La joven psiquiatra encargada de mi cuidado en ese momento se limitaba a leer un libro de Walter Riso recostada de su asiento, frente a mí, que también me recosté tranquila y respiré con calma, escaneando todo el lugar con la mirada y mirándola a ella también provisionalmente para asegurarme de que no estuviera viéndome a mí en vez de a su “entretenido” libro. La redonda mesa de cemento pintado de blanco se imponía entre nosotras y a unos cuantos metros estaban los vigilantes que observaban también que todo estuviera bajo control. No era yo la única paciente que estaba en el jardín, había unos siete también, de los cuales uno sólo era quien tenía grilletes y esposas, pero no mordaza en la boca. Era joven, posiblemente adolescente de rostro pálido y andrógino, su cabello era lacio, oscuro,
