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1277 Words
—Lleva comida y bebidas a la habitación de huéspedes cercana a la mía —le explicaba Franco a una de sus criadas. La servidumbre, que era escasa, vivían en una casa a un lado de la suya y solamente aparecían por su guarida cuando él lo solicitaba—. Lleva cosas de curación para heridas profundas también, creo que no tengo esas cosas en mi baño —hablaba, tratando de hacer memoria de qué más podría necesitar. —¿Necesita algo más? El más alto miró a la única persona que dejaba entrar a su habitación y negó con la cabeza. La mujer le hizo una reverencia y fue por lo que se le había pedido. Volvió a entrar a su casa dirigiéndose a la fiesta, todos parecían haber olvidado el incidente del caño. —¿Qué sucedió con la chica? —apareció Tyrell, bebiendo de su copa. Franco lo miró por un momento, antes de hablar. —Te estás tomando demasiadas atribuciones muy rápido, Tyrell —agudizó su mirada—. No recuerdo haberte dicho que trajeras a esa mujer en ese estado ¿Ese era el show al que te referías? Porque si es así, no me gustan esa clase de espectáculos. —Disculpa —lo miró cauteloso—, pero no me habías dicho que la aseara y la alimentara, no quería hacer algo sin que tú lo dijeras, ya que ella es la asesina de Giulio… —detestaba tener que ponerse en un lugar más abajo cuando hablaba con él, suficiente era para él tener que tener esos tratos con el fallecido pelinegro. Se había apresurado y había olvidado que él no era amigo de Franco como Giulio. —Está bien, la próxima vez sé más cuidadoso —tomó un vaso de whisky que se había servido—. Sigue disfrutando la fiesta. Tyrell miró su copa, al menos sí podría ver a la bailarina bailar. … Tenía los ojos cerrados, porque había optado por sentir en todo su esplendor esa agua caliente que la abrazaba y la reconfortaba un poco. Sus músculos se habían relajado y con ellos, el dolor de sus heridas y los de sus golpes también. Franco había entrado ya en el baño, y la observaba tan relajada como sólo la había visto cuando la fue a conocer, durmiendo como un bebé a salvo del mundo, tranquila y en paz. Dejó un short deportivo y holgado sobre una mesa junto a una camiseta, que estaba seguro que le quedaría, además de unas zapatillas de levantarse en el suelo. Acto seguido dejó dos toallas cerca de la bañera para luego salir de allí. No planeaba interrumpir su tranquilidad luego de haberla angustiado durante cuarenta y ocho horas. Katia abrió sus ojos cuando sintió que el agua se estaba enfriando, y cuando lo hizo, se dio cuenta de las cosas que le había dejado. Sonrió cuando vio la ropa y las toallas, parándose con dolor pero no lo suficiente como para caer en la bañera. Se vistió y salió de ese baño, estaba en otra habitación que parecía acogedora, no como la otra, además, había una mesa con jugo de fruta y comida. —Demoraste. Volteó hacia la voz que le hablaba, era Franco de brazos cruzados apoyando su espalda en la pared y no pudo sentirse más nerviosa. —Creo que me dormí —apretaba las toallas contra su regazo—. Gracias por todo esto… —No hay nada que agradecer —dejó su postura para acercársele—. Tus heridas necesitan atención —le tomó el hombro para observar mejor la herida, haciendo a un lado el pabilo que le molestaba—. Ambas —sentenció, echando un vistazo un poco más abajo—. Y necesitas comer —terminó por mirarla a los ojos. Ella asintió, tratando de esquivar su mirada y volviendo de a poco a él. Su voz le provocaba una deliciosa sensación de respeto y temor. Franco asintió también y se volteó para irse, regresaría a la fiesta. —Espera —lo llamó tras dudar apenas un segundo, él detuvo el paso, alzando una ceja para voltearse un poco—. ¿Cómo te llamas? El castaño suspiró una risa, volteándose aún con aquella ceja, alzada e inquisidora. —Franco. Katia lamió sus labios, tratando de juntar el valor para preguntarle otra cosa. —¿Tú eras amigo de…? —Sí, era amigo del sujeto que mataste —adivinó a que se refería. —Lo siento, yo en serio no quise matarlo… —abrazó más las toallas. Franco siguió mirándola de aquella manera inquisidora y extraña, hasta que decidió voltear para irse, pero nuevamente ella lo interrumpió—. Franco… —él volteó esta vez más serio, era extraño escuchar su nombre en labios de alguien a quien no conocía, y que esa chiquilla fuera tan insistente en retenerlo—. ¿Qué fue ese disparo del otro día? —se angustió. Aquella chispa típica en el más alto se encendió, queriendo ser intimidantemente directo y frío, dando unos pasos hasta ella, mientras Katia retrocedía unos pocos para no estar cerca de él. El castaño ladeó una sonrisa por su actitud temerosa, y quiso molestarla, siguiendo con sus pasos hasta ella. —Maté a tu jefe —seguía acercándosele. Un escalofrío se tomó su espina dorsal y el miedo se adueñó de su mirar. —Pero él no mató a tu amigo, fui yo… —otra persona más que pagaba por su acción. ¿Tendría que cargar ese peso para siempre? —Él dio la vida por ti, dulzura, ¿no es así? —llegó hasta ella cuando sus piernas tocaron el filo de la cama, sintiendo las manos de esa chica en sus antebrazos, que le ayudaban a no caer hacia atrás. Miró sus manos y luego a ella, queriendo intimidarla con un toque de seducción en sus ojos, indicándole que aquello era atrevido y que podía provocarlo. La castaña se dio cuenta y alejó sus manos de sus brazos, sorprendiéndose luego cuando aquellas manos grandes se apoderaban de su rostro, para secarle las lágrimas que comenzaban a mojar sus mejillas. —Considero que el peor castigo para una persona, es ponerla bajo sus miedos —comenzaba a explicarle, hablándole cerca de su rostro, arqueando su espalda para quedar frente a su lindo y miedoso rostro—. Él no dudó en delatarte, Katia —ella se sorprendió al escuchar su nombre de sus labios—. Quería que te matara a ti solamente porque él deseaba salvarse —seguía hablándole suavemente, cerca de sus labios y mirando sus dedos, mientras le limpiaba el rostro con sus pulgares—, y es cierto, debí matarte a ti —volvió sus ojos a los ojos de ella—. Tú mataste a Santoro, pero tu jefe me molestaba, su respiración se me hacía una pérdida de oxígeno. Entonces le di lo que él más temía, le di su propia muerte. El tacto de sus manos en su rostro dejó de sorprenderle y de ser consciente de eso cuando Franco comenzó a explicarle su actuar, ahora tenía miedo de esas manos y brazos que la habían socorrido. —Entonces… —seguía mirándolo con sus ojos vidriosos—, tú quieres que yo viva con la culpa de que todos mis compañeros de trabajo y mi amiga Miki murieron por mi causa… —hablaba temblorosa, por lo frío y desgraciado que era ese sujeto. Se dio cuenta de que no era dulce ni bueno como estuvo pensando desde que la salvó de todos esos ojos burlones, eso la asustó terriblemente y temió por su condición.
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