Tres días después
Canterbury
Samantha
Hay días buenos donde el sol parece sonreír solo para ti y cada pieza de tu vida encaja como un rompecabezas perfecto. Aquellos momentos en los que el mundo parece girar en sincronía contigo, donde cada paso se siente firme y decidido, porque todo sale a pedir de boca, pero espera, también existe la contraparte. Esos días que todo se oscurece en un instante, es como si un rayo cayera de improviso arruinando tus planes, dejándote indeciso en como continuar. No es miedo a la tormenta, es otra sensación que te deja pendiendo de un hilo.
A veces, lo llamas sensatez; otras veces, sospechas que solo es un fantasma que aparece para poner a prueba tu determinación, para cuestionarte si tienes el coraje de seguir avanzando. Sin embargo, la pregunta que surge, aquella que se instala en tu mente y se niega a apagarse: ¿Me lanzo? ¿O no debería nadar contra la corriente? Es como si una parte de ti estuviera atrapada entre el deseo de dejarte llevar y la necesidad de luchar, de mantenerme a flote cuando todo parece ir en tu contra.
En teoría los días “malos” no me afectan, más bien es parte de mi ocupación estar lista para el peor escenario posible, sobre todo tener la frialdad para enfrentar cualquier cambio de planes. A pesar de ello en un giro extraño estaba contemplando a Collin en compañía de Alice en la oficina de Roger Mckeson. Y no debía haberme afectado en lo más mínimo su presencia, pero volverme a encontrar con él me descoloco, ni siquiera entendía el motivo, sí solo tuve una noche de sexo más, bueno admito que fue algo más profundo lo que tuvimos.
La cuestión es que no podía delatarme por un maldito momento de debilidad, tampoco tenía ganas de perder el desafió que me había impuesto Amanda. Todo lo contrario, la curiosidad y el peligro se mezclaban dentro de mí al observar ese rastro de dudas en los ojos de Roger Mckeson, entonces decidí seguir con mi fachada. Un silencio opresivo nos envolvía hasta que Roger tomó la iniciativa de pedirle un minuto a su esposa para resolver nuestro asunto, ¿Acaso pensaba que podría deshacerme de mí con facilidad? O peor aún, llamaría a sus gorilas de seguridad para echarme de su oficina. Pero yo estaba consciente que no existía mejor oportunidad para ser escuchada, para conseguir colarme a su entorno y, por ende, con uno poco más de esfuerzo ser aceptada en su familia como una de ellos.
Al final, los esposos Mckeson se retiraron unos minutos a otra oficina, dejándome a solas con Collin. Apenas salieron, él aprovechó el momento y me abordó, lanzándome un comentario disfrazado de cortesía, pero el tono tenía algo más, una insinuación demasiado obvia. Me lanzó un saludo que sonaba más a coqueteo descarado, sus ojos delataban ese brillo insistente, entonces decidí, por una maldita vez, escuchar a la voz de mi consciencia, porque no era correcto darle falsas esperanzas y, además, complicarme con él era lo último que necesitaba. Así que, con toda la firmeza, levanté un muro invisible entre nosotros.
Y pensé que entendería el mensaje, pero fue como provocarlo, porque a los segundos estaba escuchando sus reclamos como si fuéramos pareja o más bien su novia. No sabía si sentirme halagada o preocupada por sus celos. Sus ojos clavados en los míos buscando respuestas en un silencio asfixiante, por supuesto me mantenía impasible, no mostraba ni un ápice del caos en mi interior hasta que finalmente dejé escapar mi voz en el ambiente.
—Collin, ¿debo entender que te intereso y que por eso estás aquí interrogándome? Porque, sinceramente, eres demasiado invasivo… como un acosador —dejé caer la palabra con frialdad, observando cómo sus ojos se estrechaban— y eso asustaría a cualquier mujer.
Él no se inmutó. En cambio, sonrió levemente, con una mezcla de desafío y fascinación.
—Pero no a ti —contestó, con una confianza que me descolocó. Era como si supiera que mis palabras no iban a ahuyentarlo—. Tú simplemente no tienes intenciones de responderme… o quizá no quieres mandar señales equivocadas, ¿cierto?
Respiré hondo, manteniendo el control. Necesitaba cortar esto de raíz.
—No tengo una relación amorosa con Roger Mckeson —aclaré, mirándolo a los ojos, para que quedara claro—. Mi asunto con él es de otra índole. ¿Más tranquilo, acosador? —solté midiendo mis palabras, esbocé una leve sonrisa, pero, en lugar de retroceder, Collin avanzó un paso, acercándose hasta romper casi todo el espacio entre nosotros.
—No… —replicó en un susurro desafiante, sus ojos fijos en los míos, sin dejarme escapar—. Dame tu número de celular, una dirección y cena conmigo esta noche. ¿Aceptas?
Había algo en su voz, en esa mirada insistente y firme que me retaba, diciéndome sin palabras que no iba a aceptar un “no” como respuesta. Sentí un ligero impulso de responder, quizás de frenarlo, pero, antes de que pudiera hacerlo, la puerta se abrió. Roger y Alice ingresaron en la oficina, y él dio un paso atrás de inmediato, como si le hubieran dado una descarga. Se apartó tan rápido que por un momento creí que perdería el equilibrio. Intentaba disimular, sin mucho éxito, lo que acababa de suceder entre nosotros, aunque sus ojos todavía me miraban, encendidos por una mezcla de frustración y deseo apenas contenido.
La reunión dio un giro inesperado. Me encontré hablando a solas con Alice, mientras Roger se iba de la oficina acompañado de Collin. Vi cómo este último lanzaba miradas de pura confusión y curiosidad hacia mí, sin ni siquiera molestarse en disimular su desconcierto. La puerta se cerró suavemente, y Alice no se sentó tras su escritorio. En lugar de eso, se acomodó en un sillón cercano y, con un gesto de su mano, me invitó a sentarme a su lado. Observé su rostro unos instantes, intentando entender su intención, y finalmente me acomodé junto a ella.
—Hola… creo que sabes quién soy, pero de todas formas me presentaré. Soy Alice —habló, su voz teñida de amabilidad y una extraña serenidad que me hizo sentir en confianza y en alerta a la vez.
—Hola, Alice. Es un placer, soy Samantha. Me imagino que quiere conocer detalles de lo que sucedió después del secuestro. ¿Por dónde sería bueno empezar? —respondí, intentando mantener la compostura, aunque sentía una ligera tensión en la garganta.
—Te equivocas. No quiero que remuevas lo que debiste vivir en manos de tus captores —exclamó Alice, mirándome con una suavidad que me sorprendió—. Tampoco creo que recuerdes mucho; eras muy pequeña en esa época…
Antes de que pudiera contestarle, la secretaria entró con una bandeja, cargando dos tazas de té y unos canapés. Alice le agradeció con una sonrisa y esperó a que la mujer se retirara. Con cada paso que Rose daba hacia la puerta, el ambiente parecía irse cargando de algo indefinible. Al cerrar la puerta, sentí el peso de la mirada de Alice sobre mí, expectante. Decidí romper el silencio.
—Ya que menciona el asunto, Alice… —dije, notando que mi voz se volvía un tanto más frágil—. Solo tengo algunos recuerdos borrosos, como si faltaran piezas de un rompecabezas. Un sótano… una cama de resortes… mi muñeca de trapo… —Mi voz comenzó a perder la serenidad mientras mi mente se llenaba de esas imágenes borrosas—. Esos ojos de botones y el eco de una voz ronca que sigue martillando en mi mente…
A medida que hablaba, sentí cómo el tono de mi voz se volvía cada vez más agitado. Mi mirada se perdió en un rincón de la oficina mientras mis palabras traían a la superficie una mezcla de recuerdos y sensaciones que no sabía si eran reales o fragmentos de historias contadas por otros. Hasta ese momento, todo lo que sabía lo había leído en artículos de la prensa o escuchado de labios de aquella mujer, no de Amanda. Pero, por primera vez, esos detalles se sentían extrañamente cercanos, como si aquella muñeca de trapo estuviera ahí, en mis manos, en ese instante. Sentí un escalofrío que me recorrió la espalda; los vellos de mi piel se erizaron. No entendía por qué esta vez era tan distinto, tan tangible. Quizás la presión, el miedo a fallar… o tal vez era algo más profundo que ni yo lograba comprender.
Alice me observaba atentamente, percibiendo la tensión en cada uno de mis gestos. Con voz suave, como si intentara calmarme, me ofreció una pausa.
—Te ves muy afectada. Sería mejor que te tomes el té; calmará tus nervios —sugirió, con una amabilidad que casi me hizo sentir expuesta.
—Le agradezco el gesto… —murmuré, con un leve temblor en la voz, mientras tomaba la taza y asentía lentamente. Llevé la taza a mis labios con la mano derecha. Apenas di un sorbo, noté que Alice me miraba con el ceño fruncido, sus ojos reflejando una mezcla de curiosidad y sorpresa que no intentó ocultar.
—La mano te tiembla, como si no tuvieras fuerzas en la derecha —comentó, con una voz que denotaba inquietud y una pizca de interés genuino.
—Soy zurda —respondí, bajando la mirada hacia mi mano y notando, por primera vez, el ligero temblor que ella había visto—. Mis padres adoptivos lo consideraban un defecto. Me obligaban a usar la mano derecha, y a veces, sin darme cuenta, vuelvo a usar la izquierda…
Ese fue el momento perfecto para utilizar mis habilidades. Cada respuesta, cada gesto, cada suspiro tenía que tener el efecto adecuado para eliminar las dudas de Alice. Vi la oportunidad en el detalle de mi mano, porque sabía que su hija también era zurda, igual que yo. Esa conexión, aunque mínima, podía inclinar las cosas a mi favor.
Alice no me dio la bienvenida a su familia ni me ofreció un cálido abrazo, pero lo que recibí fue casi igual de inesperado. Comprendí que una charla breve no bastaría para borrar sus recelos, y que esta conversación era solo un anzuelo. No obstante, me sorprendió cuando decidió cambiar las reglas del juego: me invitó a pasar el fin de semana en una de sus propiedades. Era evidente que planeaban observarme de cerca, analizar cada uno de mis movimientos, como si fuera un ratón de laboratorio. Y cualquiera con un poco de sensatez evitaría meterse en la cueva del lobo, pero como siempre he tenido debilidad por el peligro, acepté sin dudarlo.
Y ahora, aquí estoy, acercándome a la propiedad de los Mckeson en Canterbury, con Amanda al volante. Ella no deja de darme instrucciones, como si fuera una novata que no supiera lo que está en juego.
—Sami, este no es solo un fin de semana más —insiste Amanda, apretando el volante y mirándome como si quisiera perforarme con la mirada—. Es tu gran oportunidad para ser parte de una de las familias más acaudaladas de Londres. Así que, por favor, nada de errores. Aunque dudo que los haya; conoces cada detalle de la infancia de Samantha Mckeson.
Su “discurso motivador” me hace sentir aún más nerviosa. Siento el pulso en mis sienes, y tengo que resistir el impulso de abrir la puerta y salir corriendo. Desearía dar media vuelta y olvidarnos de esta tontería.
Amanda me observa con una ceja alzada, adivinando mis pensamientos.
—Estás diferente desde Saint Tropez. ¿No me digas que es por culpa del tipo con el que te acostaste? —me lanza, con una sonrisa torcida.
—Amanda, son ideas tuyas. Solo fue una aventura, nada más —miento sin pestañear, mientras hago una pausa, tratando de organizar mis pensamientos—. Además, ya te dije que no me siento bien mintiéndole a esta gente. Lo entenderías si hubieras visto el rostro de Alice Mckeson, esa mezcla de dolor y esperanza…
Amanda resopla, chasqueando la lengua con impaciencia.
—No estás engañándolos. Les darás lo que buscan: tener a su hija de vuelta. Nadie dudará que eres la pequeña Samantha; Isadora te contaba sobre ella sin sospechar lo que harías con la información.
La mención de Isadora me enciende como una chispa en pólvora.
—No me hables de esa perra —gruño, sintiendo la ira apoderarse de mi voz—. Me dejó en un orfanato en cuanto pudo. Y aún no has cumplido tu promesa; me lo debes, Amanda.
—Enfócate en lo importante —me corta, con un suspiro pesado—. Ella ahora no importa. Lástima que no pudo acompañarte para ver tu brillante actuación.
Amanda baja la velocidad mientras pasamos por el portón de la propiedad, y los empleados nos dejan el paso. A medida que avanzamos hacia la entrada, mis ojos se posan en Roger. Está ahí, de pie, con una pose rígida y un rostro impasible, vestido con ropa deportiva, como si el hecho de estar ahí fuera poco más que una molestia.
El auto se detiene frente a la majestuosa mansión, y Amanda me mira una última vez, con una mezcla de burla y confianza.
—Llegó la hora del espectáculo —dice, con una sonrisa casi cruel—. No dudes en llamarme si sientes que pierdes el control. ¡Buen fin de semana, Sami!
Le dedico una mirada ácida antes de salir.
—Gracias por empujarme a las jaulas con los leones. Nos vemos… si sobrevivo a “mi familia”.
Respiro hondo y bajo del auto, cada paso firme, la cabeza en alto. Siento mis latidos como martillazos y un sudor frío que me recorre la espalda, mientras un nudo crece en mi estómago con cada segundo.
—Buenos días, Roger —saludo, con una voz que apenas oculta el temblor—. Como ve, estoy lista para cualquier sorpresa que tengan preparada. Sospecho que su intención es darme una lección.
Roger me observa con una frialdad que me congela. Cruza los brazos y, sin una pizca de cordialidad, responde:
—Buenos días, Samantha. Si acepté recibirte en mi casa, fue solo porque mi esposa me lo pidió —su tono es cortante, como un cuchillo bien afilado—. No creas que tu pequeño discurso me convenció. Y te advierto una cosa: en mi familia no hay secretos. ¿Vamos… si te atreves?
Mi mirada no se desvía ni un segundo.
—Le agradezco su sinceridad —respondo, firme, dispuesta a no ceder—, aunque no siempre crea que es lo correcto.
Roger no responde. Se da media vuelta, comenzando a caminar hacia la entrada, sin mirar atrás, sin esperar que lo siga. Tomo un segundo para recomponerme, respiro hondo y sigo sus pasos, preparada para lo que sea que esa familia haya planeado para mí. Así los pasos de Roger resuenan firmes mientras se aleja, dejándome en el amplio recibidor de la mansión. Tomo aire, y avanzo despacio, notando cómo mis propios pasos retumban sobre el mármol, cada eco un recordatorio de la tensión en el ambiente. Delante de mí, Roger ya da órdenes a los empleados para encargarse de mi equipaje. Desde algún rincón lejano, unas voces alcanzan mis oídos, quizás proviniendo del jardín.
De pronto, un joven aparece en la sala. Por su apariencia, sé que debe ser Bradley, el menor de los Mckeson. Tiene unos veinte años, con el cabello castaño claro, ojos azules intensos y una barba bien cuidada. Viste jeans y un suéter, y su expresión amigable relaja la atmósfera.
—Hola, papá. Veo que llegó nuestra invitada. Yo me encargo de mostrarle su habitación —dice Bradley con una sonrisa amable, mientras Roger asiente con un leve gesto de la cabeza antes de desaparecer sin siquiera mirarme.
Solo veo cómo se aleja, pero enseguida Bradley cierra la distancia entre nosotros.
—Hola, Sam. Puedes decirme Brad —saluda con una voz cálida—. No te preocupes por papá, a veces le cuesta relajarse, pero estoy seguro de que con los días sus dudas desaparecerán.
—Gracias, Bradley, por ser tan amable —respondo, intentando que mi voz suene tranquila—. Aunque creo que tiene todo el derecho a desconfiar de mí...
Mis palabras quedan en el aire cuando una voz femenina se escucha desde la distancia. Ahí está ella, Cristal, con una pose retadora y esos ojos azules clavados en mí como si me analizara desde las portadas de revistas. Esbelta, con el cabello castaño claro cayendo sobre sus hombros y piel blanca que resalta bajo la luz de la sala. Somos de la misma estatura, pero en su mirada hay un desafío intenso.
—¡Bradley! —llama Cristal, con una amargura evidente en su tono—. Estás acá, con el enemigo. No tardes en venir al jardín.
Me lanza una mirada de pies a cabeza, cargada de desprecio, y sin esperar respuesta, se da media vuelta, dirigiéndose al jardín con paso firme.
—¡Mierda! ¿Qué le sucede? ¿Por qué tanta agresividad? —murmuro, soltando el aire, y Bradley me lanza una sonrisa divertida.
—Cristal será tu menor problema —asegura, con un brillo travieso en los ojos—. Más bien preocúpate por Janice, nuestra prima.
Señala hacia la entrada, y al instante veo a una mujer de unos veinticinco años. Es hermosa, de mirada oscura y profunda, piel bronceada y cabello n***o recogido en una coleta alta. Viste unos pantalones de cuero n***o, botas de tacón, y cada parte de su postura emana peligro. Se detiene frente a mí, observándome de arriba abajo, como un depredador que evalúa a su presa.
—Buenos días… Así que tú dices ser “Samantha” —espeta con voz fría, casi burlona—. Tienes dos opciones: agarras tus cosas y te ahorras problemas o, si decides quedarte, me tendrás de enemiga. ¿Qué prefieres?
Su mirada se clava en mí, y siento un nudo formarse en mi estómago, pero le sostengo la mirada mientras intento descubrir el motivo de tanto odio sumergiéndome en mis pensamientos.