CAPÍTULO 1

2130 Words
Cuando llegué a Estados Unidos había visto hombres atractivos y sé que no era el único país que los tuviera, pero es que este tenía una apariencia particular, algo que al principio no supe cómo definir, aunque a mi parecer tampoco es que fuera el más hermoso de todos, simplemente era peculiar. Se detuvo al principio de las escaleras durante unos segundos que se me hicieron actuados y demostrativos, noté que escaneó el panorama y se quitó las gafas cuadradas de cristal montura oscura cuyo color hacía contraste con su piel blanquísima y mucho más con el color de su cabello. No era que el hecho de tener las gafas para la mejora de mi visión me hiciera posible tener un súper poder ocular, pero percibí en su rostro una expresión sobrada y arrogante. Introdujo el pulgar de una mano en el bolsillo de su jean y sostuvo en la otra mano a un lado de su cadera derecha las gafas tomadas de una de las paticas. Lo miré bajar poco después que el maletero entrara al avión y capté cada uno de sus pasos bastante hábiles, como si todo de él fuese una pose. —Ya está —escuché que dijo el maletero que me correspondía, subiéndose al asiento del copiloto—. Podemos partir. No dije nada, porque de igual modo esas palabras no eran para mí, sin embargo aparté la mirada del joven hombre que ya había llegado a suelo firme y se proponía entrar por la puerta que el chófer del otro auto le había sostenido abierta. A un poco menos de media hora ya estábamos llegando a la fachada de una mansión gigante, bien estructurada y con diseños que mezclaban estilos medievales con estilos modernos. Otra cosa que no se me escapó de la vista y atención fue la cantidad de personas armadas que supuse eran el equipo de seguridad de la familia y la casa, estaban debidamente uniformados con montañeros trajes negros y había al menos unos veinte dispersos por todo el lugar, incluso en los balcones. Y no pude evitar admirar la selección de los mejores autos del mundo en representaciones maravillosas, estacionados ordenadamente frente a la casa. Había uno de ellos, el último de la fila, un Mercedes Benz plateado de cuyo techo y capó terminaban de retirar la nieve con un pañuelo, lo mismo que sin duda habían hecho con los otros doce autos y que a la vez era un acto tonto, porque las motitas de nieve continuaban cayendo del cielo. Fui conducida hacia el interior de la mansión y ya dentro percibí que parecía más grande por allí que por fuera, miré con disimulo a los lados, mientras el maletero arrastraba parte del equipaje detrás de mí y un anfitrión me conducía a la sala de espera, donde estuve en un asiento por tres minutos aproximadamente. Las paredes a los lados, incluso el techo eran de color blanco con detalles en marfil, el suelo era de cerámica gris y de las paredes colgaban pinturas importantes, obras que reconocí de Italia y Francia, incluso en una esquina, cerca de la pared de cristal a mi derecha estaba la escultura de un ángel, quien sea que fuese el que remodelaba y mantenía el decorado interno de esa casa tenía muy buen gusto. Permanecí allí sentada en un cómodo mueble al menos medio minuto. —Buenas tardes —una masculina voz grave y nasal me sacó de la distracción que generaba la escultura—. Es un gusto tenerla aquí, señorita Rodríguez. Me puse de pie de inmediato, más asombrada que nunca al mirar la belleza perfeccionada y convertida en hombre situándose frente a mí. Sentí que la cara me ardió y tuve que carraspear la garganta disimuladamente para no tener algún desequilibrio vocal al responderle, porque su acompañante tampoco se quedaba atrás en cuanto a su nivel de perfección física. —Buenas tardes —contesté con una ligera reverencia y mis manos tomadas por delante—. El gusto es todo mío, señor Tarskovsky, estoy aquí para servirle en lo que sea necesario. —Puedes tomar asiento —fue al punto el rubio de azules ojos haciéndome una seña hacia el asiento del cual me había levantado—. Ella es mi esposa, Ester —señaló a la dama de n***o cabello y yo le hice también una ligerísima reverencia. —Es un gusto conocerla, señora —dije asertivamente. —El gusto es mío, Rodríguez —correspondió ella dos segundos antes de tomar asiento a un lado de su pareja, en el sofá frente al mueble en el que estaba yo. Su voz era melodiosa, el canto de los ángeles desde su garganta, por su boca y esparciéndose por el aire hasta nuestros oídos. Estaba maquillada muy bien, una roja pintura en sus labios y las uñas del mismo color, pero eso como un indicio apenas de lo que realmente llamaba la atención, su traje en punta, del mismo tono rojo, ajustado a su figura y combinado con tacones negros. Mientras él vestía un traje formal clásico pero con un lujosos reloj en su muñeca izquierda. Rodrig Tarskovsky. Había terminado de darle un pequeño paseo por la fábrica a mi hermano y ahora conducía la Tundra de regreso a casa con él sentado en el asiento de copiloto. La carretera ante nosotros se abría más y más, como si fuese una manguera estrecha que se estiraba a lo ancho conforme a nuestro paso por ella y por detrás se iba haciendo nuevamente delgada, hasta terminar pareciendo un hilo; aunque en realidad eso sólo era una ilusión óptica, normalmente le prestaba mucha atención a esas cosas, tanto mi distracción como mi concentración podrían ser al extremo intensas. Pero había algo más en ese momento que me mantenía en el presente. —Habla tranquilamente, puedes tener la confianza que requieras —dije al mirar que Edrick se contenía de decir cosas. Titubeó al principio, lo estuvo haciendo todo el tiempo desde que regresó y de eso ya hacían cuatro días. Tamborileó los dedos de una mano en el marco de la ventana cerrada y los otros sobre una pierna. —¿Por… por qué te temen todos? —escuché su tono inseguro. Quise sonreír, pero mis labios no tuvieron ganas, así que lo hice mentalmente. —Porque saben que en cualquier momento podría hacerles daño. Supongo que no les agrado. pensé. El auto seguía rodando a una velocidad regular y de reojo miré que Edrick tragó saliva y asintió, claramente incómodo. Su estado físico era un tanto distinto a como había estado acostumbrado yo a verlo siempre, ahora tenía barbas crecidas y el cabello tomado en una coleta, sin embargo sus ojos seguían siendo del color de la esmeralda y eso me era muy familiar. —No pareces del todo desagradable —opinó, pero no volteé a verlo, sin embargo quise escuchar más de eso. —¿Por qué lo crees? —pregunté con tono neutral. —No lo sé. Sólo… no me pareces desagradable, eso es todo. —¿Tienes algo más que preguntar? Prometo responder y aclarar dudas. Sin presiones. No dijo nada al principio, con la vista periférica noté que sólo se vio la mano sobre las piernas y apenas musitó. —Es que fue mucha información eso de mi origen y luego… tu padre dándome su apellido… —No era mi padre, al menos no el biológico —zanjé, evitando perder el control al recordar la mentira en la que crecí. Noté que volteó a mirarme y asintió. —Tampoco el mío, por lo que sé. Pero hizo algo… ¿solidario? El acogernos, digo. Sentí molestia al recordar el hecho de mi adopción y todo el proceso que esto conllevó para hacerse legal, sin embargo, aunque por dentro maldije, me limité a mantenerme inexpresivo. Tratar de olvidar era como intentar arrancarme la piel del cuerpo, una manera mental de desollarme vivo. —Supongo que sí —dije, mirando la carretera ante nosotros, pero debía ser flexible con él, Edrick no estaba siendo malintencionado—. Nuestro… padre adoptivo, te tenía mucho cariño. Élan, tú y yo crecimos juntos, como hermanos —pausé, buscando elegir las palabras adecuadas—. Lo que nunca dejaremos de ser. —¿Y cómo es que compartimos la misma mujer? —dijo como si lo considerara una utopía—. Es que… no me cabe en la cabeza esa idea. Eso es algo totalmente… —No sé qué demonios hicieron contigo cuando te reanimaron —lo interrumpí tranquilamente—. Pero normalmente eres de mente abierta, al menos respecto a lo de nuestra mujer. Meneó la cabeza, el inocente e ingenuo Edrick pretendía inútilmente llevarme la contraria. —Yo… no soy así. —¿En base a qué deduces tal cosa? Sólo recuerdas lo vivido los últimos tres años, es eso lo único que conoces de ti mismo. Yo conozco más, porque has estado bajo mi observación desde que éramos niños. Jaque mate. —¿Y qué hay de la niña…? —Es nuestra hija, de los cuatro —respondí inalterado. —Yo… ¿cómo saber quién es el padre biológico? —¿Y eso qué importa? —seguí con tono neutral—. Lo único relevante en cuanto a eso es que decidimos corresponder todos con la formación de ella, por haber nacido de la única mujer a la que amamos. Lo miré pensar largo rato, era evidente que le toqué un cable sensible. —Yo no amo a esa mujer —musitó cabizbajo y serio—. Ni siquiera la conozco. Me entraron ganas de sacudirle un golpe a puño cerrado por la cara de idiota que tenía, pero me contuve, por más imbécil que se estuviera comportando, debía aferrarme a la estrecha relación que se estaba formando entre nosotros y eso valía para mí tanto como para evitar darme el lujo de perder el control. Gracias a su regreso comencé a sentirme feliz, conforme con tenerlo de vuelta, estaba vivo y eso era lo importante. —¿Entonces a quién amas? —arrojé como si nada y sin voltear a mirarlo. Pues, sus reacciones eran predecibles. —Yo… estoy… relacionado con otra mujer —musitó, como si se sintiera avergonzado. —¿Por qué no me extraña eso? —fui sarcástico. Edrick volteó a verme. —¿Es muy extraño que me haya enamorado de una mujer cuando ni siquiera sabía que ya tenía una relación antes que esta? —No —meneé la cabeza un poco—. Extraño sería que le pusieras control a lo que te cuelga entre las piernas. Siempre has sido un tipo fácil. Eso lo mantuvo callado, descubrí que ese hecho ahora de alguna manera lo estaba avergonzando. —Ahora no soy así. Porque… —Porque no recuerdas a Ester. Cuando empieces a tener en mente parte de tu memoria, sabrás que la amaste tanto que por ella te sacrificaste, asumiendo el riesgo de caer al acantilado por salvarla. Y lo mismo hubiera hecho yo, lo mismo también hubiera hecho Élan y sin duda ella también se sacrificaría por nosotros. Así como todos lo haríamos por nuestra hija. —No. Ahora no soy… un hombre indecente porque tengo mujer y ella… tendrá un hijo mío. Esa información me heló la columna por un momento. Y lo primero que me vino a la mente fue Ester, ella no lo sabía y mientras Élan y yo conversamos con él durante nuestra caminata por el bosque, no lo mencionó. Disminuí la velocidad y detuve el auto, manteniendo la mirada sobre el volante, sin enfocar nada en particular, hubo un silencio ensordecedor entre ambos y la nieve descendiendo melancólicamente sobre la superficie del auto. —Verás, hermano. Puedo perdonarte muchas cosas, incluso justificar tu amnesia y lo acontecido tras tu reanimación —volteé la cara, mirándolo fijamente e inhalándome su expresión de temor y duda como si se tratara del rojo humo de un cigarrillo—. Pero no voy a tolerar que lastimes a Ester. Porque ella te ama, y yo la amo a ella. Ninguna otra mujer más que Ester ha sufrido por lo que aconteció. Ninguna otra mujer lloró tu pérdida más que como lo hizo ella y ninguna otra mujer movió cielo, mar y tierra con tal de encontrarte cuando caíste al mar. Incluso ahora, con tu falta de memoria, ella continúa en una agonía interna. —Lo siento —se disculpó por lo bajo, mirándome con cautela en su expresión—. Pero… —Pero nada, joder —me alteré un tanto—. No podemos exigirte a que correspondas su afecto, pero sí a que no intensifiques su sufrimiento. —¿Y qué quieres que haga? —ya se estaba poniendo nervioso.
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