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La Madrastra

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Blurb

Hilda Helling es una mujer de veintiocho años que está a punto de casarse en la festividad de Hallowen. Pero el día de la ceremonia es plantada en el altar por su prometido. Devastada y consumida por el dolor, huye de la iglesia y corre por la ciudad con su vestido de novia, mientras llora sin consuelo. Decide ahogar sus penas en un club bar. En medio de su sufrimiento, con su rostro tapado por un antifaz de encaje blanco y sin tener dinero para pagar la cuenta, recibe ayuda de un extraño.

Herick Dassault es un frío y reservado joven que es el heredero de un conglomerado de empresas que cumple veinte años y que está disfrazado de un rey con una máscara oscura que oculta su cara. Hilda, motivada por la venganza y el despecho, le da a Herick algo que ambos recordarán para siempre: su noche de bodas y el mejor regalo de cumpleaños. Sin haberlo planeado, ella tendrá mellizos, producto de su unión con el misterioso chico. Pero cinco años después todo toma un giro inesperado cuando el destino hace su jugada maestra y, en consecuencia, de una serie de acontecimientos se vuelven a reunir como hijastro y madrastra.

Los dos sienten una extraña atracción el uno por el otro que va aumentando al ir conviviendo como familia. Las caricias que quedaron grabadas en sus cuerpos y en sus pieles, despiertan y arden cada vez más con mayor intensidad. ¿Podrán resistirse a la inmoral tentación de su deseo prohibido? O, ¿sucumbirán al pecado para entregarse a la candente pasión que ha surgido entre ellos?

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Prefacio: Hallowen de terror
En esa fatídica tarde, el sonido de las risas, sustos y la música de terror y suspenso eran el telón de fondo perfecto de ella para camuflar su angustia y su vergüenza. Las personas iban de aquí para allá con disfraces y maquillajes extravagantes. Hilda Helling corría por las calles de la ciudad, infestadas de un gentío que la ignoraba y solo la veía pasar, creyendo que se trataba de algún acto o show. Se agarraba los pliegues de su traje de bodas, que era tan largo que la podía hacer caer en cualquier momento. Sostenía el ramo de flores en su poder. Era treintaiuno del décimo mes, Hallowen. Esa es una mala fecha, le había dicho su madre. Es el peor día para casarse, solo trae desgracias. Ojalá hubiera hecho caso a las palabras del ser más sabio sobre la faz de la tierra. Tenía el corazón roto en mil pedazos y lloraba si consuelo, mientras su maquillaje se chorreaba por sus blancas y rojas mejillas, por su sollozo. Su respiración era lenta y forzada, como si estuviera siendo ahorcada. Tropezó por la delgadez de sus tacones, como agujas, que se doblaron ante la velocidad que llevaba y uno de sus zapatos quedó detrás de ella. Cayó en el piso, a punto desfallecer, en tanto sus piernas flaqueaban de su esfuerzo. Su visión era opaca y borrosa. El mundo daba vueltas a su alrededor. Solo quería que se quedaran en silencio. No los soportaba. A nadie. Se tapó los oídos y gritó con fuerza: Su garganta, por poco, se desgarra. Pero la multitud la seguía mirando con diversión, mientras susurraban lo buena actriz que era. Debían estar grabando en algún lado y solo posaban para aparecer en el video. Hilda continuó llorando, sin que nadie entendiera su sufrimiento. Su nariz sonaba por los líquidos. Mientras que su pulcro y blanco vestido de novia se manchaba, pero a la vez era ondeado por la brisa de octubre. Había huido de la iglesia, en medio de los invitados, sin mirar a atrás, dejando a sus amigas. La vista entristecida de sus padres era de lamento, pero su otra familia, la observaba, como acusándola por lo sucedido. Luego de esperar por varios minutos, había revisado su celular. Le había dejado un mensaje a su novio. ¿Dónde estás? Luego, solo recibió una foto de su prometido que se había casado con una mujer más rica y adinerada que ella y con la que sí iba a formar una familia juntos, pues ella no tenía nada que ofrecerla, ni siquiera placer, ya que no habían tenido relaciones. Hilda le había dicho que solo hasta cuando estuvieran casados en su noche de bodas tendrían intimidad como esposos, ya casados. Ella sí es una mujer. Millonaria, hermosa y atrevida. Tenemos relaciones todos los días. No como tú, mojigata. Suerte. Aunque nunca encontrarás a alguien como yo. Ningún hombre aguantaría tus santurronerías. Fueron muy aburridos todos estos años. En serio, nadie te hubiera aguantado tanto. Adiós. [Este contacto te ha bloqueado. No puedes responder a sus mensajes]. Los ojos de Hilda estaban empañados por las lágrimas que se negaban a detenerse, y el peso del abandono en el altar oprimía su pecho, como asfixiándola. No podía creer que su novio de tantos años y el hombre con el que había soñado pasar el resto de sus días, la hubiera dejado plantada en el día más importante de sus vidas y le hubiera dicho tales palabras. Iba a desmayarse. Su momento de mayor felicidad se había tornado en un auténtico infierno, el cual la quemaba, le desagarraba el pecho y la cortaban su respiración, ahogándola en su lamento, lleno de desilusión. El cielo acompañaba su angustia, pintándose de tonos cálidos y magentas. Ni siquiera se había dado cuenta de que se había herido la mano y que sangraba, cuando había caído. Se arrancó el pasador del pelo y se sacó el estúpido velo de la cabeza. Los tiró con su diestra al suelo. No quería saber nada de matrimonio. Nunca más. Su fino rostro maquillado quedó expuesto, en parte, pues su cara era tapada por antifaz blanco, que llevaba como accesorio para la festividad de Hallowen. Su cincelada boca estaba pintada por lápiz labial rojo escarchado y su cabello marrón, estaba peinado, amarrado en un moño y tenía una tiara de plateada que le daba un aura de reina. Sus ojos celestes brillaron por las lágrimas que manaban de ella. Se quitó el otro tacón, quedando sus pies solo con las medias de encaje blancas. Agarró el ramo de flores y se puso de pie. Corrió sin rumbo fijo por varios minutos, hasta que llegó a un puente. Miró el agua translúcida que reflejaba la puesta del sol anaranjado que se ondeaba con ligereza por el viento de manera maravillosa. Sus ojos siguieron derramando su dolor y su tristeza, sin poder contenerla. Al estar allí sola, lloró de forma sonora, mientras su quejido rompía la tranquilidad del lugar. Después de haber liberado un poco su agonía, tensó la mandíbula. Su cara expresaba enojo, rabia, tristeza y dolor, todo al mismo tiempo. Apretó el tonto ramo de flores con la poca fuerza que quedaba. Así, con su mano derecha, lo arrojó hacia el río como un intento de liberar la furia que la consumía. Era de verdad que este día se había convertido en un auténtico Hallowen de terror para ella, que jamás podría olvidar por el resto de sus días. Maldecía y le deseaba la muerte al cobarde de su ex. Quiso lanzar el tacón, pero apretó los dientes y se lo quedó para ella. Hilda Helling vagó por la carretera, como una transeúnte más, sin que nadie se diera cuenta de su mortal incertidumbre. Había perdido la noción del tiempo. Minutos después, se encontró frente a un club bar, cuyas luces parpadeantes invitaban a los desesperados a buscar refugio en su tormento. Sus piernas le dolían, sus pies le ardían y tenía sed. El licor era la mejor bebida para calmar su angustia y reponer todo lo que había llorado. Aunque sabía que eso no era cierto, igual lo haría. Entró al establecimiento, donde el ruido de la música le molestó en sus tímpanos. Subió por las escaleras al segundo piso, pero el sonido aún le fastidiaba, por lo que ascendió al tercero, donde había un poco más de tranquilidad. Al parecer, un par de guardias no la querían dejar pasar. —Esta zona es privada —dijo uno de ellos con voz ronca y rasposa. —Lo siento. No puede pasar, señora —agregó el segundo. Hilda cambió su expresión a una de enojo y rabia. Vio a los escoltas con una mirada asesina a través de su antifaz blanco. ¿Cómo le podían negar su único consuelo de tomar alcohol? En verdad, las personas eran seres crueles y sin humanidad, que no se compadecían del sufrimiento ajeno. Pareció que iba a lanzar maldiciones al aire. Pero solo echó a llorar con agravio y se tiró sobre el piso. Los dos guardias se miraron confusos. —¿Qué ocurre? —preguntó un joven de forma serena. Vestía un atuendo de rey con máscara oscura y una corona dorada en la cabeza. Su aspecto destacaba, incluso, entre la multitud presente. —Mi joven señor. —La pareja corpulenta de seguridad hizo una reverencia con su cabeza a quien les había hablado. Hilda oía la conversación, en tanto su vista estaba hacia el piso. Pero estaba segura de que la voz de aquel que había llegado era de un joven. —Solo le hemos dicho que no podía pasar. —Yo me haré cargo —dijo aquel muchacho—. Es mi invitada. Hilda sintió como su pecho se sentía más ligero y fresco. Él era un mentiroso, porque nunca la había invitado. ¿Y de qué se haría cargo? No había nadie que pudiera consolarla. Además de que todas las personas la habían estado mirando, como si fuera un teatro o una broma de un canal de videos. —Como diga, joven maestro. Hilda solo se sentía más inferior por el modo de como se dirigían a él. ¿Quién era ese hombre para que esos gorilas malvados le rindieran reverencia y le hablaran con ese respeto? —¿Está bien? —preguntó él. Hilda dirigió su mirada hacia ese desconocido. Ahora entendía el porqué le mostraban honores, era un rey con una máscara oscura. Eso explicaba el asunto. Y esa pregunta, aunque fuera tonta y obvio que no lo estaba, se sentía agradable de escucharla. Debido al antifaz que él tenía, solo podía contemplar la barbilla, los labios y los ojos azules de ese chico de cabello crespo. Su pelo era demasiado rizado y se enrollaba de manera maravillosa en su cabeza. Negó con la cabeza ante la interrogante que le habían hecho. Sus oscuras pupilas se dilataron en sus iris turquesa cuando él le ofreció la mano. —Adelante. Puedes pasar —dijo él. Su voz a los oídos de Hilda se hizo acentuada y elegante. Hilda, en su momento de mayor incertidumbre y desesperación, había encontrado apoyo de parte de un extraño con disfraz de un monarca de la realeza. Mientras que ella estaba vestida de novia y llorando sin parar. Sostuvo el amplio palmar de aquel muchacho de cabello rizado. Era acogedor, suave y cálido. En su trayecto nadie la había ayudado y conversado con ella. Mientras que él se había acercado, para extenderle su amabilidad. Se puso de pie y, por un instante fugaz, su mente se concentró en el rey, detallándolo de arriba hacia abajo, como si sus ojos celestes fueran un escáner. Estaba cansada y hastiada de todo el mundo. Nada más quería embriagarse hasta perder la consciencia y aparecer en otro planeta. —¿Quieres algo de tomar? —preguntó él. Sin embargo, no debía confiar. Eran seres detestables y aborrecibles que se comportaban amables, para luego apuñalarte el corazón. Hilda volvió en sí. Estaba demasiado alterada y no podía emitir palabra alguna. De inmediato soltó el agarre de aquel chicho y pasó de largo a él. Había tenido suficiente de las personas. Ya no confiaría en ellos y menos en los hombres.

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