Ethan
El club estaba lleno. La música, un ritmo pesado y constante, golpeaba como un tambor en mi pecho. La gente se movía a mi alrededor, risas, cuerpos que se rozaban, el sonido de voces que no podía distinguir. Pero no importaba. El ruido era perfecto para lo que necesitaba: un refugio donde no tuviera que pensar.
La copa en mi mano estaba vacía otra vez. No recordaba cuántas llevaba esa noche, ni cuántas veces alguien había rellenado el vaso sin que yo lo pidiera. A lo lejos, vi a una mujer que me miraba. No sabía su nombre, pero tampoco me importaba.
Sonrió cuando nuestras miradas se cruzaron, un gesto deducido que entendí al instante. Me incliné hacia el barman y señalé hacia ella. Pronto, una copa estaba en sus manos, y el brillo de su sonrisa creció. Esto era fácil, automático. Lo suficiente para mantener a raya el vacío que seguía aferrándose a mí.
—¿Eres inglés? —preguntó ella cuando finalmente se acercó, su acento francés adornando cada palabra.
—¿Lo parezco? —respondí, esbozando una sonrisa perezosa mientras levantaba mi vaso.
No recordaba qué dijo después, ni siquiera si seguimos hablando. Pero recordaba sus manos en mi cuello más tarde, sus labios rojos que dejaban marcas en mi camisa y el leve aroma a perfume caro que parecía envolverla.
Ese era mi ritmo ahora. Ginebra era perfecta para alguien que quería olvidar. Las calles llenas de luces, los bares que nunca cerraban, las fiestas donde el tiempo se volvía irrelevante. Cada noche era una repetición de la anterior: mujeres que no me preguntaban demasiado, tragos que quemaban lo suficiente para mantenerme entumecido, y un frenesí constante que no dejaba espacio para pensar.
Pero siempre llegaba el silencio.
El apartamento era grande, moderno, y completamente vacío. Me quité la chaqueta y la arrojé al suelo junto con las llaves. No encendí las luces. Sabía que el reflejo de la ciudad en los ventanales sería suficiente para iluminar la habitación.
Me dejé caer en el sofá, soltando un suspiro mientras mis manos se pasaban por el cabello desordenado. Podía sentir el zumbido del alcohol en mi cabeza, pero no era suficiente. Nunca lo era.
Había una botella de whisky en la mesa frente a mí. La tomé sin pensarlo demasiado, destapándola y llevándomela directamente a los labios. El líquido bajó por mi garganta, cálido y áspero, pero no hizo nada por calmar el nudo en mi pecho.
Dejé la botella sobre la mesa con más fuerza de la necesaria, el sonido resonando en la habitación vacía. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el respaldo del sofá.
Y ahí estaba de nuevo.
Las risas, sus burlas, las palabras y… ese silencio que seguía después. Y volvía de nuevo, mis puños contra su cara, la ira burbujeando con ese sabor tan pesado en mi boca y mi pecho cargado, tan lleno de odio.
Después volvía Alayna, ella era la última en aparecer.
Siempre regresaba en esos momentos, cuando la música y el ruido se habían desvanecido, cuando no quedaba nada más que el eco de mis pensamientos. Su rostro aparecía en mi mente, esos ojos llenos de lágrimas, su voz temblorosa mientras intentaba disculparse por algo que nunca fue su culpa.
Apreté los dientes, cerrando los puños sobre mis rodillas. No quería pensar en ella. No quería recordar cómo la había tratado, cómo la había destruido con palabras que ni siquiera merecía. Pero era inútil.
Ella siempre estaba allí, entre las sombras, recordándome lo que había hecho. Un trato que jamás mereció.
Me levanté de golpe, tambaleándome un poco mientras me dirigía al baño. El espejo reflejaba a un hombre que no reconocía del todo: el cabello desordenado, la barba que empezaba a crecer, los ojos enrojecidos por el cansancio y el alcohol. Parecía alguien que había abandonado todo, y tal vez eso era cierto.
Abrí el grifo y me salpiqué agua fría en el rostro. La sensación fue como un choque eléctrico, un aviso de que todavía estaba aquí, todavía respiraba, aunque no sabía por qué.
Volví al sofá, encendí un cigarrillo y dejé que el humo llenara mis pulmones. La ciudad seguía viva a mi alrededor, las luces parpadeando en los edificios, los sonidos distantes de la gente celebrando en alguna parte. Era una vista hermosa, pero para mí no significaba nada.
Todo lo que quería era seguir adelante, dejarlo todo atrás. Pero no importa cuánto bebiera, cuántas mujeres me acompañaran a casa, o cuántas fiestas recorriera en una sola noche. Nada borraba el hecho de que, cuando todo se apagaba, todavía estaba aquí. Y todavía pensaba en ella.
Alayna Rivers.
Pensaba casi más en ella que en Tracy o Tadeo.
¿Era culpa? ¿Era arrepentimiento? No lo sabía. Solo sabía que su nombre seguía atormentándome como una herida que nunca cerraba.
Apagué el cigarrillo, dejando que el humo se disipara mientras me recostaba en el sofá. Tal vez mañana sería diferente.
Pero sabía que eso era mentira.
[…]
Alayna
Hay un momento, justo después de despertar, en el que mi mente todavía no recuerda que estoy enferma. Un instante fugaz en el que mi cuerpo no pesa tanto, en el que mi pecho no duele con cada respiración, en el que las náuseas no me arrancan el aire antes de que pueda llenarlo con algo de esperanza.
Pero ese momento siempre se va demasiado rápido.
Los últimos meses han sido una guerra. Una que estoy perdiendo, aunque trato de convencerme de lo contrario. El tratamiento comenzó como una promesa, una pequeña posibilidad de que todo podría estabilizarse. Pero la esperanza es cruel cuando no se cumple, cuando cada gota que entra en tu cuerpo parece una burla, una mentira líquida que promete mejoría y solo trae más cansancio, más dolor.
Hoy es uno de esos días en los que apenas puedo levantarme.
Las paredes de mi apartamento son mi única compañía. Me despierto, miro el techo por un rato y luego reúno la poca fuerza que tengo para arrastrarme al baño. El espejo no me devuelve una imagen familiar. La mujer que está frente a mí tiene los ojos hundidos, las mejillas ligeramente pálidas, y aunque su cabello sigue ahí, ya no brilla como antes.
No lloro. No porque no quiera, sino porque las lágrimas también duelen, y mi cuerpo está demasiado ocupado luchando contra sí mismo.
La rutina es siempre la misma: me preparo como si tuviera algo importante que hacer, como si salir de este apartamento pudiera cambiar algo. La bolsa del tratamiento está sobre la mesa, esperándome, y cuando llega la enfermera, todo se convierte en un proceso mecánico.
A veces hablamos, aunque no sé qué le digo. Palabras vacías, respuestas a preguntas que ya no tienen sentido. "¿Cómo te sientes hoy, Alayna?" "Bien". Es mentira, pero no hay ninguna respuesta que tenga sentido.
Cuando la aguja entra en mi brazo, cierro los ojos. No porque me duela, sino porque ya no quiero ver nada. El líquido entra lentamente, y mientras tanto, mi mente se pierde en el silencio.
Hay días en los que trato de convencerme de que estoy luchando. Me imagino una versión de mí misma que sigue adelante, que supera esto, que encuentra algo más allá del cansancio. Pero esa versión de mí parece tan lejana ahora.
Me siento en el sofá después del tratamiento, con una taza de té en las manos que apenas toco. La televisión está encendida, pero no presto atención. Solo está allí para llenar el vacío, para distraerme del hecho de que estoy completamente sola.
A veces pienso en mi padre. En cómo sería llamarlo, decirle lo que está pasando. Pero entonces recuerdo la voz de mi madrastra, fría y cortante, y dejo el teléfono en su lugar. No hay nada que decir. Nadie va a venir.
Y luego está él. Ethan.
No quiero pensar en él, pero aparece igual. Su voz, sus palabras, la forma en que sus ojos se llenaron de furia esa noche. Cada vez que lo recuerdo, una parte de mí se encoge, como si todavía estuviera allí, de pie frente a él, escuchando cómo me odiaba.
Pero hay otra parte, una que duele más, porque todavía lo extraño. Extraño la versión de él que conocí, la que confiaba en mí, la que me hacía sentir que tenía un propósito, aunque fuera pequeño.
No quiero odiarlo. Pero a veces me pregunto si debería.
La noche llega demasiado rápido, como siempre. Me acuesto en la cama, con el cuerpo agotado, pero la mente despierta. Me digo a mí misma que mañana será diferente, aunque sé que es mentira.
El techo sigue siendo mi única vista, el aire pesado en mis pulmones, y el silencio se convierte en mi único compañero. Cierro los ojos, y la oscuridad me envuelve.
Mañana será igual. Pero al menos mañana todavía estaré aquí.
[…]
El silencio en casa era más fuerte que cualquier ruido. No importaba si tenía la televisión encendida, si ponía música suave de fondo o si dejaba las ventanas abiertas para escuchar el sonido de la calle. Siempre estaba sola.
Mi rutina se había convertido en un vacío constante. Me levantaba, luchaba por atravesar el día, y luego volvía a la cama, esperando que la noche pasara rápido, aunque sabía que los sueños no traían alivio. Había algo dentro de mí que ya no quería estar sola. Pero ese deseo era solo la mitad del problema.
La otra mitad era el miedo.
Miré el teléfono sobre la mesa, buscando algo, cualquier cosa que pudiera llenar el espacio que me rodeaba. Pensé en mi padre, pero sabía que no contestaría. Pensé en Ethan, pero esa idea era aún más absurda. ¿Por qué demonios seguía pensando en él como si se tratara de una opción? Era absurdo. Así que abrí la aplicación de adopciones, deslizándome por las fotos de perros que buscaban un hogar.
Había uno pequeño, con las orejas caídas y una mirada curiosa. Otro más grande, con manchas en el pelaje. Todos parecían perfectos. Pero cada vez que consideraba la posibilidad de traer uno a casa, mi mente volvía al mismo pensamiento: ¿Y si me muero?
No sería justo. Un perro necesita estabilidad, alguien que esté ahí, y yo no podía prometerle eso. Mi cuerpo no respondía como antes, y aunque fingiera que estaba luchando, sabía que mi destino no estaba muy lejos.
Me levanté del sofá, caminando hacia la ventana.
Mi apartamento, con sus paredes vacías y su aire pesado, era un reflejo de mí misma. No había vida aquí, solo el vacío constante de una soledad que parecía crecer con cada día que pasaba.
No sé qué me impulsó, pero de repente estaba en el vestíbulo del edificio, con el abrigo puesto y las llaves en la mano. La dirección del centro de adopción seguía guardada en mi teléfono.
No lo pensé mucho más.
El lugar estaba lleno de ladridos, pequeños sonidos que parecían rebotar en las paredes mientras yo caminaba por los pasillos. Había jaulas a ambos lados, y detrás de ellas, ojos que me observaban. Algunos curiosos, otros desconfiados.
Me detuve frente a una jaula donde un perro pequeño, con manchas marrones en su pelaje, me miraba fijamente. Lo observé, esperando que se acercara, pero no lo hizo.
Seguí caminando, y lo mismo ocurrió en la siguiente jaula, y en la siguiente. Los perros me miraban, pero ninguno se movía hacia mí. Parecía como si supieran algo que yo no quería admitir.
“Ellos lo sienten” pensé. “Saben que no tengo mucho tiempo.”
La idea me estrujó el pecho, pero seguí avanzando. No podía rendirme tan fácilmente.
Una voluntaria se acercó, con una sonrisa amable.
—¿Buscas algo en particular?
Negué con la cabeza, incapaz de encontrar las palabras. Ella asintió, como si entendiera, y me dejó continuar sola.
Cuando llegué al final del pasillo, me detuve frente a una jaula más grande. Dentro había un perro n***o, de patas largas y un pelaje brillante. Era imponente, pero no se movió. Solo me miró, inmóvil, como los demás.
Suspiré, dando un paso hacia atrás. Tal vez esto había sido un error. Quizás no estaba destinada a tener compañía. Tal vez la soledad era lo único que podía permitirme ahora.
Me di la vuelta, lista para marcharme, cuando algo me golpeó por detrás.
El impacto me derribó al suelo, y antes de que pudiera reaccionar, sentí un peso sobre mi pecho y algo cálido en mi cara. Ladridos, lamidos, y una energía que me dejó completamente desorientada.
—¡Oh, Dios mío! —escuché a la voluntaria gritar mientras corría hacia mí—. ¡Estoy tan…!
Su voz se detuvo cuando me vio.
Era un perro, grande, con un pelaje blanco como la nieve y unos ojos oscuros y brillantes. Me miraba directamente, jadeando con entusiasmo mientras seguía lamiendo mi rostro. No intenté apartarlo.
Algo en su mirada me atrapó. Era como si me conociera, como si supiera lo que estaba sintiendo, lo que estaba pasando dentro de mí.
—Lo siento mucho —dijo la voluntaria, acercándose rápidamente—. Escapó de su jaula. Déjame…
—No. —Mi voz salió más firme de lo que esperaba, deteniéndola en seco.
El perro dejó de lamerme y se sentó sobre mí, todavía mirándome con esos ojos profundos. Sentí que mi rostro se calentaba mientras las lágrimas comenzaban a caer, silenciosas pero implacables.
—¿Cómo se llama? —pregunté, aunque mi voz estaba rota.
—Blizzard. —La voluntaria sonrió tímidamente—. Pero no tiene dueño. Está aquí desde hace meses.
Miré al perro, que inclinó la cabeza como si esperara algo de mí. Sus ojos seguían fijos en los míos, y por primera vez en meses, sentí algo más que vacío.
Sentí que no estaba sola.
Me senté lentamente, dejando que Blizzard se recostara a mi lado. Sus patas eran enormes, su pelaje suave y cálido. Pasé una mano por su cabeza, y él cerró los ojos, como si hubiera estado esperando ese momento tanto como yo.
Mis lágrimas seguían cayendo mientras lo abrazaba, sintiendo cómo el peso de mi soledad se aligeraba, aunque solo fuera un poco.
—Me lo llevaré —dije finalmente, con una certeza que no había sentido en mucho tiempo.
Blizzard movió la cola, como si entendiera.
Y mientras me levantaba del suelo con él a mi lado, sentí que había encontrado algo que realmente valía la pena.
Ahora éramos Blizzard y yo.