurra, su voz se asemeja a una súplica casi inaudible—, no lo hagas. —No quiero quedarme, Alexander. —Quédate sólo esta vez. No quiero verte ir, no lo soportaré —mi corazón empieza a latir con vehemencia y mi respiración se entrecorta. —Tendrás que acostumbrarte a hacerlo porque no regresé para quedarme. Ambos lo sabemos. Resopla con pesar. Me concentro en un punto incierto de la mansión, negándome a verlo. —Deja que te lleve, por favor —cambia de tema y siento un gran alivio—. Sólo será eso, Camille. —No quiero que lo hagas. No quiero tenerte cerca. Vine sola y sola me voy —impongo mi voluntad—. Después hablaremos, porque es evidente que esta conversación no se ha acabado. —Entonces quédate, hablaremos si eso quieres. Clara está preparando la cena —se adelanta a decir, esperanzado, y me frustro por su insistencia que no se de donde viene. —¡Deja de hacer las cosas tan difíciles! —me frustro. —Las cosas son fáciles, preciosa, sólo será una simple cena —quiero creerle pero no puedo. No puedo volver a confiar en él. —No me quiero quedar aquí y no me puedes obligar. Me estoy mintiendo a mi misma y lo sabe. Entrecierra los ojos, esbozando una sonrisa que rompe la tensión entre nosotros, parece estar pensando algo a lo que yo estoy completamente ajena y eso me irrita. —Avísame cuando llegues entonces —enarco ambas cejas, confundida—. Solo así podrás irte. Es más, dame tu móvil. Quiero asegurarme de que lo harás. Lo miro, incrédula, y niego con la cabeza, casi soltando una risa sarcástica. —No te lo daré. —Entonces disfruta tú estadía, le diré a Clara que vaya preparando la mesa. Hace el amago de darse media vuelta e irse. —¡Alexander! —protesto, exasperada. —Con esto no daré mi brazo a torcer, Camille. Ahogo un chillido y estrecho los ojos en su dirección. —¡Eres terriblemente insoportable! —me quejo. Suelta una risa a cambio. —Y tú eres jodidamente preciosa —me guiña un ojo—. Más cuando te enojas. —Estoy a nada de volver a golpearte —amenazo y puedo ver la diversión incrustada en su rostro—. No estoy jugando si eso es lo que piensas. Alza sus manos en señal de rendimiento. —Te creo, preciosa. —¡Entonces déjame ir! —Ya sabes lo que tienes que hacer. —¡Alexander! Me observa impacientado, y suelta un gruñido que mis oídos logran captar, me quiero alejar pero por alguna razón me quedo quieta, teniendo miedo de hacer un movimiento que pueda delatar todo el huracán que está provocando dentro de mí. —Espérame aquí, iré al despacho y volveré en un segundo —sonrío al contemplar la idea de escapar en cuanto se marche—. Juro que si te vas o haces el amago de moverte de tu lugar, te traigo a rastras, Camille. Me conoce tan bien que no puedo evitar sonreír y esta vez no puedo ocultar el sonido que sale de mi garganta. Él me observa hipnotizado y me quedo sin habla. Después de unos segundos, sacude la cabeza y se pierde por el pasillo. Suelto un resoplido y la idea de irme antes de que vuelva me atraviesa la cabeza una y otra vez. Pero aunque lo piense, mis pies no se mueven, no me obedecen. Me mantienen quieta, y mi corazón comienza a traicionarme, galopando por la persona que lo rompió. La ansiedad me entra hasta por los poros que no puedo evitar suspirar con pesadez, queriendo apagar todas las emociones que estoy sintiendo. La idea se queda en el aire cuando aparece delante de mí y me extiende un papel con su número de móvil, número que me aprendí de memoria y que por nada del mundo admitiré en voz alta, por razones de dignidad, claro. —Llámame cuando llegues —puedo percibir un hilo de preocupación e inseguridad en su voz—. Promete que lo harás. Lo observo, atónita, sin entender porque hace estas cosas que solo me ponen inquieta. Ya no somos nada, no tengo porqué interesarle, no comprendo lo que logra haciendo esto. Porque aunque intente negarlo, su actitud me confunde, me confunde tanto que abre las heridas que comenzaban a sanar. Al ver que no contesto, me toma de la mano y le sostengo la mirada. —Solo quiero saber que llegaste con bien, no hay segundas intenciones —la vulnerabilidad que me muestra al suavizar su voz me pone nerviosa y siento pavor gracias al cosquilleo que experimenta mi cuerpo, así que sin previo aviso retiro la mano. —Te llamaré —miento. —No lo harás, preciosa —asegura con una sonrisa tirante —, y por eso uno de mis escoltas te seguirá para asegurarse de que llegues sana y salva. La confusión interrumpe la expresión de mi rostro haciéndome negar con la cabeza. —Te estás tomando atrevimientos que dejaron de corresponderte desde hace años —suelto con brusquedad. No parece afectado por mis palabras. —No lo estoy, dijiste que no querías que fuera contigo, nunca dijiste nada de otra persona —aclara—, así que déjate de protestas y márchate antes de que cambie de parecer. Sus ojos encierran un destello de malicia y diversión que me reta a contestarle, pero sé que eso es lo que quiere y no voy a dárselo. Me muerdo la lengua con fuerza para contener las desagradables palabras que quiero pronunciar, le dirijo una mirada mortal y me doy la vuelta, saliendo de su casa mientras maldigo su nombre porque no puedo seguir negando que tengo sentimientos no deseados que ya no deberían existir. ****** No lo hice. No le llamé como prometí, estaría demente si lo hubiera hecho. A duras penas pude salir viva de esa mansión, porque con todas las descargas de emociones que recibió mi corazón dudé que sobreviviera. No entiendo qué diablos está sucediendo conmigo y juro que me voy a volver loca tratando de descifrar lo que quiere Alexander de mí. Me niego a caer en su trampa y dejar que juegue conmigo una vez más. No va a suceder. No permitiré que me haga daño. Y no me permitiré repetir los mismos errores que me llevaron a mi propia destrucción. He superado esta situación. Soy fuerte. Soy capaz de manejar este desastre. Ya se venció el plazo de tiempo que me dio para pensar mi respuesta y sigue siendo la misma, no voy a trabajar para él, está loco de remate si cree que voy a ceder a su maldito chantaje. Pero eso no cambia que voy a darle algo mejor. Algo que sé que no podrá resistirse, porque a pesar de todo sigue siendo un hombre de negocios, ambicioso, que desea obtener más poder del que ya tiene. Y justamente eso será lo que me de la victoria. Solo espero que mi plan no falle, porque no tengo un as bajo la manga, y tengo el presentimiento de que él sí. Después de todo, sigue siendo un demonio y engañarlo no va a ser fácil, pero prefiero morir en el intento que trabajar para él. Él no volverá a confundirme. Aunque mi mente sigue recopilando todo esos recuerdos prohibidos que hacen imposible sacármelo de la cabeza...
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