Alayna
Me desperté con el sabor metálico de la sangre aún en la boca. No abrí los ojos de inmediato. El aire era seco, pesado, y un pitido insistente me taladraba los oídos. Ya sabía dónde estaba antes de sentir la incomodidad de la bata del hospital o la presión del oxímetro en mi dedo. Lo sabía porque no era la primera vez.
Esta vez era diferente.
Había algo en mi pecho, no físico, sino un peso que no se iba. Era como si mi cuerpo y mi mente finalmente hubieran decidido rendirse al mismo tiempo.
Abrí los ojos lentamente. La luz blanca del techo era agresiva, tanto que me obligó a entrecerrarlos. A mi izquierda, el monitor cardiaco seguía con su ritmo monótono, ese que siempre he odiado porque no dice nada, no grita, no advierte. Solo está ahí, como si fuera suficiente.
Quise incorporarme, pero me detuve cuando el dolor en mis costillas protestó. Tosí. Fue un reflejo, pero la sensación que siguió fue un aviso cruel: esa quemazón en la garganta, ese sabor oxidado que nunca había logrado ignorar.
Allí estaba el doctor, inclinado sobre una carpeta con el mismo aire meticuloso de siempre. Había algo en su rostro que me hizo sentir más sensible de lo que ya estaba.
El silencio del hospital no era real; estaba lleno de zumbidos, pasos lejanos y conversaciones apagadas. Pero para mí, era ensordecedor. Mis ojos estaban abiertos, fijos en el gotero que colgaba junto a mi cama, donde una solución clara descendía en pequeñas gotas, marcando el tiempo con una precisión que no podía ignorar.
—Has estado descuidándote, Alayna. —La voz del doctor me sacó de mi trance. Estaba junto a la ventana, con las manos en los bolsillos de su bata blanca. Me miraba como si estuviera a punto de darme una reprimenda y a la vez consciente de que yo ya conocía cada palabra.
—Estoy bien —mentí, aunque ninguno de los dos se creyó esa respuesta.
Él dejó escapar un suspiro breve, avanzando hacia la cama. Su expresión no era dura, pero tampoco era condescendiente. Era la mirada de alguien que sabe que no hay nada fácil en lo que está a punto de decir.
—No es "nada", Alayna. Lo que pasó fue una señal, una que no deberías ignorar.
Supe lo que iba a decir antes de que las palabras salieran de su boca. Era la misma conversación que habíamos tenido antes, pero esta vez llevaba consigo un peso diferente, definitivo.
—Tu cuerpo se está rindiendo.
Sentí un nudo formarse en mi garganta, pero lo tragué antes de que pudiera convertirse en lágrimas. Me crucé de brazos, no porque tuviera frío, sino porque necesitaba algo que me ayudara a mantenerme unida.
—Lo sé —respondí en voz baja, mirando hacia mis manos, que ahora parecían extrañas, débiles.
El doctor asintió, aunque su rostro mostraba un dejo de frustración.
—¿Has estado durmiendo poco? ¿Más estrés del normal? ¿Cansancio extremo?
Quise reírme, pero lo único que salió fue un suspiro vacío. ¿Cómo explicarle que esas palabras definían mi día a día?
—Es difícil evitar el estrés cuando cada parte de mi vida parece un campo de batalla.
—Esto no es algo que puedas ignorar más tiempo. Necesitamos empezar un tratamiento agresivo para estabilizarte. Podrías haberte desmayado en otro lugar, y no habrías tenido tanta suerte.
No respondí. En el fondo, sabía que tenía razón. Este episodio no era un susto pasajero. Era una advertencia, una de esas que no puedes ignorar porque el próximo paso es el punto de no retorno.
Cerré los ojos, dejando que el cansancio me dominara por un momento. Había sido tan fácil pretender que todo estaba bajo control, vivir como si cada día no fuera una cuerda floja. Pero ahora, incluso esa ilusión se estaba desmoronando.
—Voy a salir un momento, pero quiero que pienses en lo que acabo de decir. —La voz del doctor era firme, pero no dura. Sabía que no necesitaba presionarme más.
Cuando se fue, el silencio volvió a caer sobre mí, pero esta vez estaba lleno de mis propios pensamientos, un eco de recuerdos y arrepentimientos que no me daban tregua.
Lo que había pasado con el señor Graham esta noche… ni siquiera lo entendía, pero me había quedado claro su desprecio y odio hacia mí, sin aparente razón alguna. ¿Mi presencia? Yo era su empleada. ¿Mis sentimientos? Deseaba con todas mis fuerzas que no lo supiera, que nunca lo supiera.
Luché contra la tentación de tomar mi teléfono, pero al final lo hice. Mi dedo tembló sobre la pantalla antes de buscar el número. Mi padre contestó al tercer tono.
—¿Alayna? —Su voz sonaba extrañamente lejana, como si estuviera distraído.
—Hola, papá —dije, esforzándome por sonar natural, incluso cuando mi garganta se apretaba—. ¿Estás en casa?
Hubo un silencio breve, y luego una voz femenina, cortante, tomó el teléfono. Mi madrastra.
—Si estás llamando para pedir dinero, no lo intentes, Alayna. No estamos para tus caprichos.
—No quiero dinero —respondí, aunque mis palabras apenas salieron como un susurro—. Solo quería… hablar con mi papá.
—¿Hablar? —se burló, su risa fría como la nieve que aún podía sentir bajo mis pies—. Lo siento, pero no estamos interesados en tus dramas. Y ni se te ocurra aparecerte aquí.
El tono murió, y con él, algo dentro de mí también. Dejé el teléfono caer sobre la cama, sintiendo cómo las lágrimas finalmente rompían las barreras que había construido con tanto esfuerzo.
Mi pecho subía y bajaba con cada respiración, cada vez más irregular. No había querido nada más que una conversación, un simple momento para sentir que no estaba sola. Pero incluso eso parecía demasiado pedir.
Había luchado con esto durante mucho tiempo, las veces que mi padre apareció fue para darme dinero para los tratamientos, pero volvió a desaparecer cuando empecé a trabajar con el señor Graham.
Miré hacia la ventana, donde la nieve caía en silencio, cubriendo todo con un manto blanco. La ironía era casi dolorosa. La Navidad estaba cerca, y mientras el mundo se llenaba de luces y alegría, mi vida parecía encogerse, apagándose lentamente como una vela al final de su mecha.
Miraba hacia la silla vacía, algo que siempre dolía. Siempre.
Me abracé a mí misma, cerrando los ojos con fuerza. Si esto era una señal de que mi tiempo se estaba acabando, entonces tendría que aprovechar lo poco que quedaba. Ya no podía esperar que alguien viniera a salvarme. Tendría que enfrentar lo que venía, con o sin compañía.
[…]
Ethan
El aeropuerto estaba abarrotado, pero a mí me parecía vacío. La gente iba y venía a mi alrededor como un río incesante de voces y pasos, pero sus rostros eran manchas, borrosas e insignificantes. Me senté frente a una de las enormes ventanas, observando la nieve caer sobre la pista. Los aviones estaban inmóviles, cubiertos de una capa blanca que los hacía parecer objetos olvidados en un paisaje inhóspito.
No sé cuánto tiempo llevaba allí. Quizás minutos, tal vez horas. En ese momento no me importaba. Lo único que quería era estar en cualquier otro lugar, en cualquier parte menos aquí, donde el frío y la luz estéril hacían imposible que me escondiera de mí mismo.
Pasé una mano por mi rostro, dejando escapar un suspiro. Todavía podía sentir el peso en mi pecho, esa mezcla asfixiante de vergüenza y odio hacia lo que había hecho… hacia lo que me había convertido.
Ella apareció de nuevo. Alayna. No importaba cuánto lo intentara, no podía sacarla de mi cabeza durante las últimas horas, quizás porque me iba… o por lo que pasó.
¿Por qué la tomé con ella? ¿Por qué descargué todo lo que sentía sobre alguien que nunca había hecho nada más que ser buena conmigo? Una compañera fiel, más de lo que debieron ser otros.
Cerré los ojos, y el recuerdo volvió con una claridad hiriente. Su rostro mientras la sacudía, los ojos llenos de confusión, el dolor en sus labios temblorosos cuando trataba de entender qué había hecho mal. Y luego… luego disculpándose, como si realmente hubiera hecho algo para merecer mis gritos, mis insultos.
Apreté los puños sobre mis rodillas, sintiendo cómo mi mandíbula se tensaba hasta doler. Era un cobarde. Le había gritado, la había humillado y la había despedido en plena Navidad. ¿Y para qué? Ella no era parte del problema. No era Tracy. No era Tadeo. Ni siquiera estaba remotamente cerca de ser alguien a quien culpar.
Pero ahí estaba yo, dejando que mi rabia la aplastara como si ella hubiera sido quien me clavó el cuchillo.
Abrí los ojos y busqué mi teléfono en el bolsillo del abrigo. Lo desbloqueé y encontré su contacto de inmediato. No había borrado su número, por supuesto. Estaba allí, guardado como Rivers. Frío. Formal. Exactamente lo contrario de lo que ella había sido conmigo.
Me quedé mirando la pantalla, el cursor parpadeando junto a su nombre. Algo en mí me empujó a llamarla, aunque fuera solo para decir… ¿qué? ¿"Lo siento"? ¿Qué podía significar una disculpa por teléfono después de cómo la traté?
Mis dedos se movieron casi por sí solos, y el tono de llamada comenzó a sonar. Me llevé el teléfono al oído, sintiendo cómo mi respiración se volvía más pesada con cada segundo que pasaba.
Uno. Dos. Tres tonos.
El peso en mi pecho creció. ¿Qué le iba a decir? ¿Que lo lamentaba? ¿Que había sido un imbécil? No era suficiente. No podía ser suficiente.
El cuarto tono sonó, y colgué.
Dejé el teléfono sobre mi pierna, mirando cómo la pantalla se apagaba lentamente. No podía hacerlo. No de esa manera. Ella se merecía algo mejor que eso, algo que probablemente nunca sería capaz de darle.
Volví a mirar por la ventana. La nieve caía con más fuerza, convirtiendo el paisaje en un lienzo blanco interminable. Era como si todo estuviera siendo cubierto, borrado, dejando solo un vacío que no podía llenar.
El altavoz del aeropuerto llamó mi vuelo.
—Pasajeros del vuelo 738 con destino a Ginebra, favor de dirigirse a la puerta de embarque 12.
Me puse de pie, ajustándome el abrigo y recogiendo mi equipaje de mano. La llamada perdida seguía pesando en mi bolsillo, pero me obligué a dejarla ahí, junto con todo lo demás que no quería enfrentar.
No miré a mi alrededor, no pensé en lo que dejaba atrás. Solo quería irme, desaparecer entre la nieve y el silencio.