–Es un montón de pasta. ¿Deudas de juego?
Un muro invisible se erigió entre ellos.
–No.
–¿Te has pasado con las compras?
La furia se reflejó en los ojos de Alejandra.
–No es asunto tuyo. Nuestro trato establece que no vas a hacerme
preguntas acerca del dinero ni en qué pienso gastarlo.
–Mmm, ¿algo más?
–¿Dónde vamos a vivir?
–En mi casa.
–No voy a renunciar a mi apartamento. Pagaré el alquiler como de
costumbre.
La sorpresa se apoderó de él.
–Como mi mujer, vas a necesitar un fondo de armario en consonancia.
Recibirás una mensualidad y tendrás acceso a mi asesor personal.
–Me pondré lo que quiera, cuando quiera, y pagaré mis cosas.
Miguel contuvo una sonrisa al escucharla. Casi disfrutaba del enfrentamiento
verbal, tal como hacía en los viejos tiempos.
–Serás la anfitriona de mis socios comerciales. Tengo un acuerdo
importantísimo pendiente de un hilo, así que tendrás que congraciarte con
las demás esposas.
–Soy capaz de comer sin apoyar los codos en la mesa y de reírme de los
chistes tontos. Pero debo disponer de tiempo libre para seguir llevando mi
negocio y para disfrutar de mi vida social.
–Por supuesto. Espero que sigas con tu estilo de vida individual como de
costumbre.
–Siempre y cuando no te avergüence, ¿es eso?
–Exacto.
Alejandra comenzó a golpear el suelo con el dedo gordo del pie al ritmo que
marcaban sus uñas en la mesa.
–Tengo algunos problemillas con esta lista.
–Soy una persona flexible.
–Mantengo una estrecha relación con mi familia y necesitaremos una razón
de mucho peso para convencerlos de que he decidido casarme así de
repente.
–Diles que hemos vuelto a vernos después de todos estos años y que hemos
decidido casarnos.
Alejandra puso los ojos en blanco.
–No pueden enterarse de este acuerdo, así que tendremos que fingir que
estamos locamente enamorados. Tendrás que venir a cenar a casa para
hacer el anuncio oficial. Y tendrá que ser convincente.
Miguel recordó que el padre de Alejandra los abandonó por culpa de su adicción al
alcohol, que lo distanció de la familia.
–¿Te sigues hablando con tu padre?
–Sí.
–Antes lo odiaba.
–Es un montón de pasta. ¿Deudas de juego?
Un muro invisible se erigió entre ellos.
–No.
–¿Te has pasado con las compras?
La furia se reflejó en los ojos de Alejandra.
–No es asunto tuyo. Nuestro trato establece que no vas a hacerme
preguntas acerca del dinero ni en qué pienso gastarlo.
–Mmm, ¿algo más?
–¿Dónde vamos a vivir?
–En mi casa.
–No voy a renunciar a mi apartamento. Pagaré el alquiler como de
costumbre.
La sorpresa se apoderó de él.
–Como mi mujer, vas a necesitar un fondo de armario en consonancia.
Recibirás una mensualidad y tendrás acceso a mi asesor personal.
–Me pondré lo que quiera, cuando quiera, y pagaré mis cosas.
Miguel contuvo una sonrisa al escucharla. Casi disfrutaba del enfrentamiento
verbal, tal como hacía en los viejos tiempos.
–Serás la anfitriona de mis socios comerciales. Tengo un acuerdo
importantísimo pendiente de un hilo, así que tendrás que congraciarte con
las demás esposas.
–Soy capaz de comer sin apoyar los codos en la mesa y de reírme de los
chistes tontos. Pero debo disponer de tiempo libre para seguir llevando mi
negocio y para disfrutar de mi vida social.
–Por supuesto. Espero que sigas con tu estilo de vida individual como de
costumbre.
–Siempre y cuando no te avergüence, ¿es eso?
–Exacto.
Alejandra comenzó a golpear el suelo con el dedo gordo del pie al ritmo que
marcaban sus uñas en la mesa.
–Tengo algunos problemillas con esta lista.
–Soy una persona flexible.
–Mantengo una estrecha relación con mi familia y necesitaremos una razón
de mucho peso para convencerlos de que he decidido casarme así de
repente.
–Diles que hemos vuelto a vernos después de todos estos años y que hemos
decidido casarnos.
Alejandra puso los ojos en blanco.
–No pueden enterarse de este acuerdo, así que tendremos que fingir que
estamos locamente enamorados. Tendrás que venir a cenar a casa para
hacer el anuncio oficial. Y tendrá que ser convincente.
Miguel recordó que el padre de Alejandra los abandonó por culpa de su adicción al
alcohol, que lo distanció de la familia.
–¿Te sigues hablando con tu padre?
–Sí.
–Antes lo odiaba.
–Estás exagerando. Que quiera casarme con alguien elegante y con cierto
sentido empresarial no significa que sea un monstruo.
–Quieres a una mujer florero pero sin el sexo. ¿Es que no has aprendido
nada de las mujeres desde que tenías catorce años?
–He aprendido muchas cosas. Por eso el tío Eduardo ha tenido que obligarme a
entrar en una institución que favorece a las mujeres.
Alejandra soltó un grito ahogado.
–¡Los hombres se benefician mucho del matrimonio!
–¿De qué forma?
–Disfrutan de sexo habitual y de compañerismo.
–Después de seis meses comienzan los dolores de cabeza y las parejas se
aburren el uno del otro.
–Contesta con alguien con quien envejecer.
–Los hombres no queremos envejecer. Por eso nos pasamos la vida
buscando mujeres cada vez más jóvenes.
Alejandra se quedó boquiabierta. De hecho, la cerró de golpe.
–Hijos… familia… alguien que te quiera en la salud y en la enfermedad.
–Alguien que se gaste tu dinero, que te dé la tabarra por las noches y que
despertaste por tener que limpiar tus cosas.
–Estás enfermo.
–Y tú, loca.
Ella meneó la cabeza, de forma que sus sedosos rizos negros se agitaron en torno a su cara antes de recolocar despacio. Volvía a tener las mejillas
sonrojadas.
–Dios, tus padres te dejaron grandísimo –masculló ella.
–Gracias, Freddy.
–¿Y si no encajo en todas las categorías?
–Ya lo solucionaremos.
Alejandra entrecerró los ojos de nuevo y se mordió el labio inferior. Miguel recordó
la primera vez que la besó, cuando tenía dieciséis años. Recordó cómo unió
sus labios, recordó el estremecimiento que la recorrió. Recordó que le
acarició los hombros desnudos. Recordó su olor fresco y limpio, a flores y a
jabón, muy tentador. Después del beso, Alejandra lo miró rebosante de
inocencia, belleza y pureza. A la espera del final feliz.
Y después sonrió y le dijo que lo quería. Que quería casarse con él. Debería
haberle dado unas palmaditas en la cabeza, decirle algo agradable y alejarse.
Sin embargo, el comentario sobre el matrimonio le resultó dulce y tentador,
y también le resultó aterrador. A los dieciséis años, Miguel ya sabía que
ninguna relación sería bonita, que al final todas se estropeaban. Así que se
echó a reír, le dijo que era una mocosa y la dejó sola en el bosque. La
vulnerabilidad y el dolor que vio en su cara se le clavaron en el corazón, pero
se blindó contra esa emoción. Cuanto antes aprendiera Alejandra, mejor.
Aquel día se aseguró de que ambos aprendieran una dura lección.
Desterró el recuerdo y se concentró en el presente.
–¿Por qué no me dices qué quieres conseguir con este matrimonio?
–Ciento cincuenta mil dólares. En efectivo. Por adelantado, no al final del
año.
Se inclinó hacia ella, intrigado.
–Es un montón de pasta. ¿Deudas de juego?
Un muro invisible se erigió entre ellos.
–No.
–¿Te has pasado con las compras?
La furia se reflejó en los ojos de Alejandra.
–No es asunto tuyo. Nuestro trato establece que no vas a hacerme
preguntas acerca del dinero ni en qué pienso gastarlo.
–Mmm, ¿algo más?