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AMOR POR CONTRATO

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Miguel Nicolás no cree en sentimientos, ni en compromisos. ¿Amor por contrato,

matrimonio, sexo, familia? Esos conceptos ni siquiera existen en su mundo regido

por la eficacia y la profesionalidad que le han permitido triunfar en su

profesión. Pero la familia y sus valores sí eran esenciales para el tío Eduardo y así

lo especifica su testamento. Si Miguel desea tener el control de la empresa de

arquitectura a la cual ha dedicado tanto esfuerzo, debe casarse amor por contrato. El

matrimonio, con la mujer que él elija, debe durar como mínimo un año. En

caso contrario, su parte se repartirá entre el resto de miembros de la junta.

De modo que Nicolás decide casarse con Alejandra Pérez canul, la mejor amiga

de la infancia de su hermana, pero con la firma previa de un contrato

matrimonial que evite cualquier implicación emocional. Sin embargo, una

serie de malentendidos dará lugar a problemas inesperados, y el destino y la

pasión intervendrán para desbaratar los planes de Miguel y Alejandra.

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BUSCANDO ESPOS0/A
TRECE AÑOS ANTES… –¡Preparados o no, allá voy! Alejandra se quitó las manos de los ojos y se dio media vuelta. En el bosque reinaba un silencio sobrenatural, pero percibía que sus amigas estaban cerca. Sin dudar, echó a correr, haciendo que la vegetación y las ramitas crujieron bajo sus zapatillas mientras zigzagueaba entre los enormes pinos. Agudizó el oído al escuchar una risilla. Se dirigió hacia el sonido, pero el eco la despistó y solo consiguió sorprender a una ardilla que estaba ocupada con una nuez enorme. La fresca sombra la instaba a adentrarse en la arboleda. Un rápido vistazo al escondite habitual de Magy le reveló que solo había hojas. Alejandra ralentizó el paso y estaba a punto de girarse cuando oyó una voz. –Un poco mayorcita para jugar al escondite, ¿no? Alejandra se volvió y fulminó con la mirada al hermano mayor de su mejor amiga. –Es divertido. –Resopló con desdén. Habían estado muy unidos, hasta que él se despertó un día y decidió de repente que no merecía la pena perder el tiempo con ella. Ya nunca le hablaba ni se colaba en su casa para recoger galletas de chocolate ni le contaba chistes malos. Parecía que solo le llamaban la atención las chicas mayores, tontas y con tetas. Claro que, ¿a quién le importaba? Se negaba a seguirlo de un lado para otro como un perrito faldero–. Además, tú no lo entenderías. Nunca quieres jugar con nosotras. ¿Qué haces aquí fuera? Él se levantó del suelo y se acercó a ella. Miguel Nicolás tenía 26 años y era un incordio de lo peor. Se reía de todo lo que ella hacía y parecía que tenía derecho a jugar a ser Dios porque era dos años mayor. Tenía unas piernas largas y fuertes. El pelo se le rizaba sobre las orejas y por encima de la frente, con una intrigante mezcla de tonos que iban desde el castaño claro al dorado. Como los cereales que ella desayunaba, pensó Alejandra. Una combinación de arroz, trigo y maíz. Su cara era delgada, de rasgos definidos, con un carnoso labio inferior que siempre la había intrigado. Esos ojos de color castaño claro tenían un brillo inteligente y con un asomo de melancolía. Alejandra conocía esa tristeza. Era lo único que tenían en común. Miguel Nicolás era joven rico que se aislaba en su mundo y que parecía no tener amigos. Alejandra siempre se había preguntado cómo su hermana, Magy, era tan extrovertida. –Deberías tener cuidado en el bosque, mocosa. Podrías perderte. –Me conozco el camino mejor que tú. Él se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto. –Seguramente. Deberías haber sido un chico. Le hirvió la sangre al escucharlo. Apretó los puños a los costados y meneó la cabeza, haciendo que su coleta se agitara. –Y tú deberías haber sido una chica. Todo el mundo sabe que no te gusta mancharte las manos, niño bonito. Un golpe bajo. Que pareció tener efecto, porque se enfadó. –Deberías aprender a comportarte como una chica de verdad. –¿Cómo? –Deberías maquillarte. Arreglarte. Besar a algún chico. Jamás había malgastado su valioso dinero en brillo de labios. Ya era bastante difícil comprar algo nuevo, ni que decir maquillaje o perfume. Alejandra fingió una arcada. –Puaj. –Seguro que no has besado a nadie. Detectó el deje burlón de su voz. Casi todas sus amigas, que tenían catorce años, ya habían experimentado sus primeros besos, incluida Magy, pero en su caso la idea siempre le había revuelto el estómago. Aunque antes muerta que admitirlo delante de miguel. –Pues sí. –¿A quién? –No es asunto tuyo. Me largo. –¿A que no te atreves? Dejó un pie suspendido en el aire, sin acabar de dar el paso. El graznido de un pájaro resonó en las alturas, y Alejandra tuvo la sensación de que había llegado a un punto de inflexión. Levantó la barbilla. –¿A qué? –Demuéstrame que sabes besar. El estómago le dio un vuelco, se le aceleró el corazón y empezaron a sudarle las manos. Puso cara de asco. –¿Besándote a ti? –Lo sabía. –¿Crees que me gustaría besarte? ¡Te odio! –Vale, olvida lo que he dicho. Solo quería comprobar si eras una chica de verdad. Ahora sé que no lo eres. Sus palabras le escocieron. Todas las dudas y las incertidumbres que la consumían salieron a la superficie para confirmar que era distinta. ¿Por qué no era como Magy? ¿Por qué prefería pintar, leer y jugar con los animales antes que fijarse en los chicos? A lo mejor miguel tenía razón y era defectuosa. A lo mejor… Él hizo ademán de marcharse. –¡Espera! Miguel se quedó de espaldas a ella un momento, como si estuviera considerando su súplica. Se dio la vuelta muy despacio. –¿Qué? Alejandra se obligó a acortar la distancia que los separaba y a plantarse delante de él. Le temblaban las piernas. Sentía algo muy raro en el cuerpo. Como si estuviera a punto de vomitar. –Sé besar. Y te… te lo voy a demostrar. –Vale. Venga. Miguel ladeó la cadera, adoptando una pose arrogante, como si hiciera eso todos los días y ya se estuviera aburriendo. Alejandra recordó lo que había visto en las películas y se inclinó hacia delante. «No voy a meter la pata. Relaja los labios. Inspira hondo. Ladea la cabeza para que no nos demos en la nariz. Dios, ¿y si lo golpeo en la barbilla y le hago sangrar? No, no pienses en eso. Besar es muy sencillo.» Nada del otro mundo. Nada del otro mundo. Nada del otro mundo… Sintió el roce ligero y tibio de su aliento en los labios. Echó la cabeza hacia atrás y se detuvo. Acto seguido, los labios de Miguel rozaron los suyos. Aunque fue una simple caricia, experimentó un sinfín de emociones. El contacto de sus dedos sobre los hombros. La dulce presión de su boca. El olor del bosque mezclado con las tentadoras notas de su suave colonia. En esos breves segundos él le dio un regalo extraordinario. Le dio alas a su corazón mientras una extraña felicidad le corría por las venas. Su primer beso de verdad. ¿Cuántas veces había temido la experiencia, dejándose llevar por el pánico de que odiaría a los chicos y los besos, y de que no sería normal? En ese momento ya sabía que era una adulta y jamás volvería a cuestionar esa parte de sí misma. Miguel se apartó muy despacio mientras ella abría los ojos. Sus miradas se encontraron. Alejandra sintió que las emociones la asaltaban como olas agitadas, como si estuviera a punto de descender por la pendiente de una enorme montaña rusa y la consumieran el miedo y la expectación. Contuvo el aliento, a la espera. Miguel tenía una expresión muy rara. La miraba como si no la hubiera visto en la vida. Por un glorioso instante, atisbó algo en las profundidades de sus ojos dorados… un ramalazo de vulnerabilidad que él nunca compartía. Sus labios esbozaron una sonrisilla. Alejandra le devolvió la sonrisa. Se sentía a salvo. Sabía que él ya no se reiría ni pasaría de ella. Las cosas habían cambiado. Lo que llevaba tanto tiempo negando brotó de sus labios de repente, sin pensar y sin tener en cuenta las consecuencias. –Te quiero. Algún día me casaré contigo. No dudó de su respuesta en ningún momento, segura de su amistad y del beso. Confiaba en él de forma innata, sin reservas. Alejandra esperó que su sonrisa se ensanchara, esperó que le diera la razón, esperó que su relación por fin cambiara después de ese beso tan perfecto. Sin embargo, tuvo la impresión de que algo velaba la cara de Miguel y el chico al que había besado desapareció. Entonces él soltó una carcajada. Alejandra parpadeó, ya que no comprendía su reacción, pero cuando volvió a mirarlo a los ojos, el hielo se apoderó de su pecho. –¿Casarnos? Menuda idea, Al. Cuando me case, será con una mujer de verdad. No con una cría. Meneó la cabeza con expresión socarrona y desdeñosa, como si la mera idea pudiera hacerlo reír durante días. Como si pudiera hacer reír a sus amigos. Y a sus novias de verdad. Alejandra se quedó plantada en el bosque, incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirarlo con cara espantada, incapaz de soltar una réplica ingeniosa por primera vez en la vida. Las carcajadas de Miguel acabaron con una risilla. –Pero tienes potencial. Con un poco de práctica, lo mismo consigues besar bien y todo. Nos vemos, mocosa. Y se marchó. Alejandra escuchó unas risillas. Horrorizada, se volvió y vio a una de sus amigas escondida entre los arbustos. Todo el mundo se enteraría. En ese preciso momento, a punto de convertirse en mujer, tomó su primera decisión adulta: jamás permitiría que Miguel o que cualquier otro chico la humillaran de nuevo. El único amor que merecía la pena era el de su familia y amigas. Los chicos no eran de fiar, y ella era lo bastante lista como para no necesitar más lecciones. Se dio media vuelta y salió corriendo del bosque, olvidado ya el juego del escondite, mientras se preguntaba qué era el dolor que le invadía el pecho. Por supuesto, todavía era demasiado joven para saber la respuesta. La comprendió años más tarde. Le habían roto el corazón. Necesitaba un hombre. A ser posible uno al que le sobraran ciento cincuenta mil dólares. Alejandra perez canul contemplaba en silencio la pequeña fogata que ardía en el centro de su salón y se preguntaba si oficialmente acababa de volverse loca. El trozo de papel que tenía en la mano describía todas las cualidades que quería que tuviera su alma gemela. Lealtad. Inteligencia. Sentido del humor. Fuertes vínculos familiares y amor por los animales. Unos ingresos importantes. La mayoría de los ingredientes ya se estaba cocinando. Un pelo procedente de un m*****o masculino de la familia (su hermano todavía estaba cabreado con ella). Una mezcla de hierbas aromáticas (seguramente para concederle a su alma gemela un lado tierno). Y un palito para… en fin, esperaba que no fuera para lo que se temía. Tomó una honda bocanada de aire, y después tiró la lista al cubo metálico y la observó arder. Se sentía un poco tonta por emplear un hechizo de amor, pero era la única opción que le quedaba y tenía muy poco que perder. Puesto que era la dueña de una librería independiente emplazada en una moderna ciudad universitaria en el norte del estado de Nueva York, pensaba que podía permitirse ciertas excentricidades. Como, por ejemplo, rezarle a la Madre Tierra para que le enviara al hombre perfecto. Alejandra extendió el brazo para recoger el extintor cuando vio que las llamas aumentaban. Al ascender el humo, se acordó de aquella vez que se le quemó la base de una pizza en el horno. Frunció la nariz, pulverizó con agua el cubo y alrededor de la alfombra y se fue a buscar una copa de vino tinto para celebrarlo. Su madre tendría que vender Tara. El hogar familiar. Reflexionó sobre el dilema mientras cogía una botella de cabernet sauvignon. La librería ya tenía una hipoteca que apenas podía pagar. De modo que debía sopesar muy bien cómo llevar a cabo la ampliación para añadirle una cafetería, sobre todo porque estaba a dos velas. Echó un vistazo por el apartamento de estilo victoriano y tardó poco en llegar a la conclusión de que no había nada que vender. Ni siquiera en Bay. Tenía veintisiete años y debería vivir en un bloque de pisos moderno, vestir ropa de marca y salir con un hombre distinto cada fin de semana. En cambio, adoptaba perros que recogía el refugio de animales local y se compraba pañuelos con estilo para alegrar un poco su ropa. Creía a pies juntillas que había que vivir el momento y estar abierta a cualquiera posibilidad. Debía seguir los dictados de su corazón. Por desgracia, ese estilo de vida no salvaría el hogar de su madre. Bebió un sorbo de vino y reconoció que poco más podía hacer. Nadie tenía el dinero suficiente y, esa vez, cuando llegara el funcionario del Tesoro, las cosas no acabarían bien. Ella no era Escarlata O’Hara. Además, tampoco pensaba que su patético intento de hechizo lograra llevar a su puerta al hombre perfecto. En ese momento llamaron al timbre. Se quedó boquiabierta. «¡Dios mío!», pensó. ¿Sería él? Se echó un vistazo a los pantalones de chándal anchos que llevaba y a la desastrada camiseta, y se preguntó si le daría tiempo a cambiarse. Estaba a punto de buscar algo en el armario cuando el timbre volvió a sonar, de modo que se acercó a la puerta, respiró hondo y aferró el pomo. –Ya era hora de que abrirás. Sus esperanzas cayeron en saco roto. Al abrir la puerta, Alejandra se encontró con su mejor amiga, Magy chan, y frunció el ceño. –Se suponía que debías ser un hombre. Magy resopló antes de entrar. Agitó una mano en el aire, cuyas uñas llevaba pintadas de color rojo cereza, y se dejó caer en el sofá. –Ya, pues sigue soñando. Asustaste al último con el que saliste, así que no pienso concertarte otra cita a ciegas en la vida. ¿Qué ha pasado aquí? –¿Qué quieres decir con que lo asusté? ¡Pensé que iba a atacarme! Magy enmarcó una ceja. –Se inclinó para darte un beso de buenas noches. Tú perdiste el equilibrio y te caíste de culo, y él se sintió como un imbécil. La gente se besa después de una cita, Al. Es un ritual. Alejandra recogió los papeles que había por medio, los metió en una bolsa de basura y después recogió el cubo. –Le olía el aliento a ajo y no me apetecía que se acercara. Magy cogió la copa de vino y bebió un buen sorbo. Estiró sus largas piernas, enfundadas en unos pantalones de cuero n***o, y colocó los pies, calzados con botas de tacón alto, en el borde de la destartalada mesa. –Si no recuerdo mal, llevas sin acostarte con nadie unos diez años, ¿no? –Bruja. –Monja. Alejandra claudicó y se echó a reír. –Vale, tú ganas. ¿A qué se debe que me honres con tu presencia un sábado por la noche? Estás muy guapa. –Gracias. He quedado con alguien a las once. ¿Quieres venir? –¿Y acompañarte a una cita? Magy hizo un moho y apuró el vino. –Me lo pasaré mejor contigo. Ese tío es un plomo. –Y ¿por qué has quedado con él? –Porque está bueno. Alejandra se sentó junto a Magy en el sofá y suspiró. –Ojalá pudiera ser como tú, Magy. ¿Por qué no soy tan desinhibida? –A mí me gustaría serlo un pelín menos. –Magy esbozó una sonrisa tristona, y después señaló el cubo–. Dime, ¿qué has quemado? Alejandra suspiró. –Acabo de usar un hechizo. Para… esto… para conseguir un hombre. Su amiga echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. –Vale. Y ¿qué pinta el cubo? Alejandra se puso colorada como un tomate. Magy jamás le permitiría que olvidara ese momento. –El fuego era en honor de la Madre Tierra –susurró. –¡Por Dios Bendito! –Escúchame. Estoy desesperada. Todavía no he encontrado al hombre de mi vida y me ha surgido otro problemilla que debo solucionar. Así que he unido las dos cosas para reducir la lista. –¿Qué lista? –Una de mis clientas me contó que se ha comprado un libro de hechizos de amor y que, después de hacer una lista con todas las cualidades que buscaba en un hombre, lo encontró de repente. Magy pareció interesarse al llegar a ese punto. –¿Apareció un hombre en su vida con todas las cualidades que ella quería? –Ajá. La lista tiene que ser muy específica. No puede ser general, porque de esa forma el universo puede sentirse confundido y no te envía a nadie. Según me dijo la chica, si sigues el hechizo al pie de la letra, aparecerá el hombre adecuado. Los ojos verdes de Magy relucieron. –Enséñame el libro. Nada como otra soltera para hacer que una se sintiera mejor acerca de la búsqueda de un hombre, pensó Alejandra, y le arrojó a Magy el librito con las tapas forradas de tela. Ya no se sentía tan tonta. –Mmm… Enséñame la lista. Alejandra señaló el cubo. –La he quemado. –Sé que tienes otra copia debajo del colchón. Déjalo, ya la recojo yo. Su amiga caminó hasta el futón de color amarillo chillón y metió la mano debajo de los cojines. Al cabo de unos segundos alzó la lista con gesto triunfal entre las brillantes uñas rojas, relamiéndose los labios como si estuviera a punto de zambullirse en una novela romántica de alto voltaje. Alejandra se sentó en la alfombra y encorvó los hombros. Que comenzara la humillación. –«Número uno» –leyó Magy–. «Que sea fan de los Metal.» Alejandra se preparó para el estallido. –¿Béisbol? –chilló Magy, que comenzó a agitar la hoja en el aire para conferirle un poco más de dramatismo al momento–. Joder, ¿cómo es posible que el béisbol sea tu prioridad número uno? Hace años que no ganan nada. En Nueva York hay más seguidores de los Yankees que de los Metal, y en esa categoría está incluida la práctica totalidad de la población masculina. Alejandra apretó los dientes. ¿Por qué todo el mundo tenía que criticar su elección de equipos neoyorquinos? –Los Metal tienen carácter y mucha fuerza, y necesito un hombre capaz de apoyar a un perdedor. Me niego a acostarme con un seguidor de los Yankees. –Eres un caso perdido. Me rindo –dijo Magy–. «Número dos: que le gusten los libros, el arte y la poesía.» –Hizo una pausa para analizarlo y después se encogió de hombros–. Lo acepto. «Número tres: que crea en la monogamia.» Un dato muy importante que agregar a la lista. «Número cuatro: que quiera hijos.» –Alzó la vista–. ¿Cuántos? Alejandra sonrió al pensarlo. –Me gustaría que fueran tres, pero también me conformaría con dos. ¿Debería haber especificado el número? –No, la Madre Tierra seguro que lo tiene claro. –Magy siguió–. «Número cinco: que sepa cómo comunicarse con una mujer.» Esta es importante. Estoy harta de leer libros sobre Venus y Mareos. Me he leído la saga completa y sigo sin enterarme. «Número seis: que le gusten los animales.» –Gimió–. ¡Esta es tan mala como la de los Metal! Alejandra gateó por la alfombra para acercarse a su amiga. –Si odia los perros, no podré continuar con mi programa en el refugio de animales. Además, ¿y si fuera un cazador? Me despertaría en plena noche y me encontraría a un ciervo muerto mirándome desde la repisa de la chimenea. –Eres una exagerada. –Magy retomó la lista–. «Número siete: que tenga un código ético y moral estricto, y que crea en la honestidad.» Esta debería ser la condición número uno en la lista, pero ¡qué narices! Yo no soy fan de los Metal… «Número ocho: que sea un buen amante.» –Alzó las cejas–. En mi lista, esta sería la número dos. Pero me enorgullece que hayas sacado el tema. A lo mejor tienes remedio, después de todo. Alejandra tragó saliva al tiempo que el temor le provocaba un nudo en el estómago. –Sigue leyendo –dijo. –«Número nueve: que tenga fuertes vínculos familiares.» Tiene sentido. Tu familia me recuerda a Los Walton. Vale, la número diez… Se hizo el silencio. Alejandra observó a Magy, que releyó la condición número diez. –Alejandra–dijo al cabo de unos segundos–, creo que no he leído bien la número diez. Alejandra suspiró. –Te aseguro que la has leído bien. Magy leyó la última condición en voz alta: –«Que tenga ciento cincuenta mil dólares en efectivo y disponibles.» –Alzó la mirada–. Necesito detalles. Alejandra levantó la barbilla. –Necesito un hombre a quien pueda querer y al que le sobren ciento cincuenta mil pavos. Y lo necesito ya. Magy meneó la cabeza, como si acabara de salir de debajo del agua. –¿Para qué? –Para salvar Tara. Magy parpadeó. –¿Tara? –Sí, la casa de mi madre. ¿Recuerdas la mansión de Lo que el viento se llevó? ¿Te acuerdas de que mi madre solía bromear y decir que necesitaba más algodón para pagar las facturas? Magy, no te he contado lo mal que han ido las cosas. Mi madre quiere vender la propiedad y yo me niego. No tienen dinero y tampoco tienen otro sitio adonde ir. Haré cualquier cosa con tal de ayudarlos, incluso casarme. Como Escarlata. Magy gimió y recogió su bolso. Sacó el teléfono y marcó un número. –¿Qué estás haciendo? Alejandra se esforzó por controlar el pánico que la invadía al pensar que su amiga quizá no la entendiera. Al fin y al cabo, era la primera vez que buscaba un hombre para que le solucionara los problemas. ¡Ay, hasta las torres más altas caían! –Estoy cancelando la cita. Creo que debemos discutir este nuevo tema. Después llamaré a mi terapeuta. Es muy buena, muy discreta y admite pacientes a medianoche. Alejandra se rio. –Magy, eres una amiga estupenda. –Qué remedio me queda… Nicolás tenía una fortuna en la punta de los dedos. Sin embargo, para lograr lo que deseaba necesitaba una esposa. Miguel creía en muchas cosas. En trabajar duro para conseguir un objetivo. En controlar la furia y en recurrir al sentido común si se producía un enfrentamiento. Y en levantar edificios. En edificios sólidos y bonitos desde el punto de vista estético. En ángulos suaves y líneas rectas en perfecta armonía. En ladrillos, hormigón y cristal como símbolos de la solidez que la gente anhelaba en su día a día. En el asombro fugaz que demostraban las personas cuando veían por primera vez la creación final. Todas esas cosas le daban sentido a su vida. Miguel no creía en el amor eterno, en el matrimonio ni en la familia. Esas cosas no tenían sentido, y había decidido no incorporar esa faceta social a su vida. Por desgracia, el tío Hércules había cambiado las reglas. Sintió un nudo en las entrañas y su ácido sentido del humor estuvo a punto de arrancarle una carcajada. Se levantó del sillón de cuero y se quitó la chaqueta azul marino, la corbata de rayas y la camisa blanca. Tras desabrocharse el cinturón con un rápido movimiento, se quitó los pantalones y se puso unos más cómodos de deporte, junto con una camiseta a juego. Se calzó las miguel tomo aire y entró en el santuario de su despacho, lleno de maquetas, bocetos, fotos inspiradoras, una cinta de correr, algunas mancuernas y un bar muy completo. Usó el mando a distancia para encender el reproductor MP3 y al instante los primeros acordes de La Traviata inundaron la estancia. No tardarían mucho en aclararle las ideas. Se subió a la cinta y trató de no pensar en el tabaco. Habían pasado cinco años desde que lo dejó, pero aún le daban ganas de fumarse un cigarrillo cuando el estrés superaba lo normal. Molesto por semejante debilidad, comenzó a hacer ejercicio. Correr lo relajaba, sobre todo en ese entorno tan controlado. No había voces altas que interrumpieran su concentración, no tenía que sufrir el calor achicharrante del sol ni había piedras que le dificultaran el camino. Fijó los parámetros y comenzó a correr, consciente de que encontraría una solución al problema. Aunque comprendía las intenciones de su tío, se sentía traicionado. Al final, uno de los pocos miembros de su familia a los que quería lo había utilizado como si fuera un simple peón. Nick meneó la cabeza. Debería haberlo visto venir. Su tío Earl había pasado sus últimos meses de vida recalcando la importancia de la familia y le había dejado claro que su actitud dejaba mucho que desear. Miguel no comprendía por qué eso le resultaba sorprendente. Al fin y al cabo, su familia debería haber protagonizado anuncios de algún método anticonceptivo. A medida que se relacionaba con distintas mujeres, Miguel había comprendido una cosa: todas querían casarse y el matrimonio conducía al caos. Enfrentamientos provocados por las emociones. Niños exigiendo cada vez más atención. Búsqueda de espacio personal hasta que al final todo acababa de la misma manera que acababan todas las relaciones. Con un divorcio. Con niños como víctimas. «No, gracias», pensó. Aumentó tanto la inclinación de la cinta como la velocidad, con la mente convertida en un hervidero de pensamientos. El tío Hércules había mantenido hasta el final el firme convencimiento de que una mujer sería la salvación de su sobrino. El infarto había sido fulminante. Cuando los abogados se presentaron en busca del dinero, cual bandada de buitres atraídos por el olor de la sangre, Miguel supuso que los pormenores legales serían sencillos. Magy, su hermana, había dejado claro que no quería saber nada del negocio. El tío Hércules no tenía más familia. De modo que, por primera vez en su vida, Miguel creyó en la buena suerte. Por fin tenía algo que podía considerar completamente suyo. Hasta que se leyó el testamento. Y comprendió que todo era una broma pesada. Heredaría la mayoría de las acciones de Dramas en cuanto se casara. El matrimonio debía durar al menos un año y podía ser con una mujer de su elección. También se aceptaba cualquier acuerdo prematrimonial. Si miguel decidía no cumplir los deseos de su tío, heredaría el cincuenta y uno por ciento de las acciones, pero el control se repartiría entre los miembros del consejo de administración. Miguel se convertiría en una figura decorativa. Su vida consistiría no en crear edificios, sino en asistir a reuniones y en implicarse en la política de la empresa. Justo lo que no quería. Y su tío lo sabía muy bien. Así que miguel tenía que encontrar una mujer para casarse. Pulsó el botón para disminuir la inclinación de la cinta y redujo la velocidad. Su respiración se hizo más pausada. Con una precisión metódica, su mente apartó el vacío emocional y sopesó las posibilidades. Tras bajar de la cinta y coger una botella fría de agua mineral del minibar, se dirigió a su sillón. Después de beber un sorbo de agua helada, dejó la botella en el escritorio. Esperó unos minutos mientras organizaba sus pensamientos y cogió el bolígrafo de oro, que comenzó a girar entre los dedos. Una vez que empezó a escribir, tuvo la impresión de que cada palabra era un clavo que cerraba la tapa de su ataúd. Encontrar una esposa. No pensaba perder más tiempo rezongando sobre la injusticia que eso suponía. Había decidido hacer una lista que detallara todas las cualidades que necesitaba en una esposa para, de esa forma, intentar averiguar si conocía a alguna mujer apropiada. Inmediatamente, recordó a Gabriella, pero no tardó en alejarla de sus pensamientos. La despampanante supermodelo con la que salía en esos momentos era perfecta para lucirla en los eventos sociales y también era genial en la cama, pero no podía considerarla como esposa. Gabriela era una gran conversadora y disfrutaba mucho con su compañía, pero mucho se temía que se estaba enamorando de él. Ya le había insinuado su deseo de tener niños, un detalle que sentenciaba su relación. Si tenía algo claro con respecto al matrimonio, era que las emociones acabarían por arruinarlo. Si Gabriela se enamoraba de él, terminaría siendo víctima de los celos y se convertiría en una mujer exigente, como todas las esposas. Ningún acuerdo prematrimonial sobreviviría a su avaricia en cuanto se sintiera traicionada. Miguel bebió otro sorbo de agua mientras acariciaba el cuello de la botella con el pulgar de forma distraída. En una ocasión había leído que si se hacía una lista con las cualidades que se buscaban en una mujer, aparecería una de repente. Frunció el ceño mientras analizaba la idea. Estaba casi seguro de que la teoría afirmaba estar relacionada con algo del universo. Algo así como recibir lo que se entregaba al cosmos. Alguna chorrada metafísica en la que él no creía. Sin embargo, a esas alturas estaba desesperado. Colocó el bolígrafo en el margen izquierdo del papel y comenzó a escribir. Una mujer que no me quiera. Una mujer con la que no desee acostarme. Una mujer que no tenga familia. Una mujer que no tenga animales. Una mujer que no quiera tener hijos. Una mujer con una carrera profesional independiente. Una mujer que se plantee el matrimonio como un proyecto empresarial. Una mujer que no sea demasiado sensible ni impulsiva. Una mujer en la que pueda confiar. Releyó lo que había escrito. Sabía que se había dejado llevar por el optimismo al añadir algunas de las cualidades que deseaba en una mujer, pero si la teoría del universo funcionaba, era mejor especificar bien lo que quería. Necesitaba una mujer que se planteara el matrimonio entre ellos como una oportunidad desde el punto de vista empresarial. Tal vez alguien que necesitara dinero en abundancia. Tenía la intención de ofrecerle unos buenos beneficios, pero quería que el matrimonio fuera simplemente un papel firmado. Sin sexo no había celos. Sin una mujer sensible no había.

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