Herick Dassault y su grupo de amigos había llegado a un restaurante de cinco estrellas, donde la exquisitez culinaria se fusionaba con el lujo más refinado. Al entrar, fueron recibidos con reverencias y sonrisas por parte del personal, que reconocía la distinción de aquellos que se movían en los círculos más exclusivos de la sociedad. Tomaron asiento en una mesa reservada para ellos, desde donde podían disfrutar de una vista privilegiada de la ciudad de Múnich. Las personas los miraban con admiración y curiosidad. Habían estado visitando diversas partes de recreación, como celebración de su cumpleaños. Aunque todo eso era algo sin importancia.
Los mejores chefs de Alemania habían sido convocados para crear un menú excepcional, diseñado para deleitar los paladares más exigentes. Cada plato era una obra maestra culinaria, preparada con ingredientes frescos y técnicas de cocina innovadoras. Desde exquisitas entradas hasta platos principales elaborados con precisión artística, la experiencia gastronómica era un viaje sensorial que desafiaba los sentidos y dejaba una impresión imborrable. El vino fluía en copas de cristal fino, seleccionado para realzar los sabores y complementar la experiencia de sus clientes. Benjamín era quien marcaba la conversación, ya que no se callaba nunca, mientras discutía con su hermana Beatrice.
—Yo p**o —dijo Lilith Bailey, para invitar la comida.
—Que considerada de nuestra chica irlandesa —dijo Benjamín con gracia, debido a que las mujeres de aquel país el color rojo era el predominante en su cabello, justo como lo tenía Lilith.
—Ahora vayamos a mi tienda por los disfraces, Herick —dijo Beatrice, mientras agarraba lo sujetaba por el brazo.
—Miren a esa bruja —dijo Benjamín con antipatía. Frunció ceño—. No pierde el tiempo para seducir a Herick.
Los demás solo hicieron caos omiso y se subieron a los autos deportivos en dirección a la tienda de Beatrice Golden. Al llegar, fueron bien atendidos por los trabajadores y abordaron el elevador al quinto piso. Exploraban entre las múltiples opciones de vestimenta. Mientras sus compañeros se sumergían en la búsqueda de atuendos extravagantes y llamativos, Herick mantenía su característica seriedad, buscando algo que se ajustara a su gusto por los colores neutros y la elegancia sutil. Se probó varios disfraces, pero ninguno lograba captar su atención de manera completa, casi modelando para Beatrice y Lilith que se había quedado sentadas en una silla. Cada vez que salía afuera del probador, hasta sus amigos se detenían para admirarlo. Pero los atuendos extravagantes no encajaban con su personalidad fría y gélida. Sin embargo, su mirada se detuvo en un atuendo en particular: un traje de rey de tonalidad negra.
El atuendo emanaba una elegancia imponente, con su oscuro tejido resaltado por las franjas doradas que lo adornaban. Era justo lo que Herick había estado buscando: un equilibrio perfecto. Había quedado embelesado. Con semblante inexpresivo, Herick se acercó al atuendo y lo tomó con decisión. La tela suave y los detalles elaborados confirmaron su elección. Era el indicado para él. Tomó un antifaz y se puso el conjunto, haciendo que sus dos amigas se sonrojaran de lo majestuoso que se veía.
—Aún falta algo —dijo Ethan Coopers. Sacó su celular y llamó a una des sus tiendas. Era dueño de una joyería—. Traigan una corona dorada.
Herick se puso el objeto de la realeza en su cabeza, a través de sus rizos. No le gustaba hacer alarde de su riqueza, ni ser exagerado. Pero por ser su cumpleaños número veinte y un obsequio de sus amigos se lo colocaría. Además, que sería por algunas horas.
Beatrice se disfrazó de reina, para ir en pareja con Herick. Lilith de hada blanca. Benjamín de un policía rebelde y Ethan de un escolta presidencial.
—Yo p**o —dijo Beatrice, sacando su tarjeta de crédito.
—Esa es mi hermosa hermanita —dijo Benjamín, solo para molestarla—. Bueno. Vayamos al club bar. La fiesta apenas está por comenzar.
Hilda salió del elevador con su vestido de novia puesto y el antifaz de encaje blanco cubriendo parte de su rostro. La combinación le daba un toque misterioso y se creaba una imagen que resaltaba. Aunque para algunos podría parecer un disfraz debido a la coincidencia con la festividad de Halloween, para Hilda y su prometido, esta ceremonia era muy real y significativa. Era seguida por sus madrinas con un vestido beige y una máscara, y por su hermano menor que llevaba y un elegante traje oscuro. Suspiró de forma extensa. Cada vez estaba más cerca su matrimonio y su corazón se le quería brincar del pecho. Al salir de la tienda, Hilda observó cómo los tres autos deportivos que había visto en la mañana, el rojo, el oscuro y el azul, se alejaban por la vía, llevándose consigo la atención y la envidia de quienes los contemplaban. Un destello de emoción y determinación brilló en los ojos de Hilda mientras los autos desaparecían en la distancia. Quizás esos autos tan lujosos significaban un buen augur y excelente suerte. Sabía que el camino hacia su felicidad estaba lleno de obstáculos, pero estaba lista para enfrentarlos con valentía y determinación.
Luego, Hilda se subió a la camioneta familiar junto con su séquito y se dirigió hacia la iglesia donde la esperaba su prometido. La anticipación y los nervios aumentaban a medida que se acercaban al destino final. Sin embargo, cuando llegaron y recibieron la noticia de que el novio aún no había llegado, un escalofrío recorrió la columna vertebral. Debía aguardar para hacer su entrada con su padre, que la estaba esperando afuera de la catedral.
Los minutos transcurrieron, estirándose demasiado, como si fueran horas. El calor del atardecer la estaba sofocando. Tuvo que aumentar el nivel del aire acondicionado. Esperaba con ansiedad para tener noticias del paradero del novio. La preocupación y la incertidumbre se apoderaron del ambiente, y Hilda luchaba por mantener la calma mientras el tiempo pasaba sin ninguna señal de su prometido. Con el corazón latiendo con fuerza en el pecho y por más que esperó y esperó, su novio, Theo Koch, no apareció. Con su alma llena de ansiedad y los nervios a flor de piel, se bajó de la camioneta y entró a la iglesia para calmar a los invitados y al cura, que estaban alterados por la demora, desde sus familiares, amigos y allegados. Sin embargo, al escribirle y al revisar su teléfono celular, se encontró con un mensaje desconcertante de Theo. Con manos temblorosas, leyó el mensaje que le había enviado. Las palabras cortantes y crueles golpearon su pecho con fuerza, como si estuviera siendo atravesada por una espada, dejándola aturdida y confundida. Después de terminar la lectura, se encontró bloqueada por él, dejándola por completo aislada y desamparada.
Hilda moldeó una sonrisa, pero repleta de agonía y sorpresa. Observó a cada persona allí presente, con su percepción en cámara lenta. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, mientras el dolor y la humillación la invadían por completo. No podía creer que su amado Theo hubiera sido capaz de dejarla plantada en el altar y casarse con otra persona. Además de decirle que era una mojigata, por no haberse acostado con él antes del matrimonio. El mundo se tornó como si fuera de cristal y se derrumbó como frágiles piezas a su alrededor, que emitían un terrible sonido al quebrarse. Intentaba procesar la traición de la persona en quien más confiaba y la que amaba. El aire le faltaba en su organismo. Se estaba ahogando de la conmoción. Sus manos, sus piernas y sus dientes tiritaban ante la sensación de vacío y de frío que la abrazaba. Se sentía humillada y avergonzada frente a su familia y amigos, quienes habían venido a celebrar lo que esperaba que fuera el día más feliz de su vida. Su corazón se partió en mil pedazos mientras enfrentaba la dolorosa realidad de haber sido abandonada. En ese momento, el dolor era abrumador y parecía que nunca encontraría consuelo. Con lágrimas en los ojos y el alma rota, vio a sus padres con tristeza a través del velo blanco. No quería que nadie la mirara de esa manera. Dejó caer su móvil y se echó a la huida de la iglesia, dejando todo atrás. Maldecía el treinta y uno de octubre. Halloween de verdad era el mes del terror y el horror. Ni la peor película de ese género, le había causado tanto miedo como ahora. Así, luego de vagar por la ciudad, llegó al club bar, donde fue auxiliada por el hombre con disfraz de rey, antifaz oscuro y corona dorada.
—¿Está bien? —preguntó Herick. Era claro que aquella mujer no lo estaba. Solo era mera formalidad y la manera más prudente de abordarla. Ella, por supuesto, negó con la cabeza.
Herick se acercó con cautela a la señora, que lloraba con tal vehemencia, que estaba por crear un río de lágrimas. Detalló a la mujer que sollozaba de forma impúdica en el suelo. Nunca antes había visto alguien expresar su dolor de esa forma tan sentida. Hasta en su propio corazón del que se jactaba era como un pedazo de piedra frío; podía percibir el sufrimiento de esa extraña. Nunca sabría qué sería mostrar esos sentimientos de ese modo tan profundo y dolidos, ya que era como un robot que no se permitiría que nadie lo viera de esa manera tan devastada. Ni en películas, obras de teatro o series había atestiguado esa tristeza y esa muestra de humanidad. ¿Quién era ella? Aunque no fuera un experto en moda, podía distinguir que ese vestido de novia no era un disfraz, sino uno verdadero. ¿Y por qué la prometida estaba en un club bar, con las medias hechas un desastre, con los tacones en la mano y con su maquillaje corrido? Debería estar en recepción de la boda, junto a sus esposos y a los invitados.
—Adelante. Puedes pasar —dijo Herick—. ¿Quieres algo de tomar?
Herick la ayudó a levantarse, pero después de que ella lo examinara, lo soltó de manera repentina y pasó por su lado, dejándolo con la palabra en la boca. Tensó la mandíbula e inclinó su cabeza hacia arriba. Ni magnates, CEOs, Jeques o altos ejecutivos se atreverían a hacerle tal desplante. Era interesante. Esa desconocida vestida con traje de novia se había atrevido a ignorarlo. Se dio media y la divisó al sentarse en el taburete, mientras pedía cerveza para beber. A la fecha, ninguna mujer había llamado su atención. Justo, hasta ese preciso instante.