Regreso en Navidad

3672 Words
Ethan El avión aterrizó con un leve sacudón, devolviéndome a un lugar que no veía desde hacía dos años. Miré por la ventana mientras el paisaje familiar se extendía bajo el cielo gris, cubierto por una ligera capa de nieve. Las luces de las pistas de aterrizaje brillaban como estrellas caídas, y algo en mi pecho se apretó. Había prometido volver después de Navidad, pero los días se habían convertido en semanas, y las semanas en años. Primero Ginebra, donde traté de ahogar mi dolor en fiestas interminables. Luego Nueva York, una ciudad que me dio la ilusión de movimiento, pero que no ofreció nada más. Francia fue un suspiro, una pausa breve y sin significado, y el norte de España… bueno, no hay mucho que decir sobre los lugares donde uno solo busca desaparecer. Ahora estaba de vuelta, listo para retomar lo que dejé atrás, o al menos eso quería creer. Recogí mi equipaje y caminé hacia la salida, donde un grupo de personas esperaba a sus seres queridos. Mis pasos se detuvieron por un momento, mis ojos buscando automáticamente un rostro que sabía que no estaría allí. Alayna Rivers. No había ninguna razón lógica para que ella estuviera aquí. Pero aun así, una parte de mí la buscaba, como si esperara verla de pie entre la multitud, con esa expresión de preocupación mezclada con una sonrisa que siempre llevaba y diciendo “Bienvenido, señor Graham, ¿cómo ha estado su vuelo?” La casa estaba decorada como siempre. Desde el coche podía ver las luces colgando en el porche, las coronas en las ventanas, y el árbol resplandeciendo a través del cristal. Era como si nada hubiera cambiado, como si el tiempo que estuve fuera no hubiera significado nada. Apenas abrí la puerta, mamá apareció. No dijo nada al principio, solo me envolvió en un abrazo tan fuerte que me dejó sin palabras. Su cabello tenía ese aroma a lavanda que recordaba de la infancia, y aunque nunca me había considerado un hombre sentimental, algo en su forma de abrazarme me hizo apretar los dientes. —Ethan… —su voz se quebró, y sentí cómo sus lágrimas se hundían en mi abrigo—. Creí que no volverías. No dije nada. Simplemente la dejé sostenerme, como si el acto de abrazarme fuera suficiente para remendar todo lo que había roto al irme. Paula fue la siguiente. Me sonrió, pero había algo diferente en su mirada. Quizás era el reproche que no se atrevía a verbalizar. —Dos años son demasiado tiempo, hermano. —Lo sé. —Mi voz sonó hueca incluso para mí. Papá fue el último en acercarse. No era un hombre de grandes gestos, pero cuando me estrechó la mano, sentí el peso de todo lo que no decía. —Bienvenido de vuelta, hijo. Asentí, intentando sonreír, pero algo en mí seguía congelado. La cena estuvo llena de conversaciones animadas que apenas escuché. Mamá hablaba sobre la decoración, Paula mencionaba planes para el Año Nuevo, y papá hacía preguntas sobre mis viajes que yo respondía con frases cortas y neutras. Pero entonces comenzó a sonar. “I want you to know that I’m never leaving…” La música salió de algún rincón de la sala, una melodía que no había podido escapar desde que dejé esta ciudad. Mi garganta se cerró al instante. Esa canción no era solo un éxito navideño; era un recuerdo de algo que no podía borrar. Alayna. De repente, su imagen llenó mi mente. Su rostro, su voz, sus lágrimas. No importaba cuánto intentara enterrarlo, siempre volvía. Ella, disculpándose como si hubiera sido su culpa. Yo, gritando como si eso pudiera borrar lo que sentía. Cerré los ojos y dejé caer el tenedor sobre el plato. —¿Estás bien? —preguntó Paula, mirándome con curiosidad. —Sí —mentí, apartándome de la mesa—. Necesito aire. Salí al porche, sintiendo cómo el frío mordía mi piel, pero lo agradecí. Era mejor que el peso que llevaba dentro. La nieve seguía cayendo, acumulándose en los escalones, cubriendo todo con un blanco inmaculado que no podía igualar lo que sentía. La puerta se abrió detrás de mí. Papá se unió en silencio, cruzándose de brazos mientras miraba el jardín cubierto de nieve. —Planeas volver a la empresa, ¿verdad? —Sí. Es hora de retomar el control. Él asintió, aunque podía sentir que había algo más en su mente. —¿Y qué pasa con la señorita Rivers? Su nombre golpeó como un ladrillo. Levanté la mirada hacia la calle, evitando sus ojos. —Si está disponible, la quiero de vuelta. Papá no respondió al instante, pero cuando habló, su voz fue baja. —Siempre fue buena en su trabajo. Pero han pasado casi dos años desde que la despediste, a lo mejor debas conseguir a alguien más. Para el lunes te puedo tener a alguien. No contesté. Había muchas cosas que sabía que debía hacer, pero enfrentar a Alayna era la que más me pesaba. Cuando papá volvió a entrar, me quedé allí, dejando que la nieve cayera sobre mí. Cerré los ojos y respiré hondo, pero todo lo que sentí fue el vacío. “You are my home, my home for all seasons…” Y aunque estaba de vuelta, todavía me sentía lejos de casa. […] El ascensor me llevó al piso ejecutivo en completo silencio. El reflejo de las puertas metálicas devolvía mi rostro imperturbable, aunque mi mente estaba activa desde antes de despertarme. Primer día después de dos años. No había margen para errores, ni para interrupciones, ni para incompetencia. Cuando las puertas se abrieron, el pasillo hacia mi oficina era tan familiar como un recuerdo enterrado. El sonido de mis pasos se mezclaba con el débil murmullo de los empleados que empezaban el día. Algunos se detuvieron al verme pasar, susurrando entre ellos. No los miré. No los saludé. No había necesidad. El despacho estaba como lo recordaba. La mesa pulida, los estantes perfectamente alineados, el ventanal cubriendo toda la pared frente a mí, dejando ver una ciudad que despertaba bajo un cielo nublado. Todo en su sitio. Todo bajo control. O casi. —Buenos días, señor Graham. —Una voz femenina resonó desde la puerta, demasiado alegre para ser auténtica. Giré la cabeza, evaluándola. Morena, cabello rizado, ojos cafés que intentaban parecer seguros, pero fallaban. Carla. La asistente que mi padre había contratado sin siquiera consultarme. —¿Qué necesita? —pregunté, sin invitarla a entrar. Ella pareció dudar por un segundo antes de dar un paso adelante con una carpeta en las manos. —Aquí está su agenda del día. Ya está confirmada la reunión con el equipo de marketing a las nueve, y… —No necesito un resumen. Déjelo en el escritorio. —Mi tono cortó sus palabras como un bisturí. Carla dejó la carpeta en la mesa y retrocedió un paso, como si esperara algo más de mí. Un agradecimiento, tal vez. No lo recibió. La reunión de marketing fue un desastre. El equipo llegó tarde. Los números eran mediocres, y las proyecciones para el próximo trimestre estaban plagadas de errores que cualquiera con dos dedos de frente habría notado. Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue la presentación. El proyector no funcionaba, las diapositivas estaban mal formateadas, y cuando exigí una explicación, todas las miradas se dirigieron hacia Carla. —Señor Graham, yo… yo lo revisé anoche, estaba todo en orden —balbuceó, su voz apenas un hilo. —¿En orden? —repetí, dejando la pregunta suspendida en el aire. Mi mirada la atravesó y ella apartó la vista, incapaz de sostenerla. —Es posible que… —intentó justificar, pero no la dejé terminar. —Posible no es aceptable. Asegurarse es su trabajo. ¿O me equivoco? La sala quedó en completo silencio. Incluso los directores que habían trabajado conmigo antes desviaron la mirada, incómodos. No me importaba. —Revisen todo de nuevo. Quiero un informe detallado en mi escritorio antes del mediodía —dije, levantándome de la mesa. Carla me siguió como una sombra mientras salía de la sala, intentando mantenerse a mi ritmo. —Señor Graham, lo siento mucho, pero el equipo de soporte técnico no… —No quiero excusas, señorita. —Mi voz fue baja, deteniéndola en seco—. Si no puede manejar algo tan básico como esto, quizá deba reconsiderar su posición. La dejé allí, parada en el pasillo, mientras yo volvía a mi oficina. El resto del día no fue mejor. Correos sin respuesta. Documentos mal archivados. Incluso el café que Carla trajo a media mañana estaba frío. Cada error, por pequeño que fuera, caía sobre mis hombros como un advertencia de por qué no podía confiar en nadie más para hacer las cosas bien. Para cuando el reloj marcó las cinco, mi paciencia estaba al límite. Carla entró con otra carpeta, sus manos temblaban apenas perceptiblemente. —Este es el informe final de la reunión de marketing. Está corregido y listo para su revisión. Tomé la carpeta y la abrí, pasando las páginas en silencio. Las cifras estaban corregidas, los gráficos claros, pero el daño ya estaba hecho. —¿Esto es lo que debería haberme entregado a las nueve? —pregunté, sin levantar la vista. —Sí, pero… —No hay pero. Esto debió estar listo antes de la reunión, no después. —Cerré la carpeta y la dejé sobre el escritorio con un golpe seco—. No tolero errores como este, Carla. No hoy. No nunca. Ella asintió, sus labios apretados como si estuviera conteniendo una disculpa. —Lo siento, señor Graham. No volverá a pasar. —Más le vale. Se quedó en silencio por un momento, esperando algo que nunca llegó. Finalmente, murmuró un débil "buenas noches" y salió del despacho. Cuando la puerta se cerró, dejé escapar un suspiro. No había espacio para errores. No para debilidades. No para confiar en alguien más que en mí mismo. Habían pasado dos años desde que aprendí esa lección, y no pensaba olvidarla. […] El sol apenas había salido cuando entré en la oficina. Me quité el abrigo, lo colgué en el perchero junto a la puerta, y me dirigí al escritorio. El olor del café llegó desde algún lugar cercano. Carla. Ella estaba allí, de pie junto a mi escritorio con una taza en las manos, tratando de parecer segura, pero sus dedos traicionaban un leve temblor. No dije nada. Me limité a mirarla, dejando que mi silencio hiciera el trabajo. —Buenos días, señor Graham —dijo, con una sonrisa. —¿Qué hace aquí tan temprano? —pregunté, más como un desafío que como una pregunta real. —Quería asegurarme de que todo estuviera en orden antes de que llegara —respondió, colocando la taza de café en la esquina de mi escritorio. No respondí, tomando asiento mientras abría la carpeta que había dejado sobre la mesa. El informe de logística estaba lleno de números que no cuadraban. Las fechas eran inconsistentes, y las conclusiones parecían escritas a toda prisa. Cerré la carpeta y la dejé sobre la mesa con un golpe seco. —Explíqueme esto. Carla se acercó con cautela, mirando los documentos mientras su rostro perdía color. —Lo siento, señor Graham. Anoche estaba revisando los archivos, y… —No quiero oír disculpas. —Mi tono fue lo suficientemente bajo como para que ella entendiera que no había margen de maniobra—. Quiero resultados. Algo que, evidentemente, no es capaz de darme. Ella levantó la vista, sus ojos llenos de sorpresa y pánico. —Por favor, señor Graham, puedo arreglarlo… —No habrá más oportunidades, señorita. Está despedida. Carla se quedó inmóvil, como si las palabras no hubieran terminado de alcanzarla. —Recoja sus cosas y salga de mi oficina. Ahora. Ella se giró sin decir nada más, sus pasos rápidos resonando mientras desaparecía por la puerta. Me quedé sentado por un momento, observando el ventanal. Las luces de la ciudad parpadeaban mientras la mañana tomaba forma. Había algo pesado en el aire, pero no era culpa. Era una sensación de vacío, como si algo importante estuviera faltando. No debería haber sido tan difícil. Esto no tendría que ser así. Me levanté, tomé mi chaqueta del perchero y me la puse con un movimiento firme. Si iba a recuperar el control, tenía que empezar por el lugar correcto. Algo que debí haber hecho desde el principio. Abrí uno de los cajones del escritorio y empecé a buscar entre los documentos viejos. Había archivos que no veía desde hacía años, pero finalmente encontré lo que estaba buscando: un formulario con la dirección de Alayna Rivers. Mi pulso se aceleró levemente mientras tomaba el papel. Esbocé una sonrisa mientras guardaba el formulario en el bolsillo interno de mi chaqueta. No sabía exactamente lo que le iba a decir cuando la viera, pero una cosa estaba clara: no pensaba salir de esa casa sin su respuesta. Tenía que regresar. Y no solo como mi asistente. Ella tenía que volver a este lugar, a mi vida, de una forma u otra. […] Alayna Me miré en el espejo y traté de recordar cómo me veía hace dos años. No tenía sentido hacer la comparación. Ese reflejo era de otra vida, de otra persona que parecía tan lejana que apenas podía reconocerla. Ahora, el rostro que tenía frente a mí era el resultado de días interminables de hospitales, agujas y medicamentos. El tratamiento había sido una montaña rusa que nunca parecía detenerse. Cada vez que algo parecía mejorar, otra parte de mí se desmoronaba. Mis brazos estaban delgados, mis mejillas hundidas, y aunque intentaba comer lo suficiente, nada parecía quedarse. Al final, mi cuerpo decidió rendirse más rápido de lo que yo estaba preparada para aceptar. Mi cabello… bueno, eso había sido lo primero en irse. Al principio intenté ignorarlo, llevarlo atado o usar pañuelos. Pero cuando empezó a caer en mechones, no pude soportarlo. Ahora usaba una peluca. Había aprendido a colocarla con cuidado, a ajustarla hasta que se sintiera como algo mío, aunque no lo fuera. Blizzard estaba acostado a mis pies, observándome con esa mirada atenta que siempre parecía saber lo que estaba pasando. Su cola golpeaba suavemente el suelo cada vez que yo movía una mano, como si estuviera listo para animarme sin importar qué. —Tranquilo, chico —murmuré, dándole una caricia rápida antes de volver al espejo. Mi armario también era nuevo. No porque quisiera, sino porque nada de lo que tenía me quedaba. Había bajado tanto de peso que hasta las prendas más ajustadas colgaban de mi cuerpo como si fueran de otra persona. Elegir ropa ahora era un proceso diferente. Buscaba cosas que me hicieran sentir cómoda, que ocultaran lo peor, pero sin ser demasiado obvias. Me prometí que este diciembre sería perfecto. El último mes de una vida que, aunque no había salido como esperaba, quería cerrar con algo que valiera la pena recordar. Era agotador, pero si iba a despedirme, quería hacerlo bien. Porque eso era lo que sería. La última. Cerré los ojos por un momento, dejando que el aire llenara mis pulmones lentamente antes de soltarlo. No importaba cuánto lo intentara, todavía no me acostumbraba a verme en el espejo. Pero no tenía opción. Si quería maquillarme, tenía que enfrentarlo. Blizzard gimió suavemente, como si sintiera mi cansancio. Me giré hacia él y sonreí. —Estoy bien, cariño. Vamos, aún tenemos mucho que hacer. Esa mañana había sido un caos entre los adornos de Navidad, las cajas que desempolvé del armario y los juguetes que Blizzard había decidido arrastrar por toda la sala. Pero valió la pena. El árbol estaba decorado, las luces parpadeaban con un brillo cálido, la casa se sentía… viva. Pensar en dejarlo, en dejar todo esto, me rompía el corazón. Pero ya estaba cansada. Muy cansada. Esperaba que para Año Nuevo todo hubiera terminado. No sería tan malo, ¿cierto? Solo tenía que pasar diciembre, hacer que fuera especial, y luego… podría descansar. El timbre sonó, rompiendo mis pensamientos. Blizzard ladró, corriendo hacia la puerta como si él también estuviera sorprendido. Me levanté, esquivando los juguetes que había dejado tirados por toda la casa mientras me dirigía hacia la entrada. Ajusté la peluca con cuidado antes de abrir. Y entonces… lo vi. Ethan Graham estaba allí, de pie frente a mí, con un ramo de flores en la mano y una sonrisa que no esperaba. —Hola, ¿Alayna Rivers? Me quedé congelada, incapaz de reaccionar mientras Blizzard seguía ladrando con una energía que no sabía si provenía de su instinto protector o de la emoción de tener a un desconocido en la puerta. Quizás debía decir que no, fingir demencia, entrar corriendo y cerrar la puerta con doble llave. Total, en esta casa nadie preguntaba mucho por mí. Pero era mi mala suerte que no había otra Alayna Rivers en un radio de cien kilómetros. pero… no esperaba verlo. Menos ahora, mucho menos así. —No, yo no…—¡¿Eres idiota?! ¡Eres Alayna Rivers te guste o no! —. Señor Graham… —Alayna—esa era yo, o lo que quedaba. Lo miré, y su presencia me atravesó como un puñal bien afilado. Ethan Graham, de pie frente a mi puerta con un ramo de flores que se veía fuera de lugar en sus manos. Su voz había cambiado poco, pero la intensidad en sus ojos era diferente. Más pesada, más controlada. Mi primer impulso fue cubrirme. Sabía que no era la misma mujer que él había conocido; eso era obvio incluso para mí. Pero mi cuerpo no se movió. Mis brazos se quedaron pegados a los costados mientras el peso de su mirada recorría cada centímetro de mi ser, como si intentara leer todo lo que no estaba diciendo. Blizzard, siempre oportuno, dejó de ladrar y empezó a lamerme las manos. Me agaché para acariciarlo, más como una excusa para romper el contacto visual que por verdadero cariño en ese momento. —¿Puedo pasar? —preguntó Ethan. La pregunta colgó en el aire. ¿Podía? No lo sabía. No quería. Pero tampoco podía decirle que no sin parecer aún más desastrosa de lo que ya debía lucir. —Lo siento… estoy ocupada y… —Intenté una sonrisa que seguramente se vio tan débil como sonaba mi voz—. Me atrapa en un mal momento. Blizzard, el traidor, decidió ignorar mi falta de entusiasmo y se acercó a Ethan con la cola moviéndose como un ventilador. Ethan dejó el ramo de flores a un lado y se inclinó, dejándose lamer las manos como si fuera el dueño del perro. En cuestión de segundos, Blizzard estaba encima de él, casi derribándolo al suelo mientras le daba más cariño del que me había dado a mí en días. —Blizzard… —murmuré con una mezcla de reproche y resignación. Ethan se incorporó, su rostro serio, pero había una ligera curva en sus labios, una que me irritaba más de lo que debería. Dio un paso hacia mí, y antes de que pudiera procesar lo que estaba pasando, ya había cruzado la puerta, pasando a mi lado como si fuera su casa. Cerré la puerta detrás de él, apretando los dientes. Me giré para verlo tomar asiento en el sofá como si nada, mientras Blizzard se arrojaba sobre sus piernas, dejando claro que yo era su segunda opción. —Traidor —murmuré, mirando a Blizzard con los brazos cruzados. Blizzard movió la cola como si no pudiera entender mi molestia. Ethan, por otro lado, no se molestó en ocultar su satisfacción. Se recostó ligeramente, dejando que él se acomodara en su regazo mientras pasaba una mano por su cabeza. De pronto, todos los recuerdos me golpearon a la vez. No los malos, no las palabras que me había lanzado aquella noche ni el peso de su furia. No. Lo que vino a mí fueron los buenos. Las risas robadas en los pasillos de la empresa, los días interminables en los que me quedaba a su lado, organizando su agenda, asegurándome de que tuviera lo que necesitaba, soñando con ser algo más que su asistente. Lo observaba desde mi escritorio, fascinado por cada uno de sus gestos. Cómo sostenía la pluma entre los dedos mientras firmaba documentos, el leve fruncir de su ceño cuando algo lo irritaba. Era tan fácil perderme en esos pequeños detalles que nunca me atreví a mencionar. Había suspirado por él más veces de las que quería admitir, escondida tras la pantalla de mi ordenador, mientras mi corazón se aceleraba cada vez que pronunciaba mi nombre. Había construido un mundo entero en mi mente, uno donde no era solo la señorita Rivers, sino alguien a quien él miraba con la misma intensidad con la que yo lo miraba a él. Y ahora estaba aquí. Después de dos años. Mis manos temblaron ligeramente, y apreté los puños para controlarlas. Era absurdo cómo mi cuerpo reaccionaba a él incluso ahora, cuando todo había cambiado. Ya no era la mujer que lo seguía con la mirada, esperando una sonrisa o una palabra amable. Pero había una parte de mí que seguía siendo aquella joven enamorada de su jefe, que soñaba despierta mientras organizaba sus documentos, que se ilusionaba con cada gesto insignificante que él hacía sin saberlo. Miré las flores en su mano, un gesto que no esperaba. Ethan Graham nunca había sido del tipo de los detalles. Entonces, ¿por qué? Algo dentro de mí quería reír y llorar al mismo tiempo. No sabía qué hacer con todo lo que sentía, pero una cosa era cierta: el hombre que había alimentado mis sueños por tanto tiempo estaba aquí, sentado en mi sofá mientras no dejaba de mirarme. Y por mucho que quisiera aparentar indiferencia, no podía ignorar cómo mi corazón, a pesar de todo, seguía acelerándose como aquella primera vez que lo vi. Mi corazón también era un traidor. ¿De qué me servía ilusionarme? Sería mi última navidad.
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