Capítulo 7: La traición sale a la luz
Sebastián
El aire en el salón del consejo era denso y opresivo, como si cada aliento se convirtiera en una carga que llevar sobre los hombros. Las luces doradas de los candelabros colgaban con una quietud solemne, proyectando sombras inquietantes sobre los rostros de los consejeros. A medida que mis pasos resonaban en el suelo de mármol, cada uno de ellos me miraba con una mezcla de expectación y suspicacia. Sabía que mi entrada a esta sala no iba a pasar desapercibida, y mucho menos que mi intervención sería recibida sin resistencia.
El silencio se impuso de inmediato cuando crucé las puertas, un silencio cargado de juicios no dichos y de especulaciones no formuladas. No era la primera vez que enfrentaba la mirada escrutadora de los miembros del consejo, pero en esta ocasión, la tensión parecía aún más palpable. Hoy no solo estaba en juego mi autoridad como futuro rey, sino también la posibilidad de justicia para alguien que había sido despojada de todo. Alguien que, en un tiempo no tan lejano, había significado mucho para mí. Eliza Anne Foster.
El trono de mi padre permanecía imponente al final de la sala, vacío y vigilante. Aunque aún no lo ocupaba oficialmente, había momentos como este en los que me sentía obligado a asumir la responsabilidad que conllevaba. Desde la muerte de mi hermano Oliver, el reino había quedado en un estado de incertidumbre, y yo sabía que cada uno de estos hombres esperaba algo de mí, ya fuera para confirmar sus sospechas o para probar que yo no era digno del título que un día sería mío.
El conde Lancaster, un hombre mayor de rostro severo, fue el primero en hablar, inclinando ligeramente la cabeza en una muestra de respeto forzado. Su voz, rasposa y cortante, rompió el silencio que había estado suspendido como una espada sobre nosotros.
—Su Alteza Real, bienvenido.
Sabía que Lancaster, al igual que muchos de los presentes, no aprobaba mi reciente involucramiento en los asuntos del reino, y mucho menos mi decisión de regresar tras la muerte de Oliver. Mi relación con algunos de los consejeros había sido siempre tensa, especialmente después de que dejé el reino para llevar una vida más distante y sin las responsabilidades que conllevaba la corona. Pero tras la tragedia, no tenía otra opción. Mi regreso no era solo un deber, sino una necesidad. El reino estaba en crisis, y yo, a pesar de mis propios miedos y dudas, tenía que asumir el papel que me correspondía.
—Gracias, conde —respondí, manteniendo el tono neutro y evitando cualquier atisbo de emoción. Mi mirada recorrió rápidamente el rostro de cada m*****o del consejo mientras me dirigía a mi lugar. Sentía cada mirada clavada en mí, algunas desafiantes, otras llenas de curiosidad, pero todas con la expectativa de lo que estaba por suceder.
Me senté en mi silla, frente a la mesa que separaba a los miembros del consejo del trono. Dejé los documentos sobre la mesa y me tomé un breve momento para acomodarlos. Sabía que lo que estaba a punto de hacer no solo definiría mi posición en el reino, sino también mi integridad. El peso de la justicia y la verdad recaía sobre mí, y aunque la tarea era monumental, no podía permitirme fallar.
Alexander, mi confidente y mano derecha, estaba a mi lado, como siempre. Su expresión serena y controlada era un reflejo de la calma que yo mismo intentaba proyectar, aunque por dentro, la tormenta de emociones era difícil de contener. Había sido mi aliado en cada paso de esta investigación, trabajando incansablemente para desenterrar las pruebas que finalmente desenmascararían a Lord Cunningham, el hombre que, durante años, había manipulado su poder para su propio beneficio y que era responsable directo de la desgracia de Eliza y su familia.
El aire en la sala se sentía más pesado con cada segundo que pasaba. Las miradas de los consejeros, cargadas de sospecha y curiosidad, parecían perforar mi fachada tranquila. Cunningham estaba sentado al otro extremo de la mesa, su postura relajada, pero su mirada lo delataba. Sabía lo que venía, y aunque intentaba mantener una expresión imperturbable, no pude evitar notar el brillo en sus ojos que reflejaba su nerviosismo.
—Miembros del consejo —comencé, mi voz resonando en la gran sala y silenciando cualquier murmullo restante—. Hoy nos reunimos para discutir no solo el futuro de nuestro reino, sino también para corregir las injusticias que han sido pasadas por alto durante demasiado tiempo.
Una pausa, breve, pero calculada. Observé las reacciones de los presentes. Algunos fruncieron el ceño, otros intercambiaron miradas de complicidad. Sabían lo que estaba a punto de decir. No era un secreto que desde mi regreso al palacio había estado investigando las acciones de Lord Cunningham. El hombre había acumulado poder durante años, y muchos en esa sala le debían favores, si no sus propias posiciones. Pero la verdad, por más incómoda que fuera, debía salir a la luz.
—Específicamente —continué, con la mirada fija en Cunningham—, me refiero a las acciones de uno de nuestros propios miembros, Lord Cunningham.
Una ola de murmullos recorrió la sala. Era como si el aire mismo hubiera cambiado, cargándose de una tensión que se podía cortar con un cuchillo. Los rostros de los consejeros reflejaban sorpresa, desconfianza, y algunos incluso miedo. No todos estaban preparados para lo que estaba a punto de revelar. Sabía que este era un momento decisivo, no solo para mí, sino para el futuro del reino.
Cunningham, desde su asiento, no desvió la mirada. Su expresión altiva no cambió ni un ápice. Sabía que este hombre no se dejaría intimidar tan fácilmente. Durante años, había ejercido su poder y manipulado a su antojo, y no esperaba menos que una feroz resistencia.
—He investigado a fondo los acontecimientos que llevaron al despido injusto de Amelia Foster, madre de Eliza Anne Foster —dije con firmeza, manteniendo mi mirada en los ojos de Cunningham, que ahora parecían brillar con una furia contenida—. Y tengo pruebas irrefutables de que fue bajo las órdenes directas de Lord Cunningham que esto ocurrió.
El silencio que siguió a mis palabras fue ensordecedor. Algunos de los presentes se mostraban tensos, otros parecían aliviados de que finalmente la verdad comenzara a salir a la luz. Era como si durante años hubieran esperado que alguien tuviera el valor de confrontar a Cunningham, pero nunca habían creído que ese momento llegaría.
El propio Cunningham, sin embargo, no pareció inmutarse. Se levantó de su asiento con una calma que solo podía describirse como aterradora. La confianza que irradiaba era la de un hombre que había jugado al poder durante demasiado tiempo y que no tenía intención de perder.
—¿Pruebas? —interrumpió, su tono lleno de desdén—. Me gustaría saber qué tipo de pruebas ha conseguido, Su Alteza, porque hasta donde yo sé, la familia Foster fue despedida por motivos válidos. No toleraré que se me acuse sin fundamentos.
—Claro que tienes interés en desacreditar esta investigación —repuse, manteniendo mi tono firme pero sin mostrar emoción—. Después de todo, tu familia se ha beneficiado ampliamente de la desgracia de los Foster.
El brillo en los ojos de Cunningham era inconfundible. Sabía que su posición estaba en peligro, y aunque intentaba proyectar calma, la furia contenida se desbordaba en su mirada. Era un hombre que sabía que el control se le escapaba de las manos.
Me levanté lentamente, tomando los documentos que Alexander y yo habíamos recopilado durante meses. Los distribuí entre los miembros del consejo, observando cómo algunos de ellos revisaban con cautela las pruebas que detallaban sobornos, favores, y la manipulación de influencias para asegurarse de que la familia de Eliza nunca pudiera recuperar su lugar en la corte.
Las expresiones de los consejeros cambiaban a medida que leían. Algunos de ellos intercambiaban miradas nerviosas, como si estuvieran calculando el impacto de lo que acababan de descubrir. Sabía que había muchos en esta sala que, aunque no directamente implicados, se sentían incómodos al ver a un hombre tan poderoso como Cunningham expuesto de esta manera.
—Aquí están los registros de transacciones entre su familia y varios empleados del palacio —expliqué mientras los consejeros continuaban revisando los documentos—. Además, las cartas intercambiadas con miembros de la servidumbre confirman que todo esto fue orquestado para eliminar a la familia Foster como una amenaza potencial.
—¡Eso es ridículo! —exclamó Cunningham, su rostro enrojecido por la furia—. ¡Esas pruebas no demuestran nada más que correspondencia normal entre miembros de la corte!
—¿Correspondencia normal? —repliqué, manteniendo mi mirada fija en la suya—. ¿Incluyendo una carta donde das instrucciones claras para que se despida a Amelia Foster sin explicación, asegurándote de que nunca más pueda encontrar trabajo en el reino?
Cunningham se quedó en silencio por un instante. Podía ver cómo su mente calculaba los próximos movimientos. Sabía que las pruebas eran contundentes, pero también sabía que no se rendiría sin luchar. Este hombre había sido maestro en manipular el sistema a su favor, y no iba a dejar que un príncipe joven y aparentemente inexperto lo derrotara tan fácilmente.
El ambiente en la sala era sofocante. Los consejeros murmuraban entre ellos, susurrando con una mezcla de sorpresa e incredulidad. Algunos parecían estar de mi lado, mientras que otros mantenían una expresión de neutralidad calculada. Era evidente que algunos de ellos aún estaban sopesando los riesgos de apoyar a alguien como yo contra un hombre tan poderoso como Cunningham.
Decidido a no dejar que su silencio minara mi posición, avancé.
—Esto no es solo un asunto de justicia para una familia —continué—. Esto es una cuestión de confianza en nuestros líderes. Si dejamos que un m*****o del consejo abuse de su poder para beneficio personal, ¿qué mensaje estamos enviando a nuestro pueblo?
Algunas cabezas asintieron ligeramente en la sala. Sentí que el control del momento estaba volviendo a mi favor. Pero antes de que pudiera continuar, Lord Cunningham tomó la palabra de nuevo, esta vez con una sonrisa fría en su rostro.
—Su Alteza, si vamos a hablar de confianza, ¿por qué no discutimos la suya? —Sus palabras goteaban veneno, y el aire en la sala se volvió aún más pesado—. ¿No es cierto que ha estado muy… cercano a la plebeya Eliza Foster? ¿Cuánto de esta investigación está realmente motivada por su deseo de hacer justicia y cuánto es simplemente una venganza personal porque no puede estar con ella?
Las palabras cayeron como un puñal. El silencio que siguió fue aún más aplastante que antes. Sabía que este era su intento desesperado por desviar la atención y desacreditarme. Mi mandíbula se tensó, pero no podía permitir que me provocara. No podía dejar que él controlara la narrativa.
—Mi relación con Eliza Foster —respondí con calma, aunque por dentro sentía una furia ardiendo— no tiene relevancia aquí. Lo que estamos discutiendo son los abusos de poder que usted ha cometido.
Cunningham sonrió con malicia, sus ojos brillando con la satisfacción de haber plantado una semilla de duda en la sala. Sabía que, aunque sus crímenes eran obvios, la percepción que había proyectado sobre mí y sobre Eliza podría ser suficiente para empañar mis intenciones.
—¿Está seguro de eso, Su Alteza? —repitió, su tono goteando veneno—. Porque para algunos de nosotros, parece que está defendiendo a una plebeya con más interés personal del que debería tener.
El ambiente en la sala se había vuelto peligroso. Algunos miembros del consejo comenzaron a susurrar entre ellos, y pude sentir que la duda se extendía. Estaba perdiendo el control de la narrativa, y sabía que si no actuaba rápidamente, todo lo que habíamos logrado hasta ese momento podría desmoronarse.
Antes de que pudiera hablar de nuevo, uno de los consejeros, el conde Lancaster, intervino.
—Propongo que estas pruebas sean revisadas a fondo antes de tomar cualquier decisión —sugirió, su voz grave y cautelosa. Sabía que Lancaster era un hombre meticuloso, uno que no se apresuraba a tomar decisiones sin haber considerado cada detalle.
Algunos consejeros asintieron en señal de acuerdo, mientras otros permanecían en silencio, evaluando la situación. Sabía que ese era el mejor resultado que podía esperar por el momento. No había esperado que el consejo condenara a Lord Cunningham en un solo día, pero al menos, había logrado sembrar la duda y poner en marcha un proceso que, con suerte, lo llevaría a su caída.
—Estoy de acuerdo con el conde Lancaster —dije, levantándome lentamente de mi asiento—. Que se investigue a fondo. Y si se encuentra culpable a Lord Cunningham, el consejo deberá tomar las medidas necesarias para asegurarse de que este tipo de abusos no vuelvan a ocurrir.
Con esas palabras, di por terminada mi intervención. La reunión no había salido exactamente como esperaba, pero había plantado las bases para lo que vendría. Sabía que Lord Cunningham y su hija Isabella no me dejarían avanzar sin luchar, pero estaba dispuesto a enfrentarlos, aunque ello significara hacer más enemigos en la corte.
Al salir de la sala, sentí la mirada de Lord Cunningham clavada en mi espalda. Sabía que esa batalla solo había comenzado, pero también sabía que no podía permitirme perder.
Fuera del palacio, el aire era denso y frío. Mis pasos resonaban en el suelo de mármol mientras caminaba hacia mis aposentos. Alexander me seguía en silencio, como siempre, con su semblante serio y pensativo.
—Sabes que no será fácil —dijo finalmente, rompiendo el silencio cuando llegamos a mis habitaciones—. Cunningham no va a dejar que lo destruyas tan fácilmente.
—Lo sé —respondí, soltando un suspiro que había estado conteniendo desde que salí de la sala del consejo. Me senté en el borde de mi cama, frotándome las sienes en un intento de aliviar la presión que sentía en mi cabeza—. Pero ya hemos comenzado. No hay vuelta atrás.
Alexander se acercó, tomando asiento frente a mí. Sus ojos me miraban con preocupación, pero también con la lealtad que siempre había demostrado.
—¿Y qué harás con Eliza? —preguntó con cautela—. Cunningham tiene razón en algo. Van a usar tu relación con ella como arma en tu contra. Especialmente Isabella.
Solo escuchar el nombre de Isabella provocaba un nudo en mi estómago. Isabella había sido una amenaza velada desde el principio, pero ahora que el compromiso se acercaba, su poder y el de su familia sobre mí solo aumentarían.
—No lo sé, Alexander —confesé, sintiendo por primera vez el peso de la incertidumbre—. No sé cómo manejar todo esto.
El silencio se extendió entre nosotros, pesado y denso. Finalmente, Alexander se levantó, apoyando una mano en mi hombro.
—Sea lo que sea, estaré contigo —dijo antes de salir de la habitación.
Me quedé solo, con la mente llena de preguntas. Eliza, Cunningham, Isabella… Todo estaba tan enredado, tan lleno de peligro. Y lo peor de todo era que, por primera vez en mi vida, no sabía si sería capaz de manejar la situación.
Lo único que sabía con certeza era que no podía permitirme perder. No esta vez.