–¿No crees en forjar un compromiso con otra persona?
–Los compromisos duran poco. Sí, la gente habla en serio cuando confiesa su
amor y su devoción, pero el tiempo erosiona todo lo bueno y deja solo lo
malo. ¿Conoces a alguien que esté felizmente casado?
Alejandra separó los labios, pero guardó silencio un instante.
–¿Además de mis padres? Supongo que no. Pero eso no quiere decir que no
haya parejas felices.
–Tal vez.
Su tono de voz contradecía esa posibilidad.
–Supongo que hay un montón de cosas en las que no estamos de acuerdo –
comentó ella, que cambió de postura y volvió a cruzar las piernas–.
Tendremos que pasar algo de tiempo juntos para ver si esto puede
funcionar.
–No tenemos tiempo. La boda tiene que celebrarse antes de finales de la
semana que viene. Da totalmente igual si nos llevamos bien o no. Es un
matrimonio de conveniencia, nada más.
Ella entrecerró los ojos.
–Ya veo que sigues siendo el mismo chulo insoportable que se metía
conmigo por el tamaño de mis pechos. Algunas cosas no cambian.
Él clavó la mirada en su canalillo.
–Supongo que tienes razón. Algunas cosas no cambian. Y otras siguen
creciendo.
Alejandra se quedó sin aliento al escuchar la puya, pero lo sorprendió al sonreír.
–Y otras cosas siguen igual de pequeñas.
Dirigió una mirada elocuente al bulto que él tenía en la entrepierna.
Miguel estuvo a punto de espurrear el café, pero consiguió dejar la taza con
una serena dignidad. Sintió una llamarada en el estómago al recordar el día
que pasaron en la piscina cuando eran niños.
Acababa de burlarse de Alejandra por los cambios de su cuerpo cuando Magy
se colocó detrás de él a hurtadillas y le bajó el bañador. Expuesto en todos
los sentidos de la palabra, se marchó fingiendo que el asunto no lo había
molestado lo más mínimo. Sin embargo, el recuerdo seguía aguijoneándolo
como el momento más vergonzoso de su vida.
Señaló los documentos que ella tenía delante.
–Magy me ha dicho que necesitas una cantidad concreta de dinero. He
dejado la cuantía abierta a la negociación.
Una extraña expresión apareció en la cara de Alejandra. Sus facciones se tensaron, aunque después recuperó la compostura.
–¿Es el contrato?
Miguel asintió con la cabeza.
–Imagino que querrás que lo repase tu abogado.
–No hace falta. Tengo un amigo abogado y como lo ayudé a estudiar para el
examen que le permite ejercer se me quedaron muchas cosas. ¿Puedo
verlo?
Miguel deslizó los documentos por la brillante superficie de madera. Ella sacó
del bolso unas gafas de leer de montura pequeña y negra, y se las puso.
Tardó varios minutos en examinar el contrato, unos minutos que él
aprovechó para analizarla. La fuerte atracción que sentía lo irritaba. Alejandra no
era su tipo. Era demasiado voluptuosa, demasiado directa, demasiado… real.
Necesitaba la seguridad de saberse a salvo de cualquier arrebato emocional
si ella no se salía con la suya. Aunque se enfadara, Gaby siempre se
comportaba con mesura. Alejandra lo acojonaba. Algo le decía que no sería fácil
manejarla. Expresaba su opinión y exhibía sus emociones sin pensar.
Semejantes reacciones provocaban situaciones de peligro, de caos y de
desorden. Y eso era lo último que buscaba en un matrimonio.
Sin embargo…
Confiaba en ella. Esos ojos azul zafiro tenían un brillo determinado y una
expresión honesta. Su promesa tenía valor. Al cabo de un año, sabía que ella se alejaría sin mirar atrás y sin querer más dinero. La balanza se inclinó a su
favor.
Una uña pintada de rojo cereza golpeaba con insistencia el margen de la
página. Alejandra levantó la vista. Miguel se preguntó por qué de repente parecía
muy blanca cuando hacía un momento tenía un aspecto muy saludable y
sonrosado.
–¿Tienes una lista de requisitos?
Lo preguntó como si lo acusara de un crimen capital en vez de haber
redactado una lista de pros y contras.
Carraspeó antes de contestar:
–Solo ciertas cualidades que me gustaría que tuviera mi mujer.
Alejandra abrió la boca para hablar, pero no le salieron las palabras. Era como si
le costara encontrarlas.
–Quieres a una anfitriona, a una huérfana y a un robot en una sola persona.
¿Es eso?
Miguel inspiró hondo.
–Estás exagerando. Que quiera casarme con alguien elegante y con cierto
sentido empresarial no significa que sea un monstruo.
–Quieres a una mujer florero pero sin el sexo. ¿Es que no has aprendido
nada de las mujeres desde que tenías catorce años?
–He aprendido muchas cosas. Por eso el tío Eduardo ha tenido que obligarme a
entrar en una institución que favorece a las mujeres.
Alejandra soltó un grito ahogado.
–¡Los hombres se benefician mucho del matrimonio!
–¿De qué forma?
–Disfrutan de sexo habitual y de compañerismo.
–Después de seis meses comienzan los dolores de cabeza y las parejas se
aburren el uno del otro.
–Contesta con alguien con quien envejecer.
–Los hombres no queremos envejecer. Por eso nos pasamos la vida
buscando mujeres cada vez más jóvenes.
Alejandra se quedó boquiabierta. De hecho, la cerró de golpe.
–Hijos… familia… alguien que te quiera en la salud y en la enfermedad.
–Alguien que se gaste tu dinero, que te dé la tabarra por las noches y que
despertaste por tener que limpiar tus cosas.
–Estás enfermo.
–Y tú, loca.
Ella meneó la cabeza, de forma que sus sedosos rizos negros se agitaron en torno a su cara antes de recolocar despacio. Volvía a tener las mejillas
sonrojadas.
–Dios, tus padres te dejaron grandísimo –masculló ella.
–Gracias, Freddy.
–¿Y si no encajo en todas las categorías?
–Ya lo solucionaremos.
Alejandra entrecerró los ojos de nuevo y se mordió el labio inferior. Miguel recordó
la primera vez que la besó, cuando tenía dieciséis años. Recordó cómo unió
sus labios, recordó el estremecimiento que la recorrió. Recordó que le
acarició los hombros desnudos. Recordó su olor fresco y limpio, a flores y a
jabón, muy tentador. Después del beso, Alejandra lo miró rebosante de
inocencia, belleza y pureza. A la espera del final feliz.
Y después sonrió y le dijo que lo quería. Que quería casarse con él. Debería
haberle dado unas palmaditas en la cabeza, decirle algo agradable y alejarse.
Sin embargo, el comentario sobre el matrimonio le resultó dulce y tentador,
y también le resultó aterrador. A los dieciséis años, Miguel ya sabía que
ninguna relación sería bonita, que al final todas se estropeaban. Así que se
echó a reír, le dijo que era una mocosa y la dejó sola en el bosque. La
vulnerabilidad y el dolor que vio en su cara se le clavaron en el corazón, pero
se blindó contra esa emoción. Cuanto antes aprendiera Alejandra, mejor.
Aquel día se aseguró de que ambos aprendieran una dura lección.
Desterró el recuerdo y se concentró en el presente.
–¿Por qué no me dices qué quieres conseguir con este matrimonio?
–Ciento cincuenta mil dólares. En efectivo. Por adelantado, no al final del
año.
Se inclinó hacia ella, intrigado.