El mismo día
Londres
Roger
Alguien dijo que la felicidad no tiene precio, y aunque suena a cliché, es una verdad aplastante. Puedes nadar en dinero, rodearte de lujos y excesos, pero ninguno de esos elementos te asegura la paz interior, mucho menos la felicidad. La vida, con su retorcido sentido del humor, encontrará la manera de recordarte que, en el fondo, eres solo una pieza en su juego. No importa cuánto creas haber logrado, ni el control que creas tener; ella se encargará de colocarte en tu sitio, de susurrarte al oído que aquí quien manda es ella. Porque la felicidad plena, esa sensación de paz absoluta, es como arena entre los dedos. Entre más la aprietas, más rápido se escapa.
Quizás la vida nos castiga para recordarnos lo frágil que somos, para obligarnos a levantarnos con nuestras heridas, a sobrellevar nuestros errores o tan sencillo con repetir que la felicidad es efímera. Sea cual sea la respuesta aprende a valorar lo que tienes, a dejar atrás lo malo e intenta vivir sin pedirle permiso a la vida, porque el secreto para ser feliz no es cuanto consigas, sino como lo consigas.
En lo particular, hubo un tiempo en que de verdad creí tenerlo todo. La vida perfecta, o eso pensaba. Pertenecía a una de las familias más acaudaladas de Londres, dueño de una empresa sólida y reconocida internacionalmente. El dinero nunca fue un problema; lo tenía todo, desde los lujos más ridículos hasta el respeto de la alta sociedad. Y, por encima de todo, una esposa joven y hermosa a quien amaba con cada fibra de mi ser, y tres hijos que se convirtieron en mi mayor tesoro. No podía pedir más. En los círculos que frecuentaba, no era raro escuchar comentarios de admiración o hasta envidia.
Pero una maldita mañana cambió todo en un instante. Tres autos interceptaron el vehículo en el que viajaba mi pequeña Samantha, mi hija de apenas cinco años. A partir de ese momento, el mundo que creía sólido se hizo pedazos en mis manos. La policía se lanzó de inmediato a la búsqueda, prometiendo respuestas, resultados, justicia… Sin embargo, las promesas se fueron quedando en el aire, y las pistas en un vacío desconsolador. No encontraron a los culpables, y el único rastro que surgió fue un cuerpo calcinado, reducido a cenizas. Nada concreto, nada que me confirmara si mi hija seguía viva o si aquel cuerpo carbonizado era realmente ella. Solo quedaba una pregunta insoportable, una duda que día a día consume: ¿estará viva o muerta?
Desde entonces, mi vida dejó de ser aquella historia perfecta. Ya han pasado más de dieciocho años, pero el peso de no saber aún me asfixia. Aun así, decidí seguir adelante, viviendo con una herida que jamás cerró del todo. Sin embargo, quien realmente cargó con la peor parte de esta tragedia fue Alice, mi esposa. Ella sufre en silencio, aferrándose a una esperanza que me resulta devastadora, como si en cualquier momento Samantha fuera a aparecer. Al principio, ofreció una recompensa millonaria por cualquier pista, y desde entonces, ha desfilado una cantidad vergonzosa de mujeres diciendo ser mi hija, cada una con una historia tan absurda como la anterior.
Pero yo me cansé de esas farsas, de las mentiras, de esa gente que se atrevía a lucrarse con el dolor de mi familia. Fue por eso que decidí mantener a Alice al margen de cualquier noticia, dejar que mis abogados, gente como Peter Jackson, lidiaran con esas cazafortunas y sus engaños.
No obstante, hace unos días, Peter apareció en mi oficina. Su expresión era seria, pero había algo distinto en su mirada. Se acercó sin decir palabra y deslizó una carpeta sobre mi escritorio.
—Roger, creo que esta vez deberías encargarte de esto personalmente —exclamó Peter, con un tono que me descolocó. Lo miré, desconfiado, sin entender del todo su intención mientras él continuaba—. Una mujer llamada Amanda Watts me envió información sobre una chica que coincide con el perfil de Samantha.
Me recosté en la silla, suspirando pesadamente, intentando que no se notara la tensión que comenzaba a formarse en mi pecho.
—No pienso revisar nada, Peter. No quiero volver a lidiar con otra charlatana. Para eso te p**o, ¿no? —respondí, cargando mi voz de amargura y rabia. Él, como de costumbre, se mantuvo impasible, su expresión de calma me exasperaba.
—Roger, el problema es que verifiqué cada dato. Fechas, nombres, la última pista que tuvo la policía sobre tu hija... esta vez podría ser real.
Un nudo se me formó en la garganta, pero me negué a dejar que eso se reflejara en mi rostro. Me incliné hacia él y clavé mis ojos en los suyos, desafiante, sin paciencia para rodeos.
—Entonces dime, ¿por qué mierda esta Amanda Watts aparece ahora, después de tantos años? ¿Por qué hasta ahora? —repliqué, incapaz de disimular la rabia.
Peter suspiró apenas, manteniendo su habitual calma.
—Su versión es que ha pasado cinco años investigando y que apenas hace unas semanas pudo dar con algo concreto sobre tu hija —explicó, con esa paciencia que siempre me sacaba de quicio—. Según su investigación, Samantha estuvo en cautiverio en la campiña. Después la trasladaron a Escocia, pasó por varios hogares de acogida, y finalmente fue adoptada por una pareja de alto estatus social en Francia.
Hizo una pausa, como si quisiera darme tiempo para procesar cada palabra, como si realmente creyera que con eso iba a cambiar algo en mí.
—Te recomiendo hablar con ella, Roger. Quizá esta vez no pierdas nada —concluyó, su voz fría, sus ojos sin un atisbo de emoción. Esa maldita mirada impasible me revolvía el estómago.
Golpeé el escritorio con el puño, frustrado, sintiendo que el dolor me quemaba por dentro.
—¿Nada? Claro que pierdo. No es solo dinero, Peter. Esto sigue consumiéndome. Es volver a depositar mis esperanzas en algo que tal vez sea otra mentira… ¡Maldición! —espeté, cada palabra cargada de la rabia que llevaba años acumulando.
Peter asintió sin perder la compostura, sin siquiera un parpadeo.
—Sé que es difícil para ti, Roger. Conozco tu dolor y sé lo que significa cada palabra sobre tu hija. Pero te pido un último esfuerzo. Mira el informe, revisa las fotos de la chica cuando era niña… tal vez eso te ayude a decidir —me dijo, con esa calma que me resultaba incomprensible.
Lo miré, debatiéndome entre el deseo de mandar todo al diablo y el vacío que sentía ante la posibilidad de que esta vez… tal vez…sea verdad. Observé la carpeta sobre el escritorio, sintiendo una mezcla de rabia y temor. Podía ser una oportunidad de encontrar a Samantha o una cruel jugada del destino para recordarme lo frágil que era la esperanza.
Al final, pese a mis negativas revisé la información, más que todo las fotos de la mujer siendo una niña. Había rasgos similares a mi pequeña, desde como llevaba su cabello hasta su manera de pararse y no sé…si era un engaño de mi mente o si había algo en realidad que hiciera pensar que por fin vería a mi hija. A pesar de renuencia Peter hizo los arreglos para reunirme con Amanda Watts, pero con honestidad no quería charlar con ella, ¿Cuál era el fin? ¿Negociar por conocer a mi supuesta hija? ¿Ponerle un precio a mi tranquilidad? ¡No! No tenía intenciones de seguir sus putas reglas, más bien lo haría a mi manera.
En resumen, la muchacha se anunció en la recepción de mi empresa con el nombre de mi hija, ¿una estupidez o un acto de valentía? No sé cuál fue el verdadero mensaje que quiso darme, pero ya no importaba. Allí estaba, una mujer joven, vestida con un traje blanco, de chaqueta y pantalón ajustado, llevando una blusa de seda. Su cabello largo y rubio caía liso sobre sus hombros, y usaba un maquillaje discreto, de esos que se ven en las mujeres de sociedad. Lo extraño era que llevaba gafas de sol; ¿un intento por añadir misterio o solo una señal de que no tenía el valor de sostener esta farsa?
De todas formas, no me dejé impresionar por su teatrito, le dije un par de verdades esperando que sea suficiente para que se marché. No fue así, porque cuando menos lo esperé estaba desafiándome, restregándome en la cara el secuestro. Y por un segundo me paralicé, pero la empujé a sus límites para conseguir honestidad. Lo que obtuve fue encontrarme con sus ojos azules penetrantes. Aquella mirada con la que Sam me derretía el corazón. Se me formó un nudo en la garganta, el corazón se me estrujo, dejándome confundido ante lo que contemplaban mis ojos, ¿Sería posible que mi pequeña estaba delante de mí? ¿Era mi Samantha esta mujer?
Lo cierto que en el momento menos indicado irrumpió Alice en compañía de Collin. En cuestión de segundos pude ver sus ojos reflejada una mezcla de sorpresa y confusión al contemplar a “Samantha”. No hacía falta palabras para conocer lo que cruzaba por su mente. Pero en un intento en vano quise tener un poco de privacidad con esta mujer que podía o no ser mi hija. Lo que conseguí fue una negativa, un grito silencioso “no me iré sin dar batalla, soy tu hija”.
En resumen, Alice camina por la sala de juntas con esa expresión de confusión, dolor y esperanza que tantas veces vi en su rostro, hasta que por fin se detiene en seco, se gira observándome con rabia contenida, cuando su voz temblorosa resuena en el ambiente.
—¿Acaso pensabas excluirme? ¿Crees que tienes derecho a ocultarme esto? Pues te informo que no. ¡Ella puede ser nuestra hija, mi pequeña Samantha! —sus palabras se deslizan con un tono de reclamo acompañadas de una mirada fulminante.
—Amor, por favor, escúchame —trato de calmarla, el peso de mi culpa ahogándome—. Solo quería protegerte, evitar que te ilusionaras otra vez…
—No, Roger, no puedes hacerme esto, y menos darme esa estúpida disculpa. ¿No entiendes que cada noche me pregunto dónde está mi pequeña Sam? ¿Si estará viva? ¿Si sabe que la buscamos? —su voz se quiebra, sus palabras llenas de reproche y un dolor que compartimos desde aquel maldito día.
—Alice, sé cuánto sufres, cuánto sufrimos los dos. Pero no hay ninguna garantía de que ella sea nuestra Samantha —arguyo con mi voz apacible.
—¡Ni tú te crees lo que estás diciendo! —me desafía, su voz es como un látigo—. Roger, ella tiene tu misma mirada altiva, la misma que tenías cuando eras joven. Tiene la edad que tendría Samantha… y, por si fuera poco, ¡tiene mi tic! —se lleva la mano al cabello con desesperación—. Cuando estoy nerviosa, hago esto… ¡igual que ella lo hizo! No me digas que esto es solo mi imaginación.
Quiero responder, pero las palabras se me atascan en la garganta. Han pasado tantos años, y aun así la posibilidad de que nuestra hija esté detrás de esa puerta me destroza.
—Quiero hablar con ella —insiste Alice, con los ojos llenos de lágrimas contenidas—. Solo unos minutos. Luego… luego decidiremos qué hacer, pero déjame hablar con ella, Roger.
—¡Alice…! —Las palabras se ahogan en mi garganta, pero no puedo terminar la frase. Ella sigue mirándome, con una mezcla de súplica y amor que me atraviesa como un puñal.
Finalmente, exhalo un suspiro y pregunto, con un tono más bajo—. Entonces dime… ¿cuál es esa decisión que ya tomaste? —lanzó y el azul de su mirada me confunde sumergiéndome en miles de dudas.