Capítulo XII. El ritual parte 1

1064 Words
“La fe ciega puede justificar lo que sea” –Richard Dawkins Aquel templo, no tenía las grandes proporciones que tenía el templo de Odrick, era más bien un templo excavado en el seno del monte, oculto totalmente a la vista, el acceso era imposible de encontrar para quien no conocía, adentro la luz se colaba por una gruta, que mantenía iluminado y floreciente los bellos jardines, también contaba con un manantial de agua natural. Los jardines eras bastos, frondosos, con flores de colores, daban la sensación de estar en el exterior, los clérigos los cuidaban con la misma devoción que tenían para rendir culto a su señora, pese a todo, se profesaba el respeto por lo viviente, por aquellas criaturas inocentes y se condenaba el maltrato a las plantas y a los animales de manera innecesaria. En el jardín del ala este había también pues una pequeña granja en donde se criaban los animales tanto para uso ritual como para alimentación, y en el ala oeste un huerto en donde se cultivaba el trigo para el pan y otras hortalizas. Era pues una comunidad autosuficiente. Sin embargo, no todo era tan bello, también tenía una gran sala de torturas y contaba con un salón destinado al sacrificio, este último era pues, la estructura central que estaba separada del resto por un gran portón, dos puertas laterales y una trasera. Las dos puertas laterales conectaban a los jardines y la trasera a la sala de torturas. Esta estructura estaba soportada por catorce pilares siete de cada lado, el altar estaba al centro y tenía una forma circular el centro mismo de ese circulo tenía una especie de contenedor que estaba destinado a llenarse de carbón, por la parte de abajo del altar había un pequeño hueco par introducir la leña que encendería aquel carbón durante las ceremonias. Siete, siete mujeres entraron al recinto por la puerta principal, eran muy jóvenes, eran dos elfas, dos semielfas y tres humanas, todas entraron tomadas de las manos, el culto no inculcaba la diferenciación racial, todas eran criadas de la misma forma, aunque cada una tuviera sus propios tiempos. Vestían túnicas moradas que revelaban su condición de novicias, era un momento especial para ellas, les emocionaba a la par que les aterraba, entraron con la cabeza cubierta y la mirada baja lo que les impidió poner atención a los detalles del gran templo. Hasta ese momento las novicias, si bien eran acostumbradas poco a poco al dolor típico de las quemaduras, los latigazos y las heridas cortantes, nunca se les había permitido participar en los ritos, y nunca habían experimentado el nivel de b********d de estos, si es cierto llevaban un tiempo de preparación, una especie de catecismo, a menudo llevado a cabo en la sala de torturas, sin embargo, la comparación era diferente. Aquella pues era la prueba de fuego para pertenecer al culto, en donde Loviatar elegiría a sus huestes para que cuiden de su templo y para que continúen la tradición hasta sus llegada, por ello significaba mucho para aquellas jovencitas estar ahí, dejarían pues de ser niñas para convertirse en grandes clérigas guerreras. Subieron al altar donde ya hacia un cirulo, preparado para ellas, se quitaron las túnicas quedando totalmente desnudas y a cada una se les otorgó un látigo sencillo y procedieron a iniciar sin más dilación. Aquellas siete mujeres bailaban desnudas sobre las brasas de carbón ardiente, sus pies enrojecidos daban testimonio de que el dolor que escapaba de sus bocas era real y al mismo tiempo el ardiente carbón las obligaba a seguir en movimiento. Sus látigos se movían intempestuosamente al mismo ritmo que brincaban sus desnudos senos, provocando golpes y laceraciones aleatoriamente en donde golpeaban, fuera a si mismas o a tras participantes. Cada que esto pasaba dejaba un dolor punzante o una herida sangrante, y la sangre de aquellas se entremezclaba al juntarse mientras danzaban, provocando que gran parte de su piel estuviera cubierta de sangre. Cerca, lo suficiente para alcanzar a sentir el calor, pero con la distancia necesaria para que los látigos no la tocaran, una mujer observaba esa escena con cierta envidia, una túnica roja cubría su rostro, eran los preparativos para el ritual sagrado. No, no le tenía miedo alguno a los látigos a ella le hubiera gustado estar en medio de aquellas jóvenes novicias, aun recordaba su propio ritual de iniciación, el exquisito dolor de los látigos y las laceraciones del fuego en sus pies, un placer inmenso que se perpetuaba por dias, incluso semanas. Pero también estaba privada de participar activamente en cualquier ritual, el ayuno de ese tipo de heridas la tenía al borde de la locura había pasado casi un año desde la ultima vez. –No desesperes, –se dijo a si misma–, falta poco tiempo, por el momento habrás de preservarte, es necesario para lo que viene. A cada uno de sus costados había una mujer de túnica negra guardando solemnidad y observando el baile de las novicias, era un ofrecimiento digno. un ritual de iniciación. Bajo el altar había un hombre, también estaba desnudo se le había colocado una capucha negra en la cabeza, tocaba con sus manos una especie de tambor que servía para marcar el ritmo a las bailarinas de aquella danza; su espalda tenía las marcas de laceraciones pasadas. De repente el hombre del tambor dejo de tocar y ahí en el mismo carbón ardiente en el que estaban bailando las chicas se arrodillaron en circulo, siete hombres de túnica negra entraron a la escena y se colocaron detrás de ellas, a ninguno se le podía ver el rostro, cada una de las novicias entrego su látigo al de la túnica. Acto seguido, la mujer de rojo se puso de pie: –Poderosa señora, –dijo mientras extendía sus manos con las palmas abiertas–, imploramos tu gran clemencia, para que estas doncellas que hemos preparado para este momento sean de tu agrado, acógelas en el mundo del dolor y que su espíritu encuentre la paz dentro del tormento, pues ellas en lo adelante cuidaran de tu templo y vigilaran que se haga tu voluntad. El resto de los presentes respondió al unisonó, –Que el dolor reine mundo, que el castigo alcance al que hace el mal, que la vida no sonría al que la desprecia te rogamos oh Loviatar.
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