El mismo día
Londres
Collin
Dicen que la vida es como una obra de teatro, donde te pones todos los días una máscara o asumes un personaje para continuar adelante con tus rotos y dudas, mientras debajo de todo existe ese vacío que te quema en el alma. Tal vez lo más difícil es volver a intentarlo o tener las ganas para levantarte, aunque ni nosotros míos sepamos como hacerlo. Porque simplemente no puedes vivir sumergido en ese refugio llamado dolor por siempre, no es sano, no te dejan, o ya entendiste que es hora de coser tus heridas, de cubrirlas con puntos firmes, para que puedas caminar hacia adelante, sin importar lo que quede a medias por dentro.
Supongo, que no tuve más alternativa que intentar seguir adelante. Era el momento de avanzar, de salir de esa oscuridad en la que me encontraba, aunque no era tan fácil dejar todo lo conocido atrás. Sentía que, al hacerlo, traicionaba una parte de mí. Contra mi propia voluntad, me subí a mi avión privado con un itinerario en las manos, unas vacaciones obligadas en el sur de Francia, en Saint-Tropez. Durante el día, trataba de relajarme caminando por la ciudad hasta terminar en el puerto, perdiéndome entre el bullicio. Pero, al caer la noche, la soledad me envolvía en aquella propiedad que había comprado años atrás. ¡Diablos! El silencio me asfixiaba mientras mi mente divagaba una y otra vez en el pasado.
Al final, en un arranque tomé las llaves de mi auto deportivo y conduje sin rumbo, acelerando hacia donde el impulso me llevara, hasta que llegué a uno de los hoteles donde se encontraba el famoso Golden Casino, un lugar exclusivo para la élite francesa. Al principio dudé en entrar; no era alguien que apostara, tampoco tenía intenciones de cruzarme con alguno conocido. Pero, después de escuchar tanto sobre ese sitio, la curiosidad terminó venciendo mi recelo.
Me encontré deambulando por los pasillos del casino, observando las mesas de dados, a los crupieres repartiendo cartas y las interminables luces de las máquinas tragamonedas mientras los presentes parecían disfrutar de ese ambiente. Y sin saber cómo, acabé sentado en una mesa de póker. Jugaba, y perdía. Seguía jugando, y volvía a perder. "Basta, es hora de marcharse", pensé, sintiendo la derrota en cada pérdida, no era mi noche, también era desalentador ver los rostros de los otros jugadores a mi lado, quienes tomaban la partida como algo más profundo que un simple juego. Avancé hacia la salida, y enseguida el valet trajo mi auto. Le di una propina al muchacho, abrí la puerta y me acomodé en el asiento del conductor, listo para regresar al chalet. Fue entonces cuando una desconocida se coló en el asiento a mi lado sorprendiendo con su presencia.
Era una mujer joven, de unos veinticuatro años. Hermosa, con unos ojos azules que parecían capaces de hechizar a cualquiera. Sus labios, de un carmín profundo, parecían una invitación, y su piel, tan blanca como la porcelana, resaltaba aún más bajo las luces del casino. Tenía el cabello dorado, y vestía un elegante vestido n***o de diseñador que destacaba su esbelta silueta. Una gargantilla de diamantes le adornaba el cuello, como si fuera parte de un lujo que la mantenía cautiva. En verdad estaba tan aturdido sin entender que buscaba esta mujer, pero en segundos mis dudas se despejaron mientras escuchaba de fondo a un imbécil exclamar algunos insultos. Ella escapaba de su exnovio, quien era el gorila que gritaba.
Sin embargo, según mi experiencia no es bueno intervenir en una discusión de pareja, siempre te ganarás un enemigo, un golpe y la chica volverá con el idiota, es decir solo conseguirás un mal rato. A pesar de ello observaba la suplica en los ojos azules de la muchacha, y de repente un gorila vestido como un gánster estaba en la entrada vociferando en italiano miles de insultos. Ese era el exnovio de la desconocida, y aunque no quería buscarme problemas mi consciencia me gritaba: “Collin no puedes dejar a la chica con ese animal, vamos ayúdala”.
Pise el acelerador sin tener idea a donde ir, sin saber que estaba haciendo, y no sé…no estaba en mis planes ayudar a una desconocida, menos interactuar con una mujer, más bien verla sentada a mi lado fue como evocar el pasado. Sentí una punzada en mi corazón mientras mis manos se aferraban al volante, tragué saliva e intenté sacudirme de aquellas imagines de ella que me consumían por dentro. De pronto fui arrancando de mi mundo por la música proveniente de la radio y en un reflejo detuve a la desconocida para que no cambie la canción. Fue en ese instante que su espontaneidad cantando me sacó una leve sonrisa. De allí comenzó otra dinámica o dejé de ser un idiota guardando silencio. Ella se presentó y creí que me pediría llevarla a su casa o donde se alojaba, no fue así, porque terminamos en una discoteca.
¡Rayos! Estaba más nervioso que aquel día de mi primera cita, peor que un adolescente. La sonrisa tonta dibujaba en mis labios, el corazón bombeando a toda máquina mientras esperábamos en la barra nuestras bebidas, cuando sentí el roce de su mano entrelazar la mía para llevarme a la pista.
–Me encanta esa canción, vamos a bailar –elevó la voz Samantha sin darme tiempo a reaccionar.
Yo no sabía cómo seguirle el paso; me quedé en media pista, como un tonto, observando cómo se movía con una sensualidad que desarmaba cualquier intento de resistencia. Pero, de pronto, dejé de lado las tonterías y me dejé llevar. Deslicé mis manos con firmeza en su cintura, siguiendo el ritmo de sus caderas, envolviéndome en el aroma de su perfume y contagiándome de su alegría.
Y, aunque todo en mí me impulsaba a besarla, incluso a llevarla más allá, simplemente no pude. Aún dolía. Había algo en mí que no podía traicionar, así que, antes de complicar las cosas, le propuse llevarla a casa. Al abrirle la puerta del auto, vi cómo me miraba, con esa sonrisa entre juguetona y retadora. Sin aviso, dejó salir una risa suave y luego sus palabras.
—No tengo casa. Mejor vamos a la tuya, ¿o… eres casado?
Esa pregunta inesperada me hizo sonreír, pero también me puso en alerta. Me incliné un poco y traté de mantener la calma.
—Samantha, dame la dirección para llevarte a donde te estás hospedando o…. un número de algún amigo, o un pariente. No sé, ¿quizás el de tus padres?
Ella dejó escapar una risa más, pero esta vez fue amarga, casi irónica. Entonces, me miró con un brillo desafiante en los ojos.
—¡Sí, claro! —se burló, alzando las cejas—. ¿Quieres hablar con los muertos? Te doy su número, ¿puedes...?
Me quedé en silencio, descolocado por el comentario. No sabía si hablaba en serio o si era alguna clase de metáfora. En un susurro, casi sin quererlo, me atreví a preguntar:
—¿Están muertos tus padres… o es una forma de decir que no les importas?
Ella se encogió de hombros, sus labios se curvaron en una media sonrisa que apenas ocultaba el dolor. Se quedó mirando por la ventana unos segundos, evadiendo mi mirada. Su risa amarga y su respuesta me dejaron en claro que no había nada más que decir.
Suspiré, sintiendo una mezcla de culpa y responsabilidad. Ella estaba un poco ebria, y no me parecía correcto dejarla sola en ese estado. Así que, aunque sabía que esto me traería problemas, decidí llevarla al chalet. No tenía intenciones ocultas, solo sentía que dejarla a su suerte era inaceptable.
Puse el auto en marcha, y mientras conducía en el silencio de la noche, intenté sacudir de mi mente esa imagen de ella mirándome, con una mezcla de desafío y vulnerabilidad. Era como si hubiera dejado ver, aunque fuera por un segundo, una herida profunda que cargaba consigo. Al final, mi consciencia me dictaba lo que tenía que hacer.
No obstante, no sé si fue ingenuidad de mi parte o quise cruzar la línea para dar portazo al pasado, cual fuera la verdad me quedé atrapado entre el deseo y la pasión que Samantha despertó en todo mi ser. Fue más que una noche de pasión donde aplaqué mis demonios, porque sedujo todos mis sentidos, sus gemidos acariciaron mi alma y por un instante me quedé atrapado en el azul de su mirada como si pudiera entenderme. Sentí la conexión, y al mismo tiempo ese sentimiento que no me deja dar vuelta a la página, “culpa de vivir”.
A la mañana siguiente, desperté solo, la cama fría a mi lado. Recorrí el chalet en silencio, buscando algún rastro de su partida. Ni siquiera una nota de despedida; solo el vacío habitual, pero esta vez con una nueva capa de desasosiego. A pesar de todo, volví al casino un par de noches con la esperanza de encontrarla de nuevo, aunque fue en vano. Así, resignado, regresé a Londres, intentando retomar la rutina que me esperaba. Las reuniones interminables en la empresa, los números y los informes, todo me parecía más opaco de lo habitual.
Hoy en un arranque me escapé de la oficina para caminar por el centro de la ciudad cuando me topé con Alice Mckeson. Salía de una boutique con su chofer cargando bolsas de ropa.
—¡Collin! ¿Cuándo regresaste de Francia? ¿Por qué no me avisaste? —preguntó, con una voz que mezclaba reproche y calidez, mientras sonreía con cierto esfuerzo.
Con Alice Mckeson compartimos negocios, un círculo de amistades en común, tanto con ella como con sus hijos. Viene siendo casi como mi madre en ausencia de la mía. Al punto de que fue una de las personas que me insistió en viajar y solo le faltó subirse conmigo al avión, sin exagerar.
La saludé con un beso en la mejilla, rodando los ojos al ver la exagerada carga de su chofer.
—Hola, Alice. Veo que estás renovando el guardarropa —dije en tono amistoso, aclarando la garganta—. Regresé hace dos días, pero no quiero sonar ingrato, ya no tienes que preocuparte tanto por mí. Soy un hombre adulto. Mejor preocúpate por Cristal y Bradley.
—Ellos están bien —respondió, con su típica firmeza maternal—. Vamos, acompáñame a la oficina de Roger para almorzar juntos los tres. De paso, me cuentas cómo te fue en el viaje. ¿Conociste a alguien especial?
Sentí su mano en mi brazo, su familiar insistencia maternal. Esbocé una sonrisa afable, aunque su pregunta removió el recuerdo de una noche que aún no sabía cómo interpretar.
En resumen, no puedo creer lo que estoy viendo. Samantha está ahí, frente al escritorio de Roger como si ese fuera su lugar, como si tuviera todo el derecho de ocupar ese espacio. La atmósfera se vuelve densa en cuanto Alice y yo entramos, cada mirada cargada de preguntas y de tensión apenas contenida. Veo a Alice confundida, con sus ojos pasando de Samantha a Roger, y algo en su postura me hace pensar que este encuentro es tan sorpresivo para ella como para mí. ¿Qué está pasando aquí?
Roger, en su usual calma fingida, intenta desviar la tensión con su tono afable.
—Mi vida, no esperaba esta sorpresa… y menos en compañía de nuestro querido Collin —dice, dándole un beso corto a Alice y extendiéndome la mano, aunque su sonrisa parece más rígida de lo normal.
—Alice, dame un momento para terminar mi asunto con la señorita aquí presente, y estaré contigo enseguida —añade Roger, aunque su voz se tensa, como si no pudiera mantener la calma del todo.
Entonces, Samantha interviene, con una firmeza que retumba en el aire y captura mi atención por completo.
—Roger, un minuto no le bastará para solucionar nuestro asunto. Mejor atienda a su esposa mientras lo espero —señala, su tono cargado de una confianza desafiante que hace que todo en mí se encienda.
Alice observa todo en silencio, su postura rígida y sus ojos inquietos recorriendo a Samantha como si intentara descifrar algo. Su actitud me confunde, como si aquí hubiera una historia que desconozco. Y yo… yo también estoy atrapado en una mezcla de curiosidad y algo que se siente demasiado parecido a los celos. ¡Maldita sea!
Roger interrumpe mis pensamientos con su voz seca.
—Collin, nos tendrás que disculpar. Alice y yo tenemos que charlar en privado. Por favor, toma asiento donde gustes.
Asiento, forzando una sonrisa que apenas sostiene la compostura. Alice y Roger desaparecen detrás de la puerta contigua, dejándonos solos. Me acerco a Samantha, que sigue ahí, impasible, mirándome con esa calma que me saca de mis casillas.
—Hola, extraña. No sé si sabes que es de mala educación irse sin despedirse del anfitrión —le suelto, mi tono mezcla de sarcasmo y reproche—. Pero estoy dispuesto a empezar de nuevo. Soy Collin Coughan. ¿Y tú?
Samantha se vuelve lentamente hacia mí, y por un segundo, algo se enciende en sus ojos, pero su expresión no cambia. Esboza una ligera sonrisa, controlada y fría.
—Hola, Collin. No consideré necesario despedirme, tampoco quería darte más molestias. Y no creo que sea buena idea lo que estás haciendo —responde, su voz cargada de una firmeza que desafía cada palabra que dije.
La rabia y el deseo se mezclan en mi interior, y me acerco un poco más, incapaz de contener la urgencia por entender qué significa todo esto.
—¿Tan mal la pasaste conmigo? ¿O tienes algo que esconder? —espeto, notando cómo mi voz tiembla, aunque intento sonar casual—. ¿Qué hay entre Roger y tú? ¿Puedes responderme?
Pero Samantha sigue imperturbable, y su mirada fija me deja claro que estoy entrando en terreno desconocido. Aquí no hay respuestas fáciles, solo esa barrera que ella levanta frente a mí mientras yo me sumerjo en un mar de incertidumbre.