Capítulo 8: ¿Y ahora qué?
Eliza
El día era sofocante. El sol, implacable, parecía golpear la tierra con una furia inusual, haciendo que incluso las sombras fueran insuficientes para mitigar el calor. El mercado estaba abarrotado, como todos los días, con una mezcla de voces, risas y regateos. Los comerciantes alzaban sus voces, ofreciendo lo mejor de sus mercancías mientras las mujeres y hombres del pueblo, y algunos de la nobleza, se movían de puesto en puesto buscando las mejores ofertas.
Me encontraba detrás del mostrador de la tienda de Lenna, mi amiga y compañera de trabajo, organizando telas y encajes, intentando mantener mi mente ocupada con las tareas rutinarias. Pero la verdad era que, a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de pensar en mi madre y en lo que estaba sucediendo más allá de los muros del mercado, en ese mundo al que ya no pertenecía. Un mundo del que fui arrancada injustamente, junto a ella.
Amelia Foster, mi madre, era la razón por la que cada día me levantaba con una mezcla de rabia y resignación. La enfermedad que la consumía no había sido más que una consecuencia de los años de sufrimiento, del destierro y de la pérdida de todo lo que alguna vez fue nuestro. Habíamos pasado de tener un lugar respetable en la corte a ser prácticamente invisibles. Todo por las manipulaciones de Lord Cunningham, un hombre que, durante años, había tejido una red de poder y corrupción que parecía imposible de romper.
Intenté sacudirme esos pensamientos de la cabeza. Me repetí a mí misma que no debía preocuparme por lo que no podía cambiar. Pero algo, una sensación persistente en el estómago, me decía que las cosas estaban por cambiar. Que algo, o más bien, alguien, estaba a punto de irrumpir en mi vida una vez más.
—Eliza, ¿estás bien? —La voz de Lenna, suave pero preocupada, interrumpió mis pensamientos.
Asentí, intentando sonreír, aunque la expresión que logré esbozar no era más que un triste reflejo de la mujer que solía ser. No podía mentirle a Lenna. Sabía que me conocía demasiado bien. Sabía que mi mente no estaba en las telas que organizaba mecánicamente ni en las clientas que entraban y salían de la tienda.
—Estoy bien —respondí, tratando de sonar convincente, aunque ambas sabíamos que no era así.
Lenna entrecerró los ojos, evaluándome en silencio antes de volver su atención a la clienta que acababa de entrar. Agradecí el momento de respiro. Mi mente, inquieta, seguía divagando, perdida en los recuerdos de un pasado que hacía tiempo había enterrado. Pero no lo había enterrado lo suficientemente profundo, porque seguía atormentándome cada día.
Y entonces, como si mis pensamientos lo hubieran invocado, sentí su presencia antes de verlo. Mi cuerpo se tensó de inmediato, una reacción involuntaria que no podía controlar. Al girar mi cabeza hacia la entrada de la tienda, allí estaba él. Sebastián.
El tiempo pareció detenerse. Todo el bullicio del mercado, el calor sofocante, los sonidos de la gente regateando, desaparecieron. Solo éramos él y yo, de pie en medio de la nada, separados por más que distancia física. Lo observé con incredulidad. Sebastián, el hombre que me había roto el corazón, que había elegido su destino por encima de lo que habíamos compartido, estaba frente a mí. Y no tenía idea de por qué.
Sentí una punzada en el pecho, una mezcla de rabia y dolor. No había pasado tanto tiempo como para que olvidara lo que me había hecho, pero sí lo suficiente como para que hubiera aprendido a vivir sin él. Al menos, eso creía hasta ahora.
Lenna siguió mi mirada y se tensó ligeramente al ver al hombre de pie en la entrada. Podía sentir su mirada inquisitiva sobre mí, pero no le presté atención. Mis ojos estaban clavados en Sebastián, intentando procesar lo que su presencia significaba.
—¿Quién es ese? —preguntó Lenna en un susurro, aunque su tono no ocultaba la curiosidad.
—Es… nadie —mentí, aunque sabía que mi voz no había sonado convincente. Mi garganta se había secado y, por más que intentara, no lograba encontrar las palabras adecuadas.
Sebastián no dijo nada de inmediato. Solo me observó con esos ojos que, durante tanto tiempo, habían sido mi refugio. O al menos, lo habían sido antes de que todo cambiara. Antes de que él eligiera su corona y sus deberes por encima de nosotros. Sabía que no debería sentir nada, pero una parte de mí, esa que todavía no podía enterrar por completo, aún se estremecía al verlo.
Después de lo que parecieron siglos, comenzó a caminar hacia mí. Cada paso suyo resonaba en mis oídos, amplificando mi confusión. Era como si el tiempo no hubiera pasado, como si los años de dolor y separación no existieran. Pero existían, y las cicatrices que había dejado su partida aún dolían.
Cuando finalmente estuvo lo suficientemente cerca como para que pudiera escuchar su respiración, habló. Su voz era baja, contenida, como si temiera lo que podría decirme.
—Eliza…
Mi nombre en sus labios me hizo temblar. Cerré los ojos por un momento, intentando controlarme. No podía permitirme mostrar debilidad, no frente a él.
—¿Qué estás haciendo aquí, Sebastián? —Mi voz salió más firme de lo que esperaba, y me enorgullecí de ello. No iba a dejar que viera cuánto me afectaba su presencia.
Sebastián no respondió de inmediato. Sus ojos me escudriñaban, como si intentara leer lo que había dentro de mí. Pero no le daría el placer de verlo. Había pasado demasiado tiempo construyendo un muro alrededor de mi corazón, y no iba a permitir que él lo derribara con una simple mirada.
—Tenía que verte —dijo finalmente, sus palabras llenas de una sinceridad que no esperaba.
Lo miré con incredulidad, incapaz de creer lo que acababa de escuchar. ¿Verme? Después de todo este tiempo, después de todo lo que había sucedido, simplemente "tenía que verme". La rabia comenzó a arder en mi interior, encendiendo una chispa que había intentado sofocar durante años.
—¿Verme? —Repetí, mis palabras llenas de sarcasmo—. ¿Después de todo este tiempo, simplemente "tenías que verme"? No me hagas reír, Sebastián.
Sus ojos se endurecieron ligeramente, pero no retrocedió. Sebastián siempre había sido un hombre firme, decidido. Lo había admirado por eso, pero ahora, esa cualidad solo me recordaba lo testarudo que podía ser.
—Sé que las cosas no terminaron bien entre nosotros —comenzó, su voz aún baja, pero llena de un peso que no pude ignorar—. Sé que te fallé, Eliza.
—¿Que me fallaste? —interrumpí, incapaz de contenerme—. Sebastián, no me fallaste. Me dejaste. Me abandonaste cuando más te necesitaba. A mí y a mi madre. No intentes ahora venir con excusas.
La rabia que había mantenido contenida durante tanto tiempo finalmente salió a la superficie. Podía ver la sorpresa en su rostro, pero también la culpa. Pero no era suficiente. Ninguna disculpa lo sería.
—No vine aquí a darte excusas —dijo, su tono serio, su mirada fija en la mía—. Sé que lo que hice estuvo mal. Y sé que no hay palabras que puedan cambiar lo que sucedió. Pero estoy aquí porque quiero hacer lo correcto.
Quería reír, pero la risa se ahogó en mi garganta. Hacer lo correcto. ¿Qué sabía él de lo que era correcto? Había pasado años ignorando nuestras necesidades, nuestras súplicas, mientras se convertía en el hombre que debía ser para su reino. Y ahora, de repente, quería enmendar las cosas.
—No es tan fácil, Sebastián —dije, cruzando los brazos sobre mi pecho como si eso pudiera protegerme de lo que estaba sintiendo—. No puedes simplemente venir aquí y pretender que todo puede arreglarse.
El silencio entre nosotros se hizo aún más pesado. Sebastián me miraba con una mezcla de dolor y determinación, pero no dijo nada. Tal vez sabía que no había palabras suficientes para justificar lo que había hecho.
El mercado seguía zumbando a nuestro alrededor, pero para mí, el mundo se había reducido a este pequeño espacio entre nosotros dos. Lenna, que seguía cerca, se mantenía al margen, observando la interacción con una mezcla de curiosidad y preocupación. Sabía que ella entendía algo de lo que estaba pasando, pero no todo.
Finalmente, Sebastián rompió el silencio.
—Lo que le sucedió a tu madre… fue culpa mía —dijo, su voz baja, pero firme—. No porque yo lo ordenara, sino porque no hice nada para detenerlo. Fui un cobarde. Y sé que ninguna disculpa puede cambiar lo que sucedió. Pero ahora, estoy intentando arreglarlo.
Sus palabras me golpearon con más fuerza de la que esperaba. Lo que le había sucedido a mi madre había sido una de las cosas más dolorosas que había tenido que soportar. Verla perder su lugar, su dignidad, su salud… todo por culpa de un hombre que había manipulado el sistema para su propio beneficio. Y Sebastián, el hombre que alguna vez había amado, no había hecho nada para detenerlo.
—No es suficiente —dije, mi voz temblando—. Mi madre ha sufrido durante años, y tú simplemente… te fuiste. Elegiste tu corona, tu deber, por encima de nosotros.
Sebastián bajó la cabeza por un momento, como si estuviera procesando mis palabras. Pero luego me miró de nuevo, con una intensidad que hizo que mi corazón se acelerara.
—Sé que no puedo cambiar el pasado, Eliza. Pero estoy aquí ahora. Estoy enfrentando a Cunningham en el consejo. Estoy intentando hacer justicia para tu madre, aunque sé que no será suficiente. Lo hago porque es lo correcto, y porque… porque te lo debo.
Sentí que mis defensas comenzaban a tambalearse. No quería creerle. No quería permitir que esas palabras, que esas promesas, volvieran a abrir heridas que apenas habían comenzado a sanar. Pero había algo en su voz, en su mirada, que me hizo dudar.
Sebastián no era el mismo hombre que había conocido hace años. Había cambiado. Ambos habíamos cambiado. Pero eso no significaba que las cosas pudieran volver a ser como antes.
—No sé si puedo confiar en ti —admití, mi voz apenas un susurro.
Él dio un paso hacia mí, acortando la distancia entre nosotros. Sentí su presencia como una fuerza imparable, y aunque todo en mí me decía que debía alejarme, me quedé en mi lugar.
—No te estoy pidiendo que confíes en mí de inmediato —dijo suavemente—. Solo te estoy pidiendo una oportunidad. Una oportunidad para demostrarte que he cambiado. Que estoy aquí, y que no me voy a ir esta vez.
Su cercanía, su voz, todo lo que alguna vez había amado de él, ahora era una tormenta en mi mente.