Miguel echó un vistazo a su alrededor, satisfecho con el resultado. Su sala
de reuniones destilaba un aire profesional, y el ramo de flores frescas que su
secretaria había colocado a modo de centro de mesa le confería un toque
personal a la mullida moqueta de color vino tinto, a la reluciente madera de
cerezo y a los sillones de cuero claro. Los contratos estaban situados con
suma precisión, junto a una elegante bandeja de plata con té, café y una
selección de pastas. Un ambiente formal, aunque amistoso… tal como quería
que fuese el talante de su matrimonio.
Decidió olvidar el nudo que se le formaba en el estómago cada vez que
pensaba en volver a ver a Alejandra may canul. Se preguntó cómo habría
madurado. Las anécdotas que le había contado su hermana describían a una
mujer impulsiva e imprudente. Al principio, pensó en rechazar la sugerencia
de Magy: Alejandra no encajaba en la imagen que él necesitaba. Los recuerdos
de una niña de espíritu libre con una coleta al viento lo atormentaban con insistencia. Sin embargo, sabía que era la propietaria de una respetable
librería. Aún pensaba en ella como en la compañera de juegos de Magy,
aunque llevara años sin verla.
Pero se le acababa el tiempo.
Compartían vivencias de un pasado lejano y tenía el presentimiento de que
Alejandra era de fiar. Tal vez no encajara en su imagen de esposa perfecta, pero
necesitaba el dinero. Deprisa. Magy no le había contado el motivo, pero sí
le había asegurado que Alejandra estaba desesperada. Que necesitara dinero le
resultaba cómodo, porque dejaba las cosas muy claras. Sin ambigüedades.
Sin sueños de establecer una relación íntima entre ellos. Una transacción de
negocios formal entre viejos amigos. Algo soportable para él.
Hizo ademán de pulsar el botón del interfono para hablar con su secretaria,
pero la pesada puerta se abrió en ese preciso momento antes de cerrarse
con un golpe seco.
Se volvió hacia la puerta.
Unos ojazos azules se clavaron en su cara sin apenas titubear y con una
expresión tan clara que le indicó que esa mujer sería incapaz de ganar una
partida de póquer: poseía una sinceridad brutal y jamás iría de farol. Aunque
reconocía esos ojos, la edad había cambiado el color a una inquietante
mezcla de aguamarina y zafiro. Su mente imaginó una imagen muy concreta:
se vio sumergiéndose en el mar del Caribe para desentrañar sus misterios e
imaginó un cielo azul tan inmenso como el que describía Sinatra en una de
sus canciones, con un horizonte tan amplio que ningún hombre sabría dónde
empezaba y dónde acababa.
Sus ojos contrastaban muchísimo con el n***o azabache de su pelo, una
melena rizada que le llegaba por debajo del hombro, cuyos tirabuzones le
enmarcaban la cara con una rebeldía que parecía imposible de controlar. Los
pómulos marcados destacaban su voluptuosa boca. Cuando eran pequeños
solía preguntarle si le había picado una abeja y después se echaba a reír.
Aunque al final la broma se había vuelto contra él. Esos labios eran el sueño
erótico de cualquier hombre… y sin necesidad de implicar a las abejas. Más
bien a la miel. A ser posible, miel cálida y suculenta sobre esos labios
carnosos que podría lamer despacio…
«¡Joder!», pensó.
Controló sus pensamientos y terminó con la inspección. Recordó haberla
torturado cuando descubrió que ya usaba sujetador. Como se desarrolló
pronto, Alejandra se sintió muy avergonzada cuando él lo descubrió, de modo
que utilizó esa información para hacerle daño. En ese momento, ya no le
hacía gracia. Sus pechos eran tan voluptuosos como sus labios, y encajaban a
la perfección con la curva de las caderas. Era alta, casi tanto como él. Su
apabullante femineidad iba envuelta en un vestido rojo pasión que resaltaba
su canalillo, le acariciaba las caderas y caía hasta el suelo. Las uñas pintadas
de escarlata asomaban por las sandalias rojas. Alejandra se quedó quieta en la
puerta, como si estuviera permitiendo que la admirase antes de decidirse a
hablar.
Un poco desconcertado, Miguel intentó recomponerse y se aferró a la profesionalidad para ocultar su reacción. Alejandra may canul había
madurado muy bien. Quizá demasiado bien para su gusto. Pero eso tampoco
tenía por qué decírselo.
La miró con la misma sonrisa neutral con la que miraría a cualquier socio
comercial.
–Hola, Alejandra. Hace siglos que no nos vemos.
Ella le devolvió la sonrisa, si bien su mirada siguió siendo seria. Se agitó un
poco y cerró los puños.
–Hola, Miguel. ¿Cómo estás?
–Bien. Por favor, siéntate. ¿Quieres un café? ¿Té?
–Café, por favor.
–¿Leche? ¿Azúcar?
–Leche. Gracias.
Alejandra se sentó con elegancia en el sillón acolchado, lo hizo girar para
separarse del escritorio y cruzó las piernas. La sedosa tela roja subió un poco
y le ofreció a Miguel un atisbo de sus piernas, suaves y atléticas.
Miguel se concentró en el café.
–¿Un milhojas? ¿Un buñuelo de manzana? Son de la pastelería de enfrente.
–No, gracias.
–¿Estás segura?
–Sí, sería incapaz de comerme uno solo. He aprendido a no ceder a la
tentación.
La palabra «tentación» brotó de sus labios con una voz ronca y sensual que
le acarició los oídos. Sintió un ramalazo de deseo en la entrepierna y se dio
cuenta de que su voz también le había acariciado otras partes. Totalmente
desconcertado por su reacción hacia una mujer con la que no quería tener
contacto físico alguno, empezó a prepararle el café antes de sentarse frente
a ella.
Se analizaron un momento, dejando que el silencio se prolongara. Ella le dio
unos tironcitos a la delicada pulsera de oro que llevaba.
–Siento mucho lo de tu tío Eduardo.
–Gracias. ¿Te ha explicado Magy los pormenores?
–Todo el asunto parece una locura.
–Lo es. El tío Eduardo creía en la familia, y murió convencido de que yo nunca
sentaría la cabeza. De modo que decidió que necesitaba que me dieran un
buen empujón por mi propio bien.
–¿No crees en el matrimonio?
Se encogió de hombros antes de contestar: –El matrimonio es innecesario. El sueño de ese «para siempre» es un cuento
chino. Los caballeros de brillante armadura y la monogamia no existen.
Ella se echó hacia atrás, sorprendida.