Una semana y media después
Londres
Samantha
Los retos son como un afrodisiaco para muchos, pero va más allá del momento de adrenalina, es un cumulo de sensaciones que te empuja a seguir adelante. Tal vez tiene una dosis de orgullo, vanidad y esa pizca de competencia que todos poseemos en el fondo o simplemente nos encanta ir contra la corriente. También no se reduce al placer de ganar, ni conseguir el objetivo, más bien es un duelo silencio contra nuestras limitaciones. Sin embargo, lo que cabe destacar es que por lo general no existe la sensatez cuando nos dejamos envolver por los retos, ella vive escapando por la ventana y en su lugar nuestra parte temeraria se adueña de nosotros, porque encuentra una magia en los retos. Ese misterio que desata algo primitivo en nosotros.
En lo personal, soy una apasionada de los retos. Me encanta desafiar las reglas, ser impredecible, hacer mi maldita voluntad. Seduzco al peligro, exploto mis habilidades como si yo misma me impusiera un estándar más alto para alcanzar la vida que anhelo. Pero no siempre fue así; tuve que recorrer un largo camino para llegar a donde estoy. Primero, necesitaba encajar en el ambiente que me abriría las puertas. Hablo de las altas esferas de Europa. Así comenzaron mis inicios en el arte de la estafa, un oficio que exigía más que ser solo una cara bonita. Aprendí varios idiomas, clases de etiqueta, a vestirme como una dama de sociedad, a distinguir desde una baratija hasta la pureza de un diamante. Y, por supuesto, a estudiar a mi presa.
Todo iba viento en popa; de vez en cuando caía un iluso en mis redes. Pero, siendo honesta, después de un susto tremendo con un sicario de pacotilla, quería retirarme, al menos por un tiempo. Obvio, Amanda no se tomó nada bien mi propuesta. Pegó el grito al cielo, negándose a ceder ni un centímetro. Al contrario, me soltó un sermón interminable antes de hacerme una propuesta descabellada y absurda: suplantar a una mujer… no a cualquiera, sino a una de las herederas de las familias más ricas de Londres. Un largo silencio sepulcral nos envió, mientras observaba su rostro lleno de una frialdad que me helada la sangre, hasta que decidí dejar escapar mi voz de mis labios.
–Debe ser una broma, Amanda. –Mi voz sonó tan incrédula como mis propios pensamientos–. No solo quieres que suplante a una mujer, sino que estafe a toda su familia. ¿Te das cuenta de la magnitud del peligro? ¿Del trabajo que se necesita para que no nos atrapen?
Amanda soltó una risa corta, llena de desafío.
–¡Por favor, Sami! No me vengas ahora con que tienes miedo. Esto es rutina. Además, no hay manera de que te descubran. Sabes todo sobre esa familia; los gustos, las manías, las excentricidades de cada m*****o. Para muestra, un botón: háblame de Alice, la matriarca de los Mckeson…–arguyó con una mezcla de sarcasmo y desafió.
Rodé los ojos, frustrada, pero ella me sostuvo la mirada con obstinación.
–¡Amanda! –protesté, con un tono que no tenía ni una pizca de paciencia.
–Vamos, no seas aguafiestas. Contéstame –presionó con firmeza. Solté un suspiro y empecé, sin ganas, pero sin titubear.
–Alice pasa sus mañanas en el club de damas, reunida con sus amigas Adele Mitchell y la abogada Grace Armstrong. Después, va al hospital de niños, donde pasa la tarde. A veces almuerza con su esposo, Roger, en el Luxury, y siempre pide solomillo Wellington, pero lo acompaña con crema agridulce en lugar del aderezo clásico, y una o dos copas de vino de la casa. Por las noches, siempre cena con toda la familia. Se viste con Chanel o Versace, sin demasiados accesorios. Es sofisticada y elegante, prefiere Dickens a Jane Austin.
Amanda soltó un bufido, cruzando los brazos.
–Eso cualquiera lo sabe. Dime lo importante –replicó, con ese tono de desdén que me saca de quicio.
Fruncí el ceño y contesté, intentando contener el malestar en mi voz.
–Alice vive deprimida por algo que marcó a su familia. No lo ha podido superar y aún cree que, algún día, sus plegarias serán escuchadas.
Amanda asintió, como si todo fuera parte de su plan maestro.
–No es tan fácil lo que propones –insistí, soltando un largo suspiro de frustración–. No solo se trata de convencer a Alice de que soy su hija, sino de engañar a toda su familia. Y lo más importante, ¿crees que Roger Mckeson va a permitirme acercarme a su esposa? ¿Cuántas veces ya han intentado engañarlos? –argumenté con mi voz irritada. Amanda me miró con una mezcla de impaciencia y determinación.
–Miles de mujeres lo han intentado, pero tú eres diferente. Tú conoces todo de ellos. Además, la historia que le daremos no dejará nada al azar. Yo me encargaré de contactar a Roger Mckeson. Tú, amiga, ponte a estudiar.
Me quedé mirándola, sintiendo el peso de lo que estaba a punto de hacer. Sabía que no había vuelta atrás, y una parte de mí… disfrutaba el desafío.
En resumen, anoche llegué a Londres en el último vuelo, por supuesto Amanda ya tiene días en la ciudad contactando a Roger Mckeson o más bien esperando persuadir al sujeto de concederle unos minutos, y lo creí imposible hasta anoche cuando me recibió en el aeropuerto, pero no tengo idea de que artimaña se valió para obtener una reunión en su empresa. Lo sé, eso es lo de menos ahora, lo que interesa es como actuare delante de este hombre.
Vuelvo a mirar por la ventanilla, intentando aplacar mis nervios observando a los transeúntes en las calles grises de Londres, pero es inútil. Mi corazón late desbocado, mis manos tiemblan, y el estómago se me retuerce mientras siento que el auto comienza a reducir la velocidad. A mi lado, Amanda sigue impasible, con esa mirada fría y calculadora que conozco bien. El chofer abre la puerta; Amanda baja primero, con una seguridad casi desafiante en cada paso. La sigo, intentando no perder la compostura. Ante nosotros, se levanta la imponente fachada del edificio del grupo empresarial Mckeson.
Respiro hondo. Mi rostro es una máscara de calma, mis ojos ocultos tras los anteojos de sol mientras avanzamos por el lobby. Amanda se anuncia en la recepción, sin titubeos, y nos dirigimos hacia el ascensor. El trayecto parece interminable; el tablero de números sube lento, demasiado lento. Finalmente, la campana suena al llegar, y ahora sí, no hay marcha atrás.
Amanda se aproxima a la secretaria de presidencia con voz firme, segura.
–Buenas tardes, soy Amanda Watts, la representante de la señorita Mckeson. Tenemos una reunión con el señor Roger Starling Mckeson. ¿Podría informarle que hemos llegado?
La secretaria nos examina con un aire de profesionalismo rígido, antes de responder:
–El señor Mckeson me dio instrucciones específicas. Solo recibirá a la señorita "Mckeson", sin representante. ¿Me acompaña, o hay algún inconveniente?
La mirada de Amanda se endurece, se gira hacia mí en busca de una señal, pero yo ya he tomado mi decisión. Me acerco un paso, clavando la vista en el nombre de la identificación de la secretaria.
–No hay problema, Clarissa –respondo suavemente, esbozando una sonrisa que sé que no alcanza a mis ojos–. La acompaño.
Mis pasos resuenan en el mármol mientras avanzamos por el pasillo. Los latidos vuelven a golpearme el pecho con fuerza, pero mantengo la cabeza erguida, controlando cada respiración. La secretaria se detiene frente a una puerta, la abre y me invita a entrar. Y allí está él.
Roger Mckeson, un hombre de unos 48 años, atractivo y de una presencia abrumadora. Sus ojos azules me observan con una intensidad que corta el aire. La mandíbula cuadrada, la piel bronceada, el cabello con algunas canas, cuidadosamente peinado hacia atrás. Lleva un traje impecable, que parece hecho a medida, como si estuviera preparado para la batalla.
–Tienes cinco minutos para decirme por qué mierda crees que puedes engañarme. O me ahorras el disgusto y te largas por donde viniste –su voz es baja, pero cada palabra está cargada de veneno, de una rabia que no se molesta en disimular.
Contengo la respiración, pero mi mirada no vacila.
–Si estoy aquí, Roger, no es por placer ni para rogarle un lugar en su familia. Estoy aquí para saber de dónde provengo, quiénes son mis padres, y lo que ocurrió tras mi secuestro siendo una niña –mi voz sale firme, aunque siento el temblor en el pecho.
Él se ríe, una carcajada fría, cortante, que parece repiquetear en las paredes de la oficina.
–Eres una excelente actriz, te lo concedo –sus ojos se deslizan lentamente por mi figura, evaluando cada detalle con un desprecio evidente–. Te diste la tarea de estudiar la historia que rodea a mi familia, pero… –hace una pausa, sus labios se tuercen en una mueca de repugnancia– …no basta para que una fulana como tú me conmueva. Ni siquiera me permites ver tus ojos. ¿Temes que se te caiga la farsa?
Por un segundo, quiero gritar, golpear la mesa, hacerle ver lo equivocado que está. Pero en vez de eso, doy un paso adelante, despacio, y me quito los anteojos, clavando mis ojos en los suyos.
–No tengo nada que temer, Roger. Míreme a los ojos y dígame si miento. ¿Aún cree que no soy su hija?
Por un segundo, el cambio en su rostro es evidente. Sus ojos se agrandan levemente, y su expresión pasa de la dureza a una mezcla de confusión e incredulidad. Antes de que pueda decir algo, la puerta se abre de nuevo, y una voz femenina y dulce irrumpe en el ambiente.
–Cariño, tengo una sorpresa… traje a Collin a la empresa –la voz de Alice Mckeson resuena en la oficina, alegre y despreocupada, mientras entra acompañada por… él. Mi galán. Su rostro se congela al verme, y el shock en sus ojos es un reflejo del mío.
¡Mierda! Justo ahora, justo aquí, en la oficina de Roger Mckeson. Siento cómo el pánico amenaza con dominarme, las dudas se agolpan en mi mente. ¿Debería salir de aquí ahora mismo o seguir adelante con la farsa? ¿Qué carajos hago?