Viviendo al límite
Actualidad
Sur de Francia
Samantha
Alguien dijo que sobrevivir es ya una hazaña, pero agregaría que hay que hacerlo con estilo, no puedes ser un conformista, ni el tipo depresivo que vive en un sótano con su madre a sus treinta años, más bien tu meta debe ser superarte, no importa de donde vengas, ni como llegues a la cima. Y no me des la excusa patética es que “tengo mala suerte” o “nada me sale bien”. Recuerda que el mundo no pertenece a los más ricos o a los que juegan sucio, sino a quienes tienen el coraje y la determinación de usar cada recurso que poseen para lograr lo que desean. La clave está en atreverse, en no rendirse cuando las cosas se ponen difíciles y en tomar el control de tu propio destino.
No es charlatanería, es ver más allá de lo evidente, es usar tus capacidades o, como siempre digo con mis palabras motivadoras: “la verdad es subjetiva, una consecuencia de lo que buscamos reflejar, entonces úsala a tu favor: engaña, manipula y juega, siempre recordando que vives una ilusión”. Sí, soy una maestra del engaño, es mucho más interesante que prostituirse, también tiene su encanto, sus momentos de adrenalina, pero lo que más me gusta es que nunca se dónde me llevará mi próxima aventura.
No estoy loca, tampoco es que no quiera trabajar. Lo hice un tiempo en una cafetería, y todo lo que obtuve fue un repertorio de insultos para defenderme de los idiotas que intentaban manosearme, como tal entendí que debía pensar en grande, tener ambición, no conformarme con unos cuantos euros y dejar cuanto antes esa vida de perdedora. Fue ahí donde conocí a Amanda, mi cómplice desde entonces, mi amiga, y la única que cuida mis espaldas cuando las cosas se ponen feas.
Pero hoy... hoy juro que voy a matarla. Amanda debería estar aquí, rescatándome de este idiota que me espera en la habitación, creyendo que “tendremos sexo al final”. ¡Por favor! No pienso acostarme con él por esta baratija que me dio como prueba de su "amor". De acuerdo, tal vez exagero... es un brazalete de diamantes, y sí, ha pagado cenas, me ha comprado vestidos, pero tanto esfuerzo para sacarle unos cuantos euros no vale la pena. Además, el tipo... ¿cómo lo describiría? ¿Baboso? No. Ingenuo, con un toque de cavernícola, todo enfundado en un traje de sicario italiano de los años 20. ¡Terrible! Arruina mi estilo, mi imagen, y ya es hora de deshacerme de él.
Cierro el grifo del lavamanos y me detengo a mirarme en el espejo. Respiro hondo, trato de relajarme, acomodo mi cabello con cuidado. Tengo que mantener la calma, es solo otro imbécil con algo de dinero. Pero, entonces, su voz áspera suena al otro lado de la puerta, esa voz irritante que me hace rechinar los dientes.
–¡Cariño! Te estoy esperando, ya abrí la botella de champagne –dice el idiota con un tono empalagoso que me revuelve el estómago.
Me detengo, los nudillos blancos de apretar el borde del lavabo. “Trágatela solo, imbécil. Duérmete ya de una vez por todas para que pueda escapar”. Mis labios se mueven apenas mientras suelto ese pensamiento con rabia contenida, pero debo seguir con la farsa. El somnífero debería hacer efecto en cualquier momento y podré abandonar la suite sin problemas.
–¡Ya voy, querido! Ponte cómodo –respondo, subiendo la voz lo justo para que no note mi malestar.
¿Qué demonios pasa? Pienso mientras mi mente se acelera. ¿Por qué no se duerme el idiota? Le puse la dosis exacta en la bebida en el restaurante y, por si acaso, reforcé en el postre. ¿Dónde fallé? Pero ya no puedo seguir encerrada en el baño sino sospechará, improvisar es mi única salida.
Tomo aire una última vez, giro la perilla y, en un segundo, transformo mi expresión. La Samantha que sale del baño es otra, sonriente, con una mirada estúpida pero calculada, lista para continuar el juego. Y allí está él, en medio de la habitación, sentado en el borde de la cama, devorándome con los ojos como si fuera algún trofeo que está a punto de ganar.
El escenario es deprimente. La botella de champagne abierta reposa en la mesa junto a dos copas, una de las cuales él sostiene con una sonrisa ladina. La cama está deshecha; sus zapatos están tirados sin cuidado por el suelo, y una lámpara tenue arroja un resplandor amarillo, realzando la patética escena que revuelve el estómago. Camino hacia él, cada paso resuena en la habitación pequeña, y aunque mantengo una sonrisa en el rostro, por dentro maldigo cada segundo que paso aquí.
–Te ves hermosa –exclama, mirándome con los ojos brillantes de deseo y suelto una sonrisa forzada.
–Gracias –respondo, luchando contra la mueca de asco que amenaza con delatarme. Me siento a su lado, y su brazo se enrosca en mi cintura, acercándome a su pecho. El aroma de su perfume barato invade mi nariz, y necesito contenerme para no retroceder.
Sonríe, Samantha, pienso mientras me esfuerzo por mantener la calma. Solo un poco más. No puede tardar mucho en dormirse este cavernícola o tal vez llegué Amanda a rescatarme...
–Brindemos por nosotros, por esta noche especial... –propone, levanta su copa, y aunque intenta mantener la compostura, noto cómo sacude la cabeza, visiblemente afectado–. ¡Maldita sea! Lo siento, estoy un poco mareado... ¿Ansiedad tal vez? –informa, dejando la copa sobre la mesita, su tono vagamente confundido.
Me suelta el brazo, tambaleándose, y en un solo movimiento se desploma sobre la cama. Lo observo apenas un segundo, evaluando la situación, así confirmó que está fuera de combate. La oportunidad está frente a mí, así que me levanto a toda prisa, agarro mi bolso y me encamino sin ruido hacia la puerta. Pero cuando ya casi estoy libre, su mano se aferra a mi brazo como una trampa.
–¿A dónde crees que vas, maldita ladrona? –ruge con una furia que me hiela el alma–. Me debes dinero, y me lo vas a pagar... con la única forma que puedes hacerlo.
La sorpresa es como una bofetada, mis ojos se abren como dos faroles mientras mi mente vuela buscando respuestas. ¡El muy cabrón no tomó el somnífero! Pero si piensa que voy a dejar que me toque, está muy equivocado. No soy su juguete, ni una prostituta.
–¿Quieres que te pague? Pues toma esto, ¡hijo de puta! –sentencio con una mezcla de burla y rabia, sin pensarlo dos veces, clavo el tacón de mi zapato en su pie con toda mi fuerza.
El grito que suelta es desgarrador, pero no pierdo tiempo en saborear el momento. Me libero de su agarre y corro como si el mismísimo demonio me persiguiera. Mi corazón golpea en mi pecho con tanta violencia que siento que se me va a salir, mis piernas están a punto de traicionarme, y un sudor helado me baja por la espalda. Aun así, no paro. A lo lejos, escucho sus gritos desquiciados.
–¡Detengan a esa mujer, me robó! –el eco de la voz del idiota retumba en el pasillo.
Llego al ascensor y, con las manos temblorosas, presiono el botón repetidamente, rogando que llegue antes de que él lo haga. Las puertas finalmente se abren, y justo antes de que se cierren, lo veo aparecer al final del corredor. Tiene el rostro transformado por la furia, pero yo le lanzo una sonrisa burlona y agito la mano mientras las puertas se cierran con un suave clic. El alivio no llega, y en su lugar, la adrenalina sigue corriendo por mis venas. Mis ojos no se despegan del tablero, observando desesperadamente cómo bajamos al lobby.
–Vamos, vamos... más rápido, maldita sea –susurro entre dientes, jugueteando con los bordes de mi blusa por los nervios.
Después de lo que parece una eternidad, las puertas se abren en el lobby. Salgo del ascensor con la cabeza alta, respirando profundamente para calmarme. Cuadro los hombros, erguida y mostrando una mirada altiva avanzo como si nada me afectara. Las miradas de los huéspedes me rozan, o tal vez es mi paranoia hablando, pero sigo adelante. Sin embargo, el nudo en mi estómago se deshace un poco cuando atravieso la puerta y siento la brisa fresca de la noche golpear en mi rostro. Mis ojos buscan frenéticamente a Amanda, pero no hay ni rastro de ella.
Justo cuando creo que estoy a salvo, los gritos inconfundibles del italiano vuelven a perforar el aire. La desesperación me sacude, y sin pensarlo dos veces, bajo las escaleras corriendo, dirigiéndome hacia el primer coche que veo. Es un descapotable brillante. Sin pedir permiso, abro la puerta y me lanzo al asiento del copiloto.
El conductor me mira, desconcertado. Es un hombre joven, quizás de unos 28 años de edad. Su barba recortada en candado, y esos ojos grises que parecen llenos de una tristeza profunda y algo más que no logro identificar, me descolocan. Su cuerpo es fuerte, atlético, y su traje a medida grita lujo. Pero no tengo tiempo para fijarme en detalles.
–¡Detengan a esa maldita puta! –el grito de mi perseguidor resuena detrás de mí, cada vez más cerca.
–Por favor –mi voz sale casi ahogada– arranca, ¡sácame de aquí! Mi exnovio... está loco, ¡es violento! –miento con descaro y con urgencia en los ojos, sin tiempo para pensar en el caos que acaba de desatarse, pero su silencio me sumerge en un mar de dudas.