CAPÍTULO 4: LA CORRUPCIÓN DEL REINO.
SEBASTIAN
Llevé mis dedos a mis labios, rememorando el beso audaz que me atreví a darle a Eliza. En un momento de debilidad, creí que podía controlar mis impulsos, pero simplemente perdí el dominio sobre mí mismo. Sin embargo, aquella pérdida de control había sido reveladora; sentir nuevamente la textura de sus labios, el latido acelerado de mi corazón, había valido la pena, a pesar de que el momento apenas duró unos efímeros segundos antes de que ella se apartara.
Anhelaba volver a besarla, ansiaba volver a verla y tenerla entre mis brazos. Pero antes de eso, debía comprender por qué me había dejado, por qué me culpaba cuando fue ella quien terminó nuestra relación mediante una carta insípida. Fue ella quien me traicionó.
—Su Alteza —fruncí el ceño y volví la mirada hacia mi asistente—. En media hora tiene una reunión con su padre y algunos funcionarios del reino.
—Entiendo. ¿Alexander ya ha llegado?
Necesitaba indagar sobre todo lo que había ocurrido en mi ausencia. Alexander era mi confidente, mi fiel amigo. Confiaba en él para que mantuviera la discreción y no me ocultara absolutamente nada.
Mi asistente asintió con respeto antes de responder.
—Sí, Su Majestad. El señor Alexander aguarda su llegada en el estudio privado.
Agradecí con un gesto y me dirigí hacia el estudio, dejando que los pensamientos sobre Eliza y la situación del reino se agolparan en mi mente.
Al entrar, Alexander se puso de pie. Su semblante serio indicaba que tenía noticias importantes que compartir.
—Su Majestad, lamento informarle que la situación en la frontera sur se ha vuelto más tensa. Los informes indican un aumento en la actividad de los rebeldes y los contrabandistas.
Fruncí el ceño, preocupado por la estabilidad del reino. Era imperativo abordar esta crisis con prudencia y determinación. Todo esto era por mí, nadie estaba seguro de que reinaría con sabiduría. Nadie confiaba en mí.
—Necesitamos reforzar nuestras defensas y aumentar la vigilancia en la frontera. Además, deseo que investiguen a fondo cualquier vínculo entre los rebeldes y los elementos descontentos dentro del reino.
Alexander asintió con solemnidad.
—Lo gestionaré de inmediato, Su Majestad. Además, hay otros asuntos que requieren su atención...
Alcé mi mano, sintiendo el peso incómodo del trato formal que estaba recibiendo por parte de mi amigo.
—¿En serio? Toda mi vida fui Sebastián para ti. Que me llames "Su Majestad" es extraño. No me acostumbro. Todos me tratan con respeto, con miedo, y me hacen olvidar quién soy —confesé con sinceridad—. Tú eres mi mejor amigo, como un hermano. Sigue tratándome igual, ayúdame a recordar quién soy.
Alexander me miró con comprensión, pero también con un atisbo de responsabilidad en sus ojos.
—Te entiendo, pero debo hacerlo. Debo...
—Al menos cuando estemos los dos solos —interrumpí, buscando un compromiso que me devolviera un poco de la normalidad a nuestra relación. Era vital mantener esa conexión, esa cercanía que nos había mantenido unidos a lo largo de los años.
Asintió con una sonrisa cálida.
—Está bien, igual estaba extrañando a mi amigo.
Me acerqué y lo abracé con fuerza.
—Gracias —susurré—. Ahora necesito tu ayuda.
Después de separarnos, sugerí que nos sentáramos.
—Dime.
—Me encontré con Eliza —confesé, observando cómo la sorpresa adornaba su rostro—. Me odia, mucho, y no logro comprenderlo. ¿No debería ser yo quien la odie por poner fin a nuestra relación y comenzar otra?
—Ella te hizo mucho daño, te rompió el corazón. Yo fui testigo de todas las noches que llorabas por su culpa. ¿Cómo es posible que ahora se atreva a odiarte a ti?
—Exacto, ¿cómo es posible? —Pasé mis manos por mi rostro, dejando escapar un suspiro de frustración—. No lo entiendo. No comprendo nada de lo que está sucediendo. Eliza está vendiendo en la plaza, ocupando una posición mucho más humilde. Su vestimenta, su trabajo duro... ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no continuaron trabajando en el palacio?
La confusión y la inquietud me embargaban mientras compartía mis preocupaciones con mi amigo. Estaba ansioso por entender los motivos detrás del repentino cambio en la vida de Eliza y cómo afectaba nuestra relación pasada.
—¿Has hablado con tu madre? Tal vez ella sepa algo.
—Sabes que no es una opción. Si mi madre llegara a enterarse de mi interés por saber sobre la vida de Eliza, podría hacerle daño, así que no.
—Hablaré con la servidumbre. Alguien tiene que saber —asentí de inmediato—. Me pondré ya mismo en eso.
—Te lo agradezco demasiado, pero también hay otra cosa —Inhalé hondo y lo confesé, a pesar de que me haría ver como un estúpido—. Quiero verla de nuevo, todos los días. Necesito encargarme de ella y su madre. Busca una manera para que venga ante mí todos los días.
La confesión de mi deseo me dejó vulnerable, pero sabía que contar con la ayuda de mi amigo era esencial para lograrlo. Ahora que era el heredero al trono, todos los ojos estaban puestos en mí, esperando a que me equivocara para enjuiciarme. Cada palabra que pronunciaba, cada decisión que tomaba, estaba bajo el escrutinio implacable de la corte y del pueblo. Era un peso que me recordaba la responsabilidad que recaía sobre mis hombros. Sin embargo, en este momento, mi deseo de ver a Eliza superaba cualquier preocupación por la opinión pública.
Me levanté de mi asiento y me dirigí al ala este del palacio, donde tendríamos la reunión con mi padre, el rey, y los funcionarios. Había estado sumergido en la lectura y el análisis de los datos del palacio, desde los aspectos económicos hasta la producción y el bienestar de nuestro pueblo. Lo que descubrí fue preocupante: mientras nosotros nos volvíamos más prósperos, nuestra gente enfrentaba mayores dificultades y tenían que trabajar arduamente para pagar los impuestos que el palacio requería.
El contraste entre nuestra riqueza y la lucha diaria de nuestros súbditos resonaba en mi mente como un eco incómodo. Era evidente que había desafíos que debíamos abordar con urgencia para garantizar el bienestar y la justicia dentro de nuestro reino.
Al llegar a la sala de reuniones, las puertas se abrieron para revelar un escenario de solemnidad y autoridad. Mi padre, sentado en su trono, irradiaba una presencia imponente, mientras que los funcionarios se alineaban en sus asientos con reverencia. Con un gesto de respeto, me acerqué al lugar designado para mí.
Durante más de una hora, permanecí en silencio mientras escuchaba atentamente las discusiones de los presentes. Las proclamaciones de nuevos mandatos, las órdenes y las consecuencias por incumplimiento resonaban en la sala. Con cada palabra, sentía crecer dentro de mí una mezcla de impotencia, ira y hasta repulsión.
Finalmente, decidí intervenir, atrayendo la atención de inmediato con mi voz resonante y segura.
—Pensé que esta reunión se centraría en encontrar soluciones para los problemas que afligen a nuestro pueblo —expresé, buscando respuestas en las miradas serias que me rodeaban.
—Lo es —afirmó uno de los funcionarios, Carlos.
—Entonces, ¿cómo se espera que estos problemas se resuelvan con más leyes opresoras? —indagué, acomodándome en mi asiento con determinación—. No he escuchado ninguna solución concreta hasta ahora.
Hubo un momento de silencio tenso antes de que otro funcionario intentara responder con palabras ambiguas.
—A veces las soluciones llegan después, hijo. Con el tiempo comprenderás eso —dijo con una calma que me resultó exasperante.
—Su Alteza —lo corregí con firmeza.
—Sebastián. —Nombró mi padre, y me obligué a encontrarme con su mirada—. Él tiene razón, lo entenderás más adelante. Haremos lo que creemos es lo mejor.
—¿Lo mejor para quién? Para nosotros, obviamente. Pero mientras nosotros disfrutamos de comodidades, allá afuera las personas están sufriendo necesidades. No puedo hacer como si eso no sucediera. No puedo hacer la vista gorda. Por lo tanto, las decisiones tomadas hoy, no las acepto. —Me levanté de mi asiento con determinación—. Tienen dos días para presentar propuestas que beneficien a nuestro pueblo: a nuestros campesinos, ganaderos, comerciantes y a aquellos sin hogar ni trabajo.
—Oh por Dios, otro Oliver —alcancé a escuchar un murmullo cargado de odio entre los presentes.
Esa simple mención me descolocó por completo y olvidé los modales que debía mantener.
—¿Quién se atrevió a decirlo? —golpeé la mesa con fuerza, esperando que alguien hablara, pero nadie se atrevió a dar la cara—. ¡Sí! ¡Seré otro Oliver! Seguiré adelante con los planes de mi hermano, continuaré con su visión y nadie se interpondrá en mi camino. De lo contrario... espero su carta de renuncia mañana por la mañana en mi despacho.
—Las decisiones se toman en conjunto, Su Alteza —habló un señor de más de cincuenta años, con un tono de autoridad que denotaba experiencia—. No se puede hacer nada si ninguno de nosotros está de acuerdo.
Apoyé mis manos en la mesa y me incliné hacia adelante, mostrando determinación. Haría lo que considerara correcto.
—Tampoco ustedes podrán hacer nada si yo no estoy de acuerdo. —Me levanté y sonreí—. Espero nuevas propuestas en la próxima reunión.